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Análisis
Del egoísmo voluntario a la “obligación” de solidaridad: el tabú del dinero en los movimientos sociales
En La razón neoliberal, una impresionante investigación sobre las economías populares en Buenos Aires, Verónica Gago acuña el concepto de neoliberalismo desde abajo. Con ese término, Gago conseguía captar la contradicción existente entre unos gobiernos denominados posneoliberales que “por arriba” lanzaban políticas contra la desigualdad, y una sociedad “por abajo” donde estaban cuajando pragmáticas de cálculo propiamente neoliberales: por ejemplo, con la extensión del consumo a crédito, con los múltiples mecanismos formales e informales de endeudamiento, y en general, con lo que se ha dado en llamar la financiarización de la vida cotidiana.[1]
A partir de investigaciones como las de Gago, algunas preguntas importantes nos interpelan en nuestro propio contexto: ¿hasta qué punto las lógicas neoliberales del cálculo —y más específicamente, del cálculo individualista— nos moldean en nuestras acciones económicas? ¿Cuánto han permeado los comportamientos económicos egoístas en la sociedad en general, y más en particular, en los de quienes militamos por transformar el capitalismo? O formulado más en positivo: ¿cómo podríamos revertir estas tendencias desde abajo, y construir formas de solidaridad material más ambiciosas que, sobre todo, nos permitan enfrentar las crisis que ya están aquí? ¿Qué sería entonces lo opuesto a la cultura económica del “neoliberalismo desde abajo”?
Si el keynesianismo desde arriba organizó desde el Estado un sistema de redistribución y Seguridad Social podríamos imaginar un keynesianismo “desde abajo” en el sentido de un sistema de redistribución y Seguridad Común organizado desde los movimientos de base
Liberales, egoístas, y estúpidos
Si asumimos la clásica contraposición, al neoliberalismo desde abajo podríamos oponerle una suerte de “keynesianismo desde abajo”. El keynesianismo “desde arriba” es bien conocido: en su astuta argumentación, Keynes trató de convencer a los empresarios liberales de la bondad de las políticas socialdemócratas a partir de la idea de que tales políticas irían en su perjuicio si y sólo si actuaban como empresarios aislados dirigidos a su máximo beneficio con el mínimo gasto. Pero según Keynes, si una proporción del beneficio de todos los empresarios individuales se destinase a la inversión pública (vía impuestos) y al consumo (vía subida salarial), saldrían ganando no solo los consumidores, sino también el conjunto de los capitalistas que, de paso, contrarrestarían la pulsión comunista y la lucha de clases mediante la integración obrera en la clase media. Es decir, Keynes invitaba a los empresarios a actuar como sujetos colectivos, defendiendo que el resultado sería un “win-win”. O en palabras más llanas, concebirse como empresarios individuales no solo es que fuera sociológicamente cuestionable, sino que además era económicamente estúpido.[2]
Si el keynesianismo desde arriba organizó desde el Estado un sistema de redistribución y Seguridad Social —como bien sabemos, sobre la base de un movimiento obrero masivo que participó profundamente en ese Estado— podríamos imaginar un keynesianismo “desde abajo” en el sentido de un sistema de redistribución y Seguridad Común organizado desde los movimientos de base que contribuyese a reorganizar nuestros consumos aislados, de manera que invirtamos cada vez mayores proporciones de nuestros recursos individuales en instituciones que cubran cada vez más nuestras necesidades colectivas —de ello hablaremos más abajo—. Porque seguir operando como individuos egoístas no solo es moralmente sancionable, sino además económicamente estúpido, si se nos permite hacer esta interpretación heterodoxa del bueno de Keynes.
Impuestos, crowdfundings, y taxpayers
Otra importante herencia del keynesianismo desde arriba en nuestra cultura económica aparece en las habituales discusiones sobre los servicios públicos, en las que pocas personas con conciencia social se oponen a que el Estado nos “imponga impuestos”, ya que sirven para financiar la sanidad y la educación —o el ejército y la policía, podríamos añadir—. Sin embargo, es curioso que en la cultura económica de los movimientos alternativos nos resultaría excepcionalmente extraño, sino hostil, que en nuestro colectivo nos “impusiéramos impuestos”, ya que nuestros modelos habituales de financiación se basan en formas de consumo fundamentalmente “libres” —como fiestas, camisetas, comidas, chapas, etc.— o en sistemas de cuotas “voluntarias” —como mecanismos de suscripción, socias o campañas de crowdfunding—.
