Análisis
La premonición de Petro

“El fantasma de la muerte nos acompaña”, dijo Petro a la Agence France-presse en febrero. Una premonición de Petro sobre lo que significa su Gobierno refleja la friabilidad y volatilidad del momento político.
15 jul 2022 05:40

El pasado lunes 27 de junio Gustavo Petro concedió su primera entrevista a la prensa internacional como presidente electo de Colombia. Recostado en el sofá de su casa ubicada en los suburbios del norte de Bogotá –con pantalones vaqueros, mocasines y un nuevo corte de pelo, flanqueado por fotografías de su mujer y sus hijos e hijas–, Petro desprendía la confianza que le había proporcionado su contundente victoria sobre su oponente Rodolfo Hernández obtenida una semana antes. Sus respuestas, sin embargo, pesan en la sala. ¿Por qué ha tardado tanto Colombia en elegir un presidente de izquierda? ¿Le preocupa que, si usted fracasa, pueda ser el último? “Si fracaso, la oscuridad vendrá y arrasará todo”, respondió Petro. “No puedo fracasar“.

La premonición de Petro refleja la friabilidad y volatilidad del momento político. ¿Realmente el establishment colombiano –el partido del presidente saliente Iván Duque, los reguladores en el Consejo Nacional Electoral, las fuerzas armadas y los grupos paramilitares, el Departamento de Estado estadounidense y el Comando Sur– le ha dejado ganar? Durante el último medio siglo, prácticamente todos los países de América Latina han conocido una victoria de la izquierda, desde los proyectos revolucionarios en Nicaragua y Venezuela hasta los gobiernos progresistas en Brasil y Argentina. No ha sido así en Colombia. Los candidatos de izquierda que estuvieron cerca del poder –Jorge Eliécer Gaitán en 1948, Luis Carlos Galán en 1989, Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro Leongómez en 1990­– fueron asesinados. Y Petro es una excepción por poco. Durante una de sus primeras campañas como candidato presidencial en 2018, unos pistoleros abrieron fuego contra su coche tras un acto electoral en la ciudad de Cúcuta. Solo los vidrios blindados de las ventanas de su vehículo le salvaron la vida. 

El mes pasado, la Comisión de la Verdad de Colombia publicó un exhaustivo informe que documentaba un total de 450.000 muertes en el conflicto entre guerrillas y Estado, cifra que duplica con creces la estimación ofrecida habitualmente 

“El fantasma de la muerte nos acompaña”, dijo Petro a la Agence France-presse en febrero. Tres semanas antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales, Petro se vio obligado a suspender su campaña tras recibir un aviso sobre el intento de asesinato planificado por el grupo paramilitar de derecha La Cordillera. A partir de entonces, apareció en el escenario rodeado de guardaespaldas con escudos antibalas. Las amenazas de los paramilitares siguieron llegando, pero no sólo dirigidas a Petro, sino a la coalición más amplia del Pacto Histórico que lo respaldaba. En febrero de 2021, el Pacto consiguió por primera vez reunir a las fragmentadas fuerzas de centro-izquierda del país en un único instrumento electoral, que incluía a liberales y verdes, socialdemócratas y comunistas, activistas indígenas y movimientos sociales. Aprovechando la energía desencadenada por el paro nacional de 2021, cuando millones de colombianos salieron a las calles para protestar contra las reformas pro austeridad del presidente Duque y se enfrentaron a la violenta represión de la policía, el Pacto Histórico se impuso en las elecciones legislativas de marzo y se convirtió en la mayor fuerza del Congreso. Los paramilitares estaban desesperados por vengarse. Al comienzo de la campaña presidencial de Petro, los narcoterroristas de las Águilas Negras advirtieron que «los exterminaremos como las ratas que son».

Colombia
Así trata Colombia de esclarecer 50 años de guerra cruenta

En noviembre echó a andar en Colombia la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV), el organismo encargado de alimentar un “relato colectivo” en torno a más de medio siglo de conflicto armado. Marta Ruiz, comisionada del ente, explica los retos que el país enfrenta en un contexto de profunda división política y social.


