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Carta desde Europa
Suiza y su relación con la Unión Europea
Director emérito del Max Planck Institute for the Study of Societies de Colonia.
El 26 de mayo el gobierno suizo puso fin a las negociaciones con la Unión Europea en torno al denominado Acuerdo Marco Institucional, que se habían prolongado durante un año y que debían consolidar y ampliar el centenar aproximado de acuerdos bilaterales vigentes en la actualidad para regular las relaciones existentes entre ambas partes.
Las negociaciones comenzaron en 2014 y concluyeron cuatro años más tarde, pero la oposición doméstica suiza obstaculizó su ratificación. Durante los años siguientes, Suiza quiso obtener garantías fundamentalmente respecto a cuatro áreas: el permiso para continuar prestando ayuda a su enorme y floreciente sector de la pequeña empresa; la inmigración y el derecho a limitarla a quienes fueran trabajadores o trabajadoras en vez de tener que admitir a la totalidad de los ciudadanos de los Estado miembros de la Unión Europea; la protección de los (altos) salarios vigentes en el realmente exitoso sector exportador suizo; y la jurisdicción, reclamada por la Unión Europea, del Tribunal de Justicia Europeo sobre las disputas legales sobre la interpretación de los tratados conjuntos.
Como no se verificó progreso alguno, la impresión prevaleciente en Suiza fue que el acuerdo marco era en realidad un acuerdo de dominación y como tal demasiado próximo a la pertenencia a la Unión Europea, algo que los suizos ya habían rechazado mediante el correspondiente referéndum nacional celebrado en 1992, cuando votaron contra su incorporación al espacio económico europeo.
Existen paralelismos interesantes con el Reino Unido y el Brexit. Ambos países, de modos específicamente diferentes, han desarrollado variantes de democracia caracterizadas por un profundo respeto por un determinando tipo de soberanía popular mayoritaria, que exige la soberanía nacional, lo cual hace difícil para ambos entablar relaciones externas que constriñan la formación de la voluntad colectiva de su ciudadanía.
Gran Bretaña, por supuesto, resolvió parcialmente este problema convirtiéndose en el centro de un imperio en vez de ser incluido en otro, defendiendo su soberanía nacional apropiándose de la soberanía nacional de otros, mientras que Suiza se convirtió en un país perennemente neutral dispuesto a defenderse a sí mismo, como de Gaulle había dicho respecto de Francia, tous les azimutes.
Constitucionalmente, la soberanía popular británica reside en un Parlamento que no se halla constreñido por una constitución escrita y puede, por consiguiente, decidir sobre cualquier asunto mediante una mayoría simple, sin que sea necesario disponer para ello eventualmente de mayoría alguna de dos tercios de los votos de la cámara o de cualquier otra supermayoría parlamentaria. Además, no existe un Tribunal Constitucional que pueda interponerse en el camino del Parlamento, como tampoco puede hacerlo la segunda cámara, la Cámara de los Lores.
El hecho de que un tribunal supremo como el Tribunal de Justicia de la Unión Europea goce de la potestad de imponerse sobre el Parlamento británico siempre fue fundamentalmente incompatible con la idea británica de democracia popular ligada a la soberanía, convirtiéndose en la principal fuente de descontento popular con la UE, lo cual condujo al Brexit y a deshacer el Brentry.
De igual manera, que un tribunal extranjero con jueces extranjeros se hallara autorizado a desbaratar una mayoría del pueblo suizo se demostró incompatible con la idea suiza de democracia, lo cual obstaculizó el Swentry y, por consiguiente, evitó un posible futuro Swexit. Obviamente, Suiza es un país mucho más pequeño que Gran Bretaña y su Parlamento nacional no tiene prácticamente nada que decir.
Mientras que Gran Bretaña es un Estado altamente centralizado, a pesar de la descafeinada devolución asimétrica falsamente federal efectuada en favor de los tres cuasi estados existentes, Suiza, con sus 8,7 millones de habitantes, es una confederación de veintiséis cantones que disfrutan de derechos originales de autogobierno y que disponen de una poderosa voz en el ámbito federal.
