We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
15M
El sentido político de la mudez
Me quedé sin palabras. Las perdí momentáneamente, superada por lo que estaba viendo y sintiendo. Situada entre una multitud anónima, recuerdo que Sofía, que por entonces hacía un programa de radio —“Cortina de humo”, quizás influida por Ramonet—, me interpeló, en referencia a las personas concentradas en Las Setas de la Encarnación (Sevilla) a partir de las 20:00 horas, en la semana posterior a la manifestación del 15 de mayo de 2011: ¿Qué te parece todo esto, eh?, decía emocionada. ¡Fíjate cuánta gente hay...!
No recuerdo qué gesto hice, pero sí puedo reconstruir de forma relativamente nítida mi silencio, mi mudez. Todavía percibo su huella. Debió grabar un leve balbuceo, mientras yo recurría mentalmente a Crisis de palabras de Blanchard. Había perdido la capacidad... Las palabras... Las primeras que aprendí de boca de mi madre, inservibles. Las que dotaban de sentido la memoria de lucha de la familia de mi padre, desvanecidas en el aire. Sin embargo, sentía que otros sentidos, como la vista y el oído, se activaban para ayudarme a reconocer que ese momento tenía algo de nuevo y único para mí. Estaba experimentando lo que mis antepasados habían vivido y tantas veces contado: un momento político excepcional. Y en medio de una colectividad de rostro desdibujado y sin líder.
Estaba experimentando un momento político excepcional. Y en medio de una colectividad de rostro desdibujado y sin líder
Por entonces empezaba a leer a Mijaíl Bajtín en Estética de la creación verbal y quise interpretar —siempre con posterioridad— que la traducción de ese instante suponía la asunción de un tensión paradójica: el acto de traducir, de acoger en mi pensamiento, sin embargo, siempre comprendería una carga de violencia, la de reducir a categorías. El eslogan era sintomático: “¡Democracia real ya!”, y el grito una evidencia de la indignación que gobernaba —y sigue gobernando— la vida de muchas personas sin lugar social desde el cual proyectarse dignamente: “¡Que no! ¡Que no! ¡Que no nos representan!”. El diagnóstico social era sencillamente dramático. Se iniciaba el baile de la caída de las máscaras, porque el contrato social se percibía quebrado, hecho que, por contra, abría un mapa de posibilidades hasta el momento insospechado.
El debate político se coló en las aulas y se centraba en legitimidad de una mayoría social para actuar desbordando los marcos de lo decible y lo pensable
Recuerdo cómo el debate político —en torno a la cosa pública que nos concierne a todas por el hecho de estar irremediablemente obligadas a vivir en sociedad— se colaba en las aulas, en la cafetería o en los pasillos de la Universidad y se centraba en la legitimidad de una mayoría social para actuar desbordando los marcos de lo decible y lo pensable. Y lo hacía, frente a unos representantes de la legalidad descolocados por la irrupción de un fenómeno que cuestionaba la normatividad —en el sentido foucaultiano— y la naturalización del sentido común negociado en 1978.
Marina Garcés, en su Ciudad Princesa, argumentaba, acogiendo el pensamiento de Jacques Rancière en El reparto de lo sensible, que el valor de la política se afirma cuando se cuestiona dicha normatividad: “sólo hay política cuando dejamos de ser lo que representamos y dejamos de hacer lo que nos está asignado y nos mostramos capaces de una voz y de una acción que ni teníamos ni nos era legítima”. Porque la política, esgrimía Rancière, “trata de lo que vemos y de lo que podemos decir al respecto, sobre quién tiene la competencia para ver y la cualidad para decir, sobre las propiedades de los espacios y los posibles del tiempo”. De ahí la dimensión política de hacer-nos visibles como parte de un común que reclama ser reconocido por haber sufrido algún tipo de exclusión.
Esas generaciones que habían nacido en libertad, que habían sido educadas para no hablar del orden global neoliberal, se permitieron tomar la palabra en las plazas públicas y, como quien participa de un juego, comenzaron a desclasificar lo categorizado, a discutir, no sobre las políticas que mitigarían las desigualdades, sino sobre los modos de exclusión que nos definen como “desechos”, decía Bauman, por desarrollar itinerarios educativos y de vida heterodoxos, por resistirnos a la exacerbación del yo o simplemente reivindicar lo que hace humana a toda persona: el derecho a tener derechos.
15M
Un década del 15M El 15M como modo de vida
Como todo fenómeno temporal, las concentraciones se desintegraron y la vida pareció reconducirse por los cauces habituales, con nuestras rutinas institucionalizadas. No obstante, el 15M marcó un punto de inflexión en nuestra historia política inmediata, que no acaba en el surgimiento de nuevos partidos ni en la reacción que funda el neofascismo español, buscando administrar la pobreza mediante la exasperación de una identidad nacional excluyente. Frente a ello, se ha tejido un relato abierto a partir de la experimentación de poder ser —desde la diversidad sociocultural que nos contiene— en colectividad.
El 15M nos permitió repensarnos y aprender a vernos como potencia capaz de crear nuevos marcos desde los cuales gestionar la vida, que no la muerte
El 15M marcó mi primera experiencia política. La experimentación del vínculo, saber-me una y, al mismo tiempo, parte de un común, habernos permitido repensarnos atravesando las categorías que socialmente nos definen —el género, la raza y la clase— y aprender a vernos más allá de las mismas como potencia capaz de crear nuevos marcos, desde los cuales gestionar la vida, que no la muerte. Así, cuando acude el silencio hoy, ya no me asiste ningún temor ni sorpresa. Solo me preocupo de reconocer el eco de las voces en que se transfigura ese silencio. Porque en aquellas semanas perdí mis palabras, pero aprendí a encontrarme en las de otras voces. El sentido político de mi mudez era la acogida.