Es tentador considerar estas amenazas como una intervención externa en el proceso democrático, pero la violencia ha sido durante mucho tiempo un principio estructurador de la política colombiana. Después de la guerra civil de 1948-1958, denominada «La Violencia», en la que liberales y conservadores se enfrentaron hasta llegar a un punto muerto, los dos partidos acordaron establecer el Frente Nacional: un acuerdo antidemocrático en el que el poder rotaría entre ellos, lo cual desencadenó una serie de guerras de guerrillas en las que grupos de izquierda como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) lucharon para ampliar la participación política y promover los intereses de las comunidades campesinas marginadas. Estas fuerzas, que controlaban amplias áreas de las zonas rurales del país, se enfrentaron al gobierno colombiano y a sus socios paramilitares, que regularmente atacaban y asesinaban a sindicalistas, defensores de la tierra y activistas de los derechos humanos. Sólo recientemente hemos conocido la verdadera magnitud de estas atrocidades; el mes pasado, la Comisión de la Verdad de Colombia publicó un exhaustivo informe que documentaba un total de 450.000 muertes, cifra que duplica con creces la estimación ofrecida habitualmente.

En 2016, tras años de negociaciones en La Habana, el entonces presidente colombiano Juan Manuel Santos negoció los Acuerdos de Paz con las FARC, que precipitaron su transición a la política parlamentaria bajo el nuevo nombre de Comunes (entretanto las conversaciones con el ELN se rompieron y el grupo juró seguir luchando). Sin embargo, lejos de poner fin al conflicto, ello creó un vacío en los antiguos territorios controlados por las FARC, que desde entonces han sido ocupados por los paramilitares de derecha, decididos a repudiar los Acuerdos de Paz y a continuar su guerra sucia contra la izquierda. Según el Instituto para el Estudio del Desarrollo y la Paz, más de mil trescientos líderes sociales han sido asesinados desde la firma de los mencionados Acuerdos, incluidos casi trescientos de los propios firmantes. Sólo este año se han producido más de ochenta y cinco asesinatos de este tipo, lo cual se debe en gran medida al presidente Duque, que durante la campaña electoral prometió desmantelar los Acuerdos. Aunque no pudo derogarlos oficialmente, se negó a cumplir sus estipulaciones. Una coalición de doscientas setenta y cinco ONG colombianas le acusó de “rechazar los diálogos de paz con el ELN, descuidar la lucha contra el paramilitarismo y crear condiciones para el aumento de la impunidad y la presencia de actores armados ilegales en todo el país”.

En lugar de acabar con el tráfico de drogas, las armas estadounidenses encontraron un propósito diferente: proteger los intereses de los inversores extranjeros

Esta arquitectura de la violencia política es en parte el resultado de la colaboración entre Bogotá y Washington. En la ceremonia de la Comisión de la Verdad, se hicieron públicos documentos desclasificados del Archivo de Seguridad Nacional que revelan el alcance de la complicidad de la CIA en el asesinato selectivo de trabajadores, campesinos y guerrilleros. Un informe de la CIA de 1988 recoge información de inteligencia sobre una masacre de trabajadores agrícolas sindicalizados coordinada por los militares colombianos. Otro informe de 1997 detalla la violencia paramilitar organizada por empresas petroleras privadas y patrocinada por las fuerzas armadas colombianas. Un memorando secreto del Pentágono de 2003 dirigido a Donald Rumsfeld, “Recent Successes against the Colombian FARC”, se jacta de que las unidades de comandos entrenadas por Estados Unidos “rindieron sus frutos” en forma de quinientos cuarenta y tres asesinatos selectivos efectuados sólo en los primeros siete meses de ese año.