Por otro lado, el gobierno suizo, en algo que es como el extremo opuesto de la democracia de Westminster, ha sido desde 1959 un Allparteienregierung, que ha incluido a los cuatro mayores partidos representados en el Parlamento, disponiendo que el presidente del gobierno rote anualmente entre ellos, razón por la cual nadie conoce el nombre del primer ministro suizo. El terminus technicus para un gobierno de este tipo es Konkordanzdemokratie (democracia consociativa). En este caso, la democracia popular se verifica mediante la práctica establecida de los plebiscitos sobre la práctica totalidad de los asuntos que se plantean a escala municipal, cantonal y nacional, los cuales son vinculantes para todo gobierno que ocupe el poder.
Añádanse a esto los ejercicios comunales de democracia directa en los que, en algunos cantones, incluso el presupuesto del gobierno local es votado en asamblea ciudadana presencial y disponemos de todo el aroma de la naturaleza popular, incluso populista, de la democracia suiza: una fuerte cultura política antijerárquica cuando se trata de los asuntos colectivos, un sentido de autonomía popular profundamente arraigado e, igualmente, una profunda sospecha ante cualquiera que afirme conocer cuál es el interés del pueblo suizo mejor que el propio pueblo suizo en su sabiduría democrática.
Y, entonces, ¿dónde entra aquí la Unión Europea? En ambos países, una extraña coalición formada por las industrias manufactureras orientadas a la exportación y por la nueva clase de la izquierda liberal, o de los liberales de izquierda, se siente atraída por la Unión Europea para permanecer o entrar en ella, respectivamente.
En Gran Bretaña, esa coalición se vio fortalecida por una parte del movimiento sindical, que confiaba en obtener protección de Bruselas contra una mayoría parlamentaria furiosamente conservadora, y ello por razones no del todo comprensibles, dada la penosa implementación por parte de la Unión Europea de sus políticas sociales.
Sentimientos como los expresados por los Verdes en Alemania durante la década de 1990 mediante su eslogan «Queridos extranjeros, no nos dejéis solos con los alemanes» se hallan profusamente extendidos en la sociedad suiza actual
En Suiza, por el contrario, y para sorpresa de aquellos que disfrutan de sus estereotipos antisuizos, los sindicatos, que en el sector del metal todavía operan en virtud del Acuerdo de Paz de 1937, disponían de suficiente poder doméstico, industrial y político, como para oponerse a la entrada en la Unión Europea, la cual, como correctamente temían, abogaría por presionar a la baja sus elevados salarios. Este hecho los convirtió en aliados del bien organizado y políticamente poderoso pequeño sector empresarial, cuya prosperidad se halla protegida por una política industrial pública —en la jerga de la Unión Europea: «ayudas del Estado»— que en buena parte sería ilegal a tenor de la legislación europea sobre la competencia.
Por otro lado, en Suiza, como en el Reino Unido, el «proyecto europeo» es objeto de predilección por parte de los liberales de izquierda, compartiendo así los partidarios de la incorporación suiza a la Unión Europea con los partidarios de la permanencia del Reino Unido en la misma una profunda sospecha ante la política mayoritaria popular.
La izquierda liberal suiza afirma que la democracia suiza es demasiado lenta, demasiado localista, demasiado provinciana —en otras palabras, demasiado suiza— comparada con las instituciones europeas, que se hallan protegidas contra los antojos de la participación ciudadana y firmemente en manos de una elite «cosmopolita» de expertos dotados de formación universitaria.
Obviamente, ello prescinde del hecho de que la política suiza ha producido una de las mejores infraestructuras del mundo, que cuenta con un legendario sistema de transporte público y con algunas de las mejores universidades del planeta.
La política suiza también permitió al país acometer grandes proyectos de ingeniería civil de importancia europea, como el túnel bajo de San Gotardo —aprobado por referéndum y completado en plazo y sin sobrepasar el presupuesto previsto— que forma parte de la conexión ferroviaria entre Rotterdam y Ginebra. En el mejor espíritu europeo, los suizos consignaron el túnel en cooperación internacional sin necesidad alguna de jerarquía internacional, tan solo para descubrir que la parte alemana del proyecto, la ruta ferroviaria proyectada a lo largo del Rin que conecta el puerto de Rotterdam con el túnel, sufre un retraso que se mide en décadas y ello a pesar de su pertenencia a la Unión Europea.
Si la clase media suiza desea ser gobernada por los burócratas de Bruselas antes que por sus conciudadanos y conciudadanas suizos, ello responde más a los sentimientos de culpabilidad por su prosperidad nacional o a la interiorización de los sentimientos antisuizos presentes por doquier, y entonces es probable que tal deseo tenga que ver con el hecho de que el gobierno confederal plebiscitario permite múltiples nichos y espacios para el tradicionalismo populista, una especie de «diversidad», que se halla en agudo contraste con los valores y estilos de vida «diversos» de la izquierda liberal.