De este modo, resulta paradójico que, por un lado, a una institución tan poco democrática como es el Estado le otorguemos tanta legitimidad para “meternos la mano en el bolsillo” —en la conocida metáfora anarcoliberal— mientras que a los propios colectivos que hemos construido con nuestras propias manos no les consentiríamos que nos “obliguen” económicamente a casi nada. Igualmente, es llamativo que exijamos con tanta pasión una mayor progresividad fiscal al Estado, pero en nuestras propias asociaciones rara vez proponemos —y mucho menos “exigimos”— una progresividad en las contribuciones ligada a renta, clase o potenciales herencias que, en general, suponen cantidades muy pequeñas al menos en comparación con la proporción de impuestos que con toda naturalidad asumimos que debemos pagar [3]. Pero frente a la defensa anarcoliberal del libre egoísmo de los taxpayers, aquí defenderemos lo que podríamos denominar una obligación de solidaridad no estadocéntrica.
La “obligación” de solidaridad
No es casualidad que, dentro de los movimientos de base, la gran excepción en este sentido sean los sindicatos de ámbito laboral, donde las cuotas de afiliación no son nunca voluntarias, y tampoco a día de hoy a nadie se le ocurriría cuestionar su obligatoriedad para quienes cobran regularmente un salario. Además, la cuantía de las cuotas no es homogénea sino que suele ligarse a cada categoría y situación laboral. Si rebuscamos en la genealogía de esta cultura económica sindical, múltiples referencias explican el fuerte arraigo del común de los obreros, por ejemplo, como cuentan Christian Laval y Pierre Dardot: “No hay solidaridad sin obligaciones morales y jurídicas que la impongan… Esta obligación de solidaridad supone una disciplina colectiva que los sindicatos explicitan a veces de forma muy precisa… Es mediante estas reglas de obligación mutua impuestas por sus organizaciones como los obreros forman, no sólo una clase sino una sociedad” [4] (las cursivas son mías)
Como puede verse, es paradójico que los términos “obligación” o “imposición” que asumimos pasivamente cuando vienen del Estado, en cambio, si vinieran de nuestros propios colectivos nos sonarían tremendamente hostiles, a pesar de que se encuentran en las raíces históricas de la solidaridad de clase. Así, tal y como explicaban Laval y Dardot, en la sociedad obrera —como en cualquier sociedad imaginable, a excepción de la capitalista— la solidaridad colectiva es fundamentalmente una “obligación” porque sería inconcebible como mera “opción” o “elección”. La solidaridad era obligatoria sencillamente porque ser esquirol en una huelga no es una opción si en ella todos nos jugamos nuestro futuro; la insolidaridad individual no es una elección si compartimos el principio esencial de que cada cual debe aportar según su capacidad; la solidaridad, en fin, no puede ser más que una obligación como lo es compartir la comida entre quienes nos sentamos a comer en la misma mesa.
Para agrietar y revertir la cultura económica neoliberal, lo que estamos proponiendo es actualizar nuestras prácticas de (p)redistribución material, que podemos llamar keynesianismo desde abajo, economía de lo común, o sencillamente, apoyo mutuo
Por tanto, para agrietar y revertir la cultura económica neoliberal, lo que estamos proponiendo es actualizar nuestras prácticas de (p)redistribución material, que podemos llamar keynesianismo desde abajo, economía de lo común, o sencillamente, apoyo mutuo. Como es bien conocido, el mutualismo es la lógica de reciprocidad que subyace a lo que históricamente fueron las llamadas sociedades de “socorro mutuo” [5] —que son el germen organizativo tanto de las aseguradoras como de la Seguridad Social estatal— y más en general, de las infinitas estrategias e instituciones de autodefensa y autotutela desarrolladas por el sindicalismo, por el cooperativismo, y por cualquier movimiento que haya logrado sostenerse como tal a lo largo de la historia.