Es la centralidad de Colombia en la historia de las estrategias reaccionarias implementadas en el hemisferio lo que hacía la victoria de Petro tan improbable y al mismo tiempo tan preñada de consecuencias

Durante la presidencia de Bill Clinton, Estados Unidos firmó el llamado “Plan Colombia” para enviar armas a los militares colombianos bajo la bandera de la Guerra contra las drogas. Su presupuesto de 7,5 millardos de dólares debía destinarse a entrenar y equipar a las fuerzas armadas colombianas para erradicar la producción de cocaína. De hecho, ocurrió lo contrario: la producción de cocaína está floreciendo en las zonas rurales: 1.228 toneladas métricas tan sólo en 2020, lo cual supone un aumento del 10 por 100 respecto al año anterior. En lugar de acabar con el tráfico de drogas, las armas estadounidenses encontraron un propósito diferente: proteger los intereses de los inversores extranjeros. La relación inversor-Estado en Colombia viene de lejos. Ya en 1928, el ejército colombiano mató a varios cientos de trabajadores de la United Fruit Company en huelga en la ciudad de Ciénaga, en lo que se conoció como la masacre de las bananas. Cincuenta años más tarde, se descubrió que la misma empresa había pagado más de 1,7 millones de dólares a un grupo paramilitar de extrema derecha para aterrorizar a las comunidades y torturar a los sindicalistas en las regiones bananeras del país. En la actualidad, estas actividades continúan en las regiones mineras, madereras y de prospección petrolífera de Colombia, todo ello con el respaldo tácito del gobierno estadounidense. Como me dijeron los miembros de la organización de derechos humanos CCEEU, «nada ocurre en Colombia sin el conocimiento y el consentimiento de los gringos».

Si la violencia política de Colombia es alimentada por actores extranjeros, también se exporta al exterior. En septiembre de 2019, dos exmiembros de las fuerzas especiales del ejército estadounidense se asociaron con exsoldados venezolanos entrenados en Colombia para liderar un fallido intento de golpe de Estado contra Nicolás Maduro. Tres meses más tarde, de acuerdo con el secretario de Defensa de Trump, Mark Esper, la Casa Blanca volvió a considerar la posibilidad de intentar derrocar a Maduro con mercenarios entrenados por Estados Unidos en Colombia. Al año siguiente, el presidente haitiano Jovenel Moïse fue asesinado en Puerto Príncipe por un grupo de exsoldados colombianos disfrazados de agentes de la DEA estadounidense. El Departamento de Defensa de Biden reveló posteriormente que varios de los mercenarios habían recibido formación militar en Estados Unidos.

Es la centralidad de Colombia en la historia de las estrategias reaccionarias implementadas en el hemisferio lo que hacía la victoria de Petro tan improbable y al mismo tiempo tan preñada de consecuencias. A finales de la década de 1980, Colombia desempeñó un papel fundamental en la obstrucción de la integración regional de los gobiernos progresistas, utilizando su poder de veto en la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) para frustrar las ambiciones de construir instituciones que disminuyeran su dependencia de Estados Unidos. Una década más tarde, al comienzo de la siguiente onda de movilizaciones progresistas, Colombia siguió siendo un saboteador comprometido de la izquierda latinoamericana. Durante las elecciones presidenciales ecuatorianas de 2021, el gobierno derechista colombiano participó en una operación de falsa bandera contra el candidato izquierdista Andrés Arauz después de que se publicara en Internet un vídeo que parecía mostrar al ELN declarando su apoyo a Arauz. El gobierno de Duque afirmó entonces haber obtenido ordenadores portátiles pertenecientes al ELN, que contenían pruebas de que el grupo guerrillero estaba financiando ilegalmente la campaña de Arauz. El Fiscal general de Colombia llegó a volar a la capital ecuatoriana para entregar estos ordenadores portátiles, sólo para que toda la historia fuera desmentida por un ornitólogo que reconoció que los sonidos de las aves registrados en el vídeo del ELN no eran nativos de Colombia. Sin embargo, el daño a Arauz ya estaba hecho. Menos de un mes después de la visita del Fiscal general de Colombia, el oponente de Arauz –el banquero y evasor fiscal Guillermo Lasso­– ganó las elecciones por menos de cinco puntos porcentuales.

