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Constitución
La Constitución contra el 8-M feminista
«Siempre la lengua fue compañera del imperio»
(Antonio de Nebrija)
La realidad de la calle siempre supera al imaginario que generan las instituciones. Pero cuando los que un día la abanderaron ocupan el poder, su percepción tiende a enturbiarse. Porque a partir de entonces viven y experimentan el mundo exterior desde una pecera.
La botadura de un gobierno de coalición de izquierda llega cargada de buenos augurios y fetichismo a dosis iguales. Abre un tiempo nuevo esperanzador en las conciencias, porque es la primera vez que algo así sucede en España desde la Segunda República (aunque ahora sea con la Monarquía que Franco designó). Y encima arranca bajo el signo de un protagonismo de las mujeres indudable. Como no se cansan de recordar sus portavoces, trasponiendo cantidad en calidad, tenemos el gabinete con más ministras del mundo.
Otra cosa es que tengan el imprimatur del feminismo como pretenden algunas de sus representantes más destacadas. Lo diga la sabionda vicepresidenta socialista Carmen Calvo («perdona bonita, el feminismo no es de todas, nos los hemos currado los socialistas») o su homónima en rango en la cartera de Igualdad, la «feministra» Irene Montero, factótum de la reforma para tipificar el «sin sí es no» en el código penal que ponga coto definitivamente a las manadas y otros criminales derechos de pernada.
Hasta aquí las bondades, aun sean a la acaparadora manera. Ahora viene el trasunto fetichista que a nadie parece importar. Y es que, por encima de toda ley, intención, propuesta o deseo, como valladar contra esa lacra del homo hispanicus persiste pimpante una Constitución machista impasible el ademán. La prueba está en el voluminoso estudio de 155 páginas recién emitido por la Real Academia Española (RAE) que Limpia, Fija y da Esplendor al carácter no inclusivo de la Carta Magna. Flagrante dechado de gazapos vejatorios contra la condición femenina.
La RAE y la CE son dos de los pilares que simbolizan el mal de piedra sexista de nuestra idiosincrasia.
Una y otra, retroalimentándose en parecido afán discriminatorio, Lengua y Norma, contribuyen a perpetuar un inconsciente colectivo en el que la dignidad de la mujer es cosa superflua. Le dijo la sartén el cazo.
La Real Academia acaba de sancionar la normalidad de género que en teoría informa a la Constitución: comme il faut. Lo predica una institución que es la viva imagen de la segregación femenina. De los 45 miembros que la integran, solo 7 son mujeres. Un 16% escaso, a mucha distancia de la paridad convenida como perspectiva de equidad en las cuestiones de género. Otro tanto ocurre con el texto constitucional. Fue laborado íntegramente por un grupo de hombres, autodenominado indistintamente sin pizca de inmodestia los «padres de la Constitución» y «los siete magníficos», en representación de los principales partidos políticos de la época (Unión de centro Democrático, Alianza Popular, Partido Socialista Obrero Español, Partido Comunista de España y Minoría Catalana), igualmente liderados exclusivamente por varones.
Todo ello en perfecta sintonía con el orden entonces sociológica y políticamente establecido. La Constitución de 1978 fue un espasmo entre dos elecciones «machistas»: la mal llamada constituyente de 15 de junio de 1977 y la de 1 de marzo de 1979, ya realizada bajo la impronta constitucional. En la primera, preconstitucional, resultaron elegidas 27 mujeres, de las cuales 21 lo fueron para el Congreso (350 escaños. El 6%) y los otras 6 restantes para el Senado (247. El 2,4%). Flagrante desigualdad que tampoco rectificaron las urnas en posteriores citas. La cifra total bajó a 18 en la postconstitucional de 1979 y a 17 en la de 1982 (el 4,86%), que dieron el triunfo absoluto al PSOE.
Con tan rancios antecedentes «penales» no es extraño que la propia Constitución resultara un adefesio en cuanto a perspectiva de género se refiere. Sin asomo de guasa, y para más inri, se puede decir que la vigente Constitución está ungida de machismo lingüístico, dado que la principal subordinación por razón de género se contiene en el Título II referido a la Corona. Con una doble entrada en los artículos 57 apartado 1º y 58. En el primero, relativo a la sucesión en el trono, se prima al varón sobre la mujer (vulnerando la igualdad ante la ley y la no discriminación que garantiza el prioritario artículo 14). Postergación y veto en las capacidades políticas que persisten cuando, albarda sobre albarda, en el siguiente, donde se afirma restrictivamente que «La Reina consorte o el consorte de la Reina no podrán asumir funciones constitucionales salvo lo dispuesto para la Regencia». O sea, salvo en calidad de progenitora o como tutor. Con esta mentalidad no resulta extraño el nihil obstat de la RAE al ser consultada sobre la materia. La Reina es un cero a la izquierda, no por ser quien es sino por ser mujer.
La lingüística Eulalia Lledó, que en 2001 participó en un estudio sobre los términos machistas que aparecen en el diccionario, reveló que la RAE había obviado 28.000 entradas revisadas del informe de 4.000 páginas confeccionado, «definiciones equivocadas y lesionadoras de la autoestima de las mujeres, como las mismas definiciones de padre y madre». Argumentaba: «mientras el significado de esta última palabra es 'hembra que ha parido', el de padre es 'varón o macho que ha engendrado'. En la definición de madre se mezcla a todo tipo de hembras, mujeres y animales, además de un contenido que roza la mentira». Y resumía para general conocimiento: «el diccionario no es sexista, es más que sexista».
Pero, con todo y eso, la ofensiva de la Constitución Española contra lo que significa el 8-M feminista rebasa el ámbito de esa gramática parda por burda que sea. Tiene un anclaje estructural de mayor calado. Si tenemos en cuenta que la mitad de la población es femenina y que la Norma Suprema fue refrendada en el ya lejano 1978 por los mayores de 18 años, puede deducirse la falta de legitimidad que acompaña a esa constitución que nos gobierna sin el consentimiento de la mayoría ciudadana. Cuarenta y un años después de aquel referéndum que consagró la Transición, solo una minoría de españoles se siente jurídicamente obligada. Una cohorte de edad que únicamente obliga a los que, ellos y ellas, hoy frisen de 60 años para adelante. Los que no superan esa nota de corte, que suelen estar en el cómputo de quienes soportan las cuotas laborales que sufragan las pensiones de los mayores, no cuentan más que como meros replicantes. Lo advertía Thomas Paine como necesidad democrática: «el derecho de los que viven debe prevalecer sobre la autoridad de los muertos».