En ocasiones, esto puede resultar embarazoso, como por ejemplo cuando se recuerda el hecho de que Suiza esperó hasta 1971 —y en algunos cantones todavía más tiempo— para conceder el pleno derecho al sufragio a las mujeres. Sentimientos como los expresados por los Verdes en Alemania durante la década de 1990 mediante su eslogan «Queridos extranjeros, no nos dejéis solos con los alemanes» se hallan profusamente extendidos en la sociedad suiza actual, especialmente en el sector cultural.
En realidad, un asombroso número de trabajadores culturales suizos han emigrado a lugares bohemios como Berlín, donde a diferencia de Zurich pueden encontrar un local como el Berghain, en un esfuerzo por escapar de la estrechez puritana e incluso de la xenofobia de su país de origen. Un país, por supuesto, que cuenta con aproximadamente 1,5 millones de trabajadores extranjeros presentes en todos los sectores de la economía, la cual emplea a 4,2 millones de trabajadores, incluyendo a 340.000 que cada día se desplazan a Suiza procedentes de Alemania, Francia e Italia.
En Bruselas, el dosier suizo se hallaba en la cartera de Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, quien lo ha heredado de su predecesor, el ahora olvidado Jean-Claude Juncker. Su fracaso a la hora de hacer capitular a Suiza debilita ulteriormente su posición, poniendo en evidencia una vez más las líneas de fractura de una «unión cada vez mayor» de talla única.
Los suizos son acusados en ocasiones de querer ser demasiado listos, intentando imponer sus «predilecciones y caprichos», algo que no debe permitirse nunca hacer a los niños, que deben aprender a comer lo que se pone en la mesa
Presionada por los partidarios de la línea dura imperial-centralista presentes en el Parlamento de la Unión Europea —y debemos presumir que también por los gobiernos nacionales alemán y francés—, la Comisión está amenazando ahora a Suiza con tomarse la revancha.
Muchos de los tratados existentes firmados entre la Unión Europea y Suiza expirarán durante los próximos años y deberán ser renovados; otros deberán ser puestos al día. La burocracia europea ha advertido a los suizos que sin Acuerdo Marco, ello será difícil y en ocasiones imposible, lo cual les costará caro.
Menos diplomáticamente, los integracionistas, frustrados por el rechazo suizo a seguir la senda de la unificación imperial de «Europa» bajo la égida de la hegemonía alemana y francesa, especulan públicamente sobre si los suizos son malos o están locos: malos, dado que están egoístamente obsesionados con mantener sus riquezas para sí mismos en lugar de compartirlas con los europeos que las merecen como, por supuesto, hacen los alemanes y los franceses habitualmente (la Comisión rechazó (¡!) una oferta efectuada en el último minuto por la delegación suiza de contribuir con 1.300 millones de euros durante un periodo de diez años para ayudar a aliviar la desigualdad económica y social existente en el seno de la Unión Europea) o locos, en el sentido de que son incapaces de reconocer sus verdaderos intereses, que obviamente incluyen ser gobernados por el buen juicio de la Comisión y del Tribunal de Justicia Europeo.
Al mismo tiempo, los suizos son acusados en ocasiones de querer ser demasiado listos, intentando imponer sus «predilecciones y caprichos», algo que no debe permitirse nunca hacer a los niños, que deben aprender a comer lo que se pone en la mesa, lo cual se come o se deja. Si el «proyecto europeo» ha de avanzar tal y como se halla definido por los centralistas de Bruselas, debe quedar claro a todo el mundo implicado en el mismo que la cooperación confederal, bilateral o multilateral, como alternativa a la dominación jerárquica, no es una posibilidad factible en Europa, como se dejó claro a los ingleses, para evitar que a otros países, incluidos quienes ya son miembros, no se les ocurrieran ideas estúpidas.
Por supuesto, los suizos, en sus setecientos años largos de historia, han sobrevivido a desafíos más imponentes, como lo han hecho los ingleses desde la Magna Carta, y hay buenas razones para creer que lo harán también en esta ocasión y que, en un periodo de tiempo mucho más reducido, sobrevivirán a la frankensteiniana construcción neoliberal y mercantil-tecnocrática denominada Unión Europea.