Como alcalde de Bogotá, Petro suscitó la ira de la derecha colombiana tras destapar la enorme corrupción existente en el sistema de contratos municipales

La posibilidad de una intervención extranjera acechó la campaña presidencial de Petro. Durante meses, el Departamento de Estado estadounidense había manifestado su “preocupación” por la posibilidad de que Rusia interfiriera en las elecciones colombianas para ayudar al candidato izquierdista. Apenas nueve días antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales, el secretario de Defensa de Estados Unidos, Lloyd J. Austin III, recibió en el Pentágono al ministro de Defensa colombiano, Diego Molano, para anunciar un nuevo plan de “profundización” de los lazos militares existentes entre ambos países. Tres días más tarde, Biden designó oficialmente a Colombia como “principal aliado de Estados Unidos fuera de la OTAN”. Es comprensible que se lean estos gestos ejecutivos como una amenaza velada. “Colombia se enfrenta al momento más peligroso de su historia moderna”, declaró la congresista republicana estadounidense María Elvira Salazar el fin de semana de las elecciones. “Petro es un ladrón, un terrorista, y además es marxista [...]. Nosotros, en la Comisión de Asuntos Exteriores, lo decimos bien alto [...]. El comunismo es una amenaza y la mayor amenaza en este momento se verifica en Colombia”.

“No divido la política entre la izquierda y la derecha, como hicimos en el siglo XX”, dijo Petro en una entrevista el año pasado. “La política del siglo XXI está dividida entre dos grandes campos: la política de la vida y la política de la muerte”

Pero si los temores a la intervención de Putin eran exagerados, también lo eran los del «comunismo» de Petro. Nacido en el seno de una familia humilde en un pequeño pueblo del norte de Colombia, a los diecisiete años Petro se unió a otros estudiantes y activistas en la formación del movimiento guerrillero urbano M-19, donde almacenó armas robadas y ayudó a coordinar su campaña por los derechos democráticos. El M-19 alcanzó notoriedad con su toma del Palacio de Justicia en 1985, en el que los guerrilleros tomaron trescientos rehenes en el edificio de la Corte Suprema de Justicia. En 1990, el M-19 firmó un tratado de paz y se desarmó; un año después, su recién fundado partido político ayudó a redactar la Constitución del país y Petro comenzó su carrera parlamentaria en la Cámara de Representantes. En 2010, Petro lanzó su primera campaña presidencial. Sólo obtuvo el 6 por 100 de los votos, pero consiguió el premio de la alcaldía de Bogotá. Allí, en la capital del país, Petro suscitó la ira de la derecha colombiana tras destapar la enorme corrupción existente en el sistema de contratos municipales. El presidente Santos intentó destituirlo, alegando “errores administrativos” en el sistema de recogida de basuras, para restituirlo un mes después por orden de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. “Durante mi mandato tuvimos los niveles de empleo más altos jamás vistos en Bogotá, así como elevados niveles de inversión extranjera”, dijo Petro al Financial Times. “Los inversores extranjeros no se asuntan sólo porque el alcalde se llamara Gustavo Petro”. Petro ha confesado haber “estudiado a Marx con cierta profundidad”, pero su programa presidencial se despojó de este radicalismo para centrarse en reformas socialdemócratas básicas relacionadas con los servicios de salud, la educación y las pensiones. (En todo caso, cuando se trata de filosofía, Petro dice: “Me alejo de la dialéctica y prefiero a Foucault”).