En un caso pequeño pero cercano, este debate se nos está abriendo en el Centro Social La Villana de Vallekas después de que el pasado enero decidiéramos afrontar el proceso de compra de un local. Tras diez años de un alquiler financiado por ya más de 300 socias, hemos decidido hipotecarnos e invertir colectivamente un monto de unos 600.000 euros. Todo ello, además, con un enorme trabajo organizativo —en el que tenemos puesta muchísima ilusión, gracias—. Y a partir de esta apuesta, se nos están abriendo grandes preguntas: ¿podemos seguir reproduciendo el centro social con el mismo sistema de socias y donaciones discrecionales y “voluntarias” con el que hemos funcionado los anteriores años de alquiler? Si colectivamente hemos decidido dar un salto con un alto coste económico y un gran compromiso a futuro, ¿no deberíamos también dar un salto en los mecanismos de nuestra propia financiación? Y más ambiciosamente, ¿podría esta apuesta servirnos para contribuir a transformar la cultura económica neoliberal que en buena medida nos atraviesa también dentro de los movimientos sociales? Porque como muy bien nos ha explicado Gago, el neoliberalismo no es una cosa ahí “arriba” que se nos impone como víctimas, sino que siempre es mucho más ambivalente y de nuestras propias prácticas también depende su concreta transformación.
Por un “deseo de obligarnos”
En conclusión, tenemos que reconocer autocríticamente que también en nuestros propios movimientos a menudo nos han permeado algunas ideas de “cálculo” y de “libertad” fuertemente individualistas, lo que, sin duda, es una de las causas de nuestras relativas debilidades para enfrentar la complicada situación política que nos viene.
Sin embargo, y a pesar de la cierta nostalgia que podría desprender el relato anterior sobre la vieja solidaridad obrera, tenemos que seguir pensando de manera más compleja la dicotomía simple entre voluntad individual y obligación colectiva: porque tampoco querríamos hacer aquí una apología de las “obligaciones” por fuera de la potencia que también existe en muchos de nuestros deseos de libertad. Porque, ¿desde dónde, cómo y a quién vamos a “obligar” a qué?
No somos ya perfectamente conscientes de que un anticapitalismo mínimamente solvente no se sostendrá con unos “granitos de arena”, unos ratitos del tiempo “libre”, y un 1% de nuestros sueldos dedicados a cuotas “voluntarias” y crowdfundings?
Podría parecer paradójico pero, ¿no estamos en una época en la que anhelamos un cierto “deseo de obligarnos”? En una época de dispersión desorganizada, desorientación política e incertidumbre cortoplacista, ¿no sería en cierta medida liberador que democráticamente nos “autoimpusiéramos” algunas reglas más estables para comprometernos más —económicamente, y en general— con los espacios comunes que tan vitales nos resultan para sostenernos? Si realmente nos creemos lo que decimos, y si realmente deseamos —y dependemos de— las infraestructuras compartidas, ¿por qué no nos “obligamos” colectivamente a mucho más? ¿No somos ya perfectamente conscientes de que un anticapitalismo mínimamente solvente no se sostendrá con unos “granitos de arena”, unos ratitos del tiempo “libre”, y un 1% de nuestros sueldos dedicados a cuotas “voluntarias” y crowdfundings?
Para cabalgar la próxima crisis —surfear la ola, aguantar el tirón… usad la metáfora que queráis—, tendríamos pues que comunizar, colectivizar, socializar —usad el verbo que queráis— cada vez más porciones de nuestras propias vidas: concretamente, más horas de “mi” tiempo, más carga de “mi” trabajo, más aportaciones de “mis” ingresos y “mis” ahorros, más donaciones de “mis” propiedades. Porque si todos lo hacemos, no hacerlo es estúpido, nuestra riqueza será mucho mayor, tendremos muchos más recursos para defendernos, y sobre todo, viviremos mejor.
Con todo, hay que evitar sin duda que nos flagelemos a priori como seres intrínsecamente egoístas ni podemos esperar que repentinamente se produzca un proceso heroico de colectivizaciones; tampoco se trata de culpabilizar como “privilegiado” a quien dispone de algo más frente a quien dispone de algo menos, ni querríamos aquí alimentar una nueva guerra por “el narcisismo de las pequeñas —o no tan pequeñas— diferencias” de clase dentro de los espacios colectivos. No obstante, sería ingenuo omitir que, la otra cara de la obligación de solidaridad, son lógicamente las sanciones simbólicas o materiales hacia la insolidaridad: otro gran tema tabú sobre el cual sería conveniente reflexionar.
Se trata, en síntesis, de que si queremos estar a la altura de los tiempos históricos que vienen, si queremos tener las mínimas condiciones de posibilidad para enfrentar las crisis que ya están abriendo el mundo en canal, tenemos que avanzar y consolidar mayores niveles de solidaridad material entre “nuestra gente”, porque debemos, porque nos lo creemos, y en fin porque así lo deseamos.