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Centroamérica
Historias de carretera, la Nicaragua más profunda
De nuevo la carretera se convierte en una fuente infinita de inspiración. El lugar idóneo para tomarle el pulso al país y más todavía si utilizas transporte público.
Como ocurre en otros países, en el mercado impera el deseo de supervivencia. El lugar donde cada día cientos de personas luchan por vivir una nueva jornada. Para ello, venden lo que sea -o mejor dicho lo que pueden-. A veces, resulta inevitable preguntarse cómo será la vida de todos aquellos que quizá solo traen una veintena de naranjas que la cobran a cinco pesos la unidad (ni quince céntimos la pieza). Sin embargo, además de comida y, dependiendo de las dimensiones del mercado, puedes encontrar lo que desees, lo que busques.
Una vez subes al autobús y te acomodas en él –si es que tienes la suerte de encontrar asiento e ir sentada todo el trayecto- la venta continua. Decenas de vendedores suben al autobús pregonando lo que ofrecen: enchiladitas, cuajadita fresca, “cosa de horno”, tortitas de maíz, frescos, bebidas gaseosas, elotes o incluso helados sin refrigeración cuando en el exterior hace casi 40°. Además de comida y bebida, hay quien vende pinzas y coleteros para el pelo, caramelitos para la garganta o incluso medicamentos. En ocasiones, se apea un vendedor al estilo teletienda y expone su mercancía con una excelente elocución, explicando cuáles son las ventajas de los productos mágicos que, uno a uno, va sacando de su mochila: cuchillas de afeitar, cepillos de dientes con cerdas especiales o incluso cuadernitos para que los niños coloreen. Por supuesto, productos que se venden tres veces por debajo del precio de mercado. Lo hacen con gracia porque, de hecho, siempre logran varias ventas.
Lejos de estos esporádicos vendedores profesionales, el resto son más rapiditos y sin tanta explicación: suben al autobús, pregonan lo que ofrecen, se atraviesan el pasillo de norte a sur y vuelven a bajar por la puerta trasera en busca de otro transporte donde continuar su tarea.
En la carretera, el sonido del claxon se convierte, una vez más, en la banda sonora del trayecto. Un claxon que se usa para todo y que dependiendo del tipo de toque, de la duración o la insistencia puede significar muchas cosas. Se trata de un código completo de circulación que todo el mundo conoce y respeta. Una vez en ruta, aunque existen paradas de autobús establecidas, si deseas bajar en cualquier otro lugar -sea donde sea- solo tienes que gritar y decirlo.
Hoy es día de autobús y, por suerte, vamos sentadas. Algo que inicialmente parecía más que imposible. Como es típico en Nicaragua, el espacio dentro del bus se aprovecha hasta el final. A veces, salen asientos de donde menos te lo esperas. Por eso, el concepto de lleno es 100% real. Asientos que a veces son asientos y otras, cubos improvisados. Por eso el espacio vital no suele existir, el tránsito es continuo y el concepto de viajecito tranquilo, casi imposible.
“En cada bancada caben tres personas” ha empezado a gritar el ayudante de autobús cuando se ha dado cuenta de que en el andén había muchas más personas dispuestas a subirse de las que materialmente acogía el autocar. Como no podía ser de otra manera, una vez hemos subido todos, el autobús se ha convertido en un auténtico tetris humano. “Una pasadita hacia adelante” gritaban desde la punta invitándonos a seguir avanzando hacia el fondo del autobús. A diferencia de lo que se conoce como autobús urbano, sin apenas asientos y con mucho espacio para ir de pie, éste era un autobús de carretera con un pasillo minúsculo y asientos a derecha e izquierda. “Una pasadita hacia adelante”.
Una línea muy demandada ya que hasta que pase el siguiente hay que esperar varias horas. “Una pasadita hacia delante”. Aunque parecía que no había espacio para hacerlo. Al final, sí lo ha habido.
Es curioso, cómo a pesar del calor, los empujones, los pisotones y de tener poco -o nada- espacio vital, nadie parece inquietarse ni perder el control. Ellos, tranquilos. Una vez más, este tipo de viaje, que no es más que un mero tránsito para llegar al destino, se convierte, a veces incluso, en más interesante que el destino en sí.
He logrado apearme más tarde de lo que me hubiera gustado ya que conseguir entrar en el autobús cuando otra veintena de pasajeros también quería montarse en ese mismo instante no es tarea fácil. Cuando pensaba que sería el pasillo, de pie y aprisionada por todos los costados, mi lugar durante hora y media de trayecto, un señor ha comenzado a tocarme el brazo. Era un anciano que viajaba con su nieto y que me invitaba, arrimándose al pequeño, a sentarme con ellos. ¡Qué inmensa emoción! ¡Iba sentada al fin! Aunque eso sí, apretujada a derecha e izquierda (por un lado, el hombro del señor y por el otro, la mochila de un muchacho que estaba de pie a mi lado y que constantemente me rozaba la cara).
Lleno hasta los topes. Literal. Sin embargo, todavía queda espacio para que el ayudante de autobús se lo atravesara de norte a sur para cobrar el billete de todos los pasajeros. (Aquí, no hay apenas taquillas para comprar el boleto antes de montarte. Es una vez dentro y, sin previo aviso, cuando el encargado de cobrarlo pasa a recoger el dinero). ¿Cómo lo consigue? Es toda una incógnita.
“¿Siempre va así de lleno este autobús?”, le pregunto al hombre que llevo al lado. Asiente con la cabeza. Es precisamente el señor que me ofreció el asiento, un hombre de unos 70 años, el que interrumpe mis pensamientos. “Chica, ven acá a sentarte”. Se dirige a una muchacha joven que lleva de pie todo el camino. El hombre se levanta y le intercambia su lugar. Ahora, a mi derecha está su nieto y a mi izquierda la nueva afortunada. “¿Por qué no se le había ocurrido a nadie?” “¿Por qué no se me había ocurrido a mí?” Sin embargo, no hago nada. Simplemente me quedo ahí, en shock, después de ver un gesto que me había tocado profundamente el corazón.
Y seguimos en el autobús. Acabamos de parar. Hace mucho calor. Aquí, ningún autocar, al menos los que todo el mundo coge a diario, tiene aire acondicionado. Por eso, todos disponen de ventanillas que siempre están abiertas y por las que solo entra aire fresco cuando estamos en movimiento. Por suerte, el paisaje es sobrecogedor. Acabamos de parar e intuyo, que aunque no logro divisar la puerta, todavía siguen subiendo personas que, por supuesto, seguirán amontonándose en el pasillo.
Un niño llora, otro muchacho intenta dormir de pie encima de una mochila y yo, afortunada, todavía tengo el espacio suficiente para escribir estas líneas a tiempo real. Supongo que como siempre, un mismo viaje nunca es igual para todos. Deseo llegar pronto, aunque solo sea para que el hombre recupere pronto un espacio que voluntariamente se ha sacrificado a perder.