Durante años, los inversores en Colombia habían advertido de la existencia de una “cláusula Petro” especial en sus contratos, que estipulaba su intención de incumplir sus obligaciones y huir del país si Petro ganaba la presidencia. Su campaña de 2022 trató de calmar sus nervios. El 18 de abril, Petro convocó a los periodistas a una notaría donde firmó un juramento en el que se comprometía a no realizar “ningún tipo de expropiación”. Posteriormente, comenzó a tuitear informes del Bank of America que legitimaban su programa de gobierno, junto con los avales de Noam Chomsky y Slavoj Žižek. Este fue el punto de encuentro ideológico que llevó a Petro al poder. “No divido la política entre la izquierda y la derecha, como hicimos en el siglo XX”, dijo Petro en una entrevista el año pasado. “La política del siglo XXI está dividida entre dos grandes campos: la política de la vida y la política de la muerte”.

No hay representante más poderoso del primer campo que Francia Márquez. Criada en el empobrecido municipio tropical de Yolombó, Márquez ha participado activamente en la lucha contra el extractivismo desde los trece años, cuando se unió a la exitosa lucha contra las corporaciones mineras que pretendían desviar el río Ovejas, que sostenía su comunidad. En 2014, cuando los mineros, respaldados por los grupos paramilitares, descendieron sobre su región en busca de oro, organizó una marcha de mujeres desde las altas montañas del Cauca hasta la capital, Bogotá. El gobierno federal la calificó de “amenaza para la seguridad nacional”, pero la marcha continuó y sus participantes establecieron un campamento frente al Congreso hasta que consiguieron una reunión con el viceministro. “En nombre del desarrollo nos esclavizaron y ahora en nombre del desarrollo nos expulsaron de nuestras tierras”, dijo Márquez a los manifestantes. Ese diciembre llegó a un acuerdo con el gobierno para desmantelar la minería ilegal en la región y crear grupo de trabajo especial para combatir su aumento en todo el país.

En 2022 Márquez anunció su candidatura a la presidencia en la Convención Nacional Feminista. En las primarias presidenciales del Pacto Histórico que siguieron, Márquez obtuvo más de 750.000 votos, asegurándose su lugar en la candidatura de Petro. Entre ambos y presentándose juntos cubrían un terreno considerable para lanzar el Pacto Histórico en todo el país. A menudo oí la misma palabra para describir su candidatura entre los activistas: «encarna», tanto literal como figurativamente, las luchas contra la esclavitud, el colonialismo y la explotación. No es de extrañar que Márquez se enfrentara a tantos abusos racistas y clasistas a lo largo de la campaña. ¿Qué podría ser más ofensivo para la sensibilidad colonial de la clase suburbana colombiana que una antigua trabajadora doméstica entrando orgullosa en la Casa de Nariño? Pero durante la noche del computo electoral, los «nadies» –el cariñoso apelativo de Márquez para referirse a los colombianos marginados– superaron en votos a sus élites. Los índices de participación se dispararon el 5, el 6 y el 7 por 100 en las regiones del Pacífico, el Caribe y la Amazonia de Colombia. En un país dominado durante mucho tiempo por las ciudades del corazón andino, estas elecciones señalaron el ascenso de las periferias. 

En los días previos a la vuelta final, Petro abandonó los grandes actos de campaña para centrarse en estas regiones olvidadas. Pasó la noche en casa de un pescador, cortó caña de azúcar por la mañana, recogió café por la tarde y compartió una copa con camioneros y taxistas la noche siguiente. Todo ello contrasta netamente con su oponente, Rodolfo Hernández. Septuagenario bien dotado de bótox e injertos capilares, Hernández se presentó como un magnate de la construcción tan rico que nunca podría ser corrompido por un cargo político, afirmación socavada por la investigación en curso sobre su corrupción como alcalde de Bucaramanga, donde se había construido un personaje político basado en el ingenio rápido, el mal genio y la lealtad absoluta a las reformas neoliberales. (“Era el verdugo de los trabajadores”, comentó un sindicalista a The New York Times).

