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Derecho a la vivienda
La pandemia bloquea la red de apoyo familiar ante los problemas de vivienda
La crisis sanitaria y social del covid-19 ha puesto en crisis el principal soporte de la población española cuando tiene un problema relacionado con la vivienda.
La red de apoyo familiar es el principal sostén de las personas que tienen problemas vinculados con la vivienda. Y la pandemia ha “bloqueado” este apoyo que permite que miles y miles de personas sobrevivan en un mercado marcadamente especulativo.
Esta es una de las principales conclusiones de la tercera edición del informe “Cuando la casa nos enferma”, un estudio de la ONG Provivienda centrado en la “relación recíproca” entre la vivienda y la salud física y mental. En esta tercer entrega, esta organización fundada en 1989 aborda la “tercera dimensión” de la salud: la salud social, es decir, las relaciones con el entorno, las redes apoyo familiares, barriales o institucionales, la exclusión, la desigualdad y los procesos de segregación vinculados con la vivienda.
Otra de las principales conclusiones del informe es que la pandemia ha hecho “más profunda la relación