Hernández, un sujeto dado al autobombo y propenso a las meteduras de pata, que una vez dijo a un entrevistador “Soy seguidor de un gran pensador alemán llamado Adolf Hitler”, no había sido la primera opción del establishment. El exalcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, se había asegurado el respaldo de la totalidad de los partidos tradicionales; sin embargo, su reputación como sucesor ungido de Duque, junto con su falta de carisma y su programa político poco convincente, sellaron su derrota en la primera vuelta, donde sólo obtuvo el 23 por 100 de los votos. La responsabilidad de mantener a Petro fuera del gobierno recayó, por lo tanto, en Hernández, que se negó a conceder entrevistas, asistir a debates o celebrar mítines. En su lugar, confió en un joven gestor de redes sociales y en un programa informático llamado Wappid, que utiliza técnicas de marketing características de los esquemas de Ponzi para registrar a sus seguidores y activar sus redes de Whatsapp. Hernández “no llena las plazas públicas”, declaró con orgullo el director general de Wappid. “Él va y crea su red, y la red hace el trabajo por él”. 

Diez días antes de las elecciones, Hernández llevó este absentismo al extremo de abandonar el país. “Por mi seguridad [...] he tomado la decisión de cancelar todas mis apariciones públicas de aquí al día de las elecciones”, dijo de camino a Miami, Florida. El momento de su salida, sin embargo, tuvo menos que ver con las preocupaciones de seguridad que con las prioridades de sus aliados conservadores de despejar el camino para efectuar su último intento de sabotear a Petro. Apenas dos días después, se filtró a la prensa un enorme alijo de grabaciones secretas de reuniones privadas de la campaña de Petro. Rápidamente bautizada como los “Petrovideos”, la filtración supuestamente exponía varios delitos y faltas del Pacto Histórico. En la semana previa a la votación, la prensa de derecha publicó una serie de noticias que esperaban escandalizar a la opinión pública. “Colombia nunca había vivido un escándalo de la magnitud de los ‘Petrovideos’ en sus campañas presidenciales”, escribió la derechista revista Semana sobre su propia primicia.

Pero el contenido de las grabaciones era menos sensacionalista que su presentación. Se habló mucho, por ejemplo, de una reunión de campaña en la que la esposa de Petro lo calificaba de “terco”. Este fue un caso del cuento de Pedro y el lobo: publicaciones como Semana habían calumniado a Petro tantas veces a lo largo de los años ­–insertando su rostro mediante Photoshop sobre la cara de criminales, cocinando acusaciones de terrorismo contra él– que la opinión pública se mantuvo en gran medida impasible. (Durante la campaña de Petro en 2018, Semana llegó a reproducir el rumor de que la actriz porno Mia Khalifa era, de hecho, hija del candidato). Hernández regresó al país justo a tiempo para que un Tribunal Superior colombiano emitiera un fallo en virtud del cual ambos candidatos debían participar en un debate presidencial para exponer sus propuestas políticas. Tras negarse a hacerlo, su reputación no se recuperó. Petro se convirtió en el candidato de la transparencia, mientras que Hernández parecía escurridizo y evasivo.

En los días siguientes a su elección, Petro convocó lo que llamó un “Gran Acuerdo Nacional” para establecer el nuevo rumbo para el país

A las 4:20 horas de la tarde del pasado 19 de junio –apenas veinte minutos después de que comenzara el recuento de votos– Petro sabía que había ganado. La participación récord en las regiones más pobres del país coincidió con la disminución de la participación en los centros conservadores. Hernández se vio atrapado en una pinza fatal: para presentarse como un insurgente populista, necesitaba distanciarse del establishment y rechazar sus ofertas formales de coalición, concurriendo a las elecciones como un candidato independiente respaldado por una alianza “anticorrupción” establecida a toda prisa. Sin embargo, para ganar también necesitaba reunir en gran número a los partidarios de los principales partidos de derecha a fin de compensar la base galvanizada de la campaña de Petro-Márquez. Este acto de equilibrio requería un nivel de acumen estratégico que Hernández simplemente no poseía. Su destartalada coalición no podía competir con el Pacto Histórico, construido con cuidado y esfuerzo durante sus años en la oposición.

Petro se prepara ahora para tomar las riendas del gobierno con tres prioridades programáticas: “paz, justicia social y justicia medioambiental”. Espera convocar un nuevo proceso internacional que pueda cumplir con la promesa de los Acuerdos de Paz de 2016, llevando a la guerrilla, a los paramilitares, a los campesinos y a las fuerzas armadas de nuevo a la mesa de diálogo para negociar los términos del desarme y la distribución de la tierra. También tiene previsto aumentar los impuestos que gravan a la élite colombiana para apoyar las pensiones, las políticas de bienestar social y la educación universitaria gratuita, así como encaminar a Colombia hacia una transición decenal de abandono de los combustibles fósiles y construir una estrategia exportadora basada en la legalidad, la sostenibilidad y la viabilidad económica. “Nuestros tres principales productos de exportación son veneno”, ha dicho Petro sobre el carbón, el petróleo y la cocaína. Su promesa es sustituirlos por industrias de alto valor añadido y cultivos de marihuana, y hacerlo rápidamente: “Las reformas se hacen en el primer año o no se hacen”.

Se trata de una agenda ambiciosa para cualquier presidente, pero será especialmente difícil de llevarla a cabo en un país con una coalición minoritaria en el Congreso, una derecha fuerte y recalcitrante, una élite empresarial encumbrada y una red paramilitar bien armada. Como informó la agencia de calificación crediticia Fitch Ratings con un suspiro de alivio: “El marco político general de Colombia permanecerá intacto, porque es probable que los controles y equilibrios institucionales impidan la radicalización de las políticas públicas. Un banco central independiente y un sistema judicial autónomo también proporcionarán controles y equilibrios al poder ejecutivo”. La apuesta de Petro es sentar a la mesa a todos sus oponentes. En los días siguientes a su elección, Petro convocó lo que llamó un “Gran Acuerdo Nacional” para establecer el nuevo rumbo para el país. En este pacto ha acogido a rivales del Partido Conservador y del Partido de la U, estrechando la mano de figuras como Hernández y el expresidente Álvaro Uribe. También ha nombrado un equipo de transición con candidatos ministeriales provenientes de la izquierda, del centro y de la derecha conservadora. Si la coalición del Pacto Histórico requirió un cruce ideológico, los planes de gobierno de Petro llevarán esta táctica aún más lejos.  

Los aliados del presidente electo presentan estos gestos interpartidistas como muestras de fuerza. Los críticos los califican de clientelismo disfrazado de diplomacia. La verdadera cuestión es si funcionarán. Incluso si el Acuerdo Nacional no se desintegra, no está claro qué tipo de concesiones tendrá que hacer Petro para sobrevivir en un entorno político tan hostil. El baluarte más eficaz contra la capitulación es el movimiento popular que llevó al Pacto Histórico al poder, que seguirá luchando contra el extractivismo y la violencia paramilitar en toda la periferia del país. Sin embargo, esta lucha no puede tener éxito sin aliados internacionales que se opongan a los intentos de Estados Unidos y sus aliados de neutralizar la presidencia de Petro y asegurar sus rentas procedentes de los recursos naturales. Durante siglos, los escombros se han acumulado en Colombia: los muertos y desaparecidos, los “nadies” dejados de lado en el curso de su desarrollo desigual. Ahora, por fin, llega una tormenta desde el paraíso. La tarea de la izquierda, al lado de Petro y del Pacto Histórico, es garantizar que la tormenta no traiga la oscuridad y lo arrase todo.

Sidecar
Artículo original: Petro's premonition, publicado originalmente por Sidecar, el blog de la New Left Review y traducido con permiso por El Salto. Ver más Juan Carlos Monedero, «Francotiradores en la cocina» NLR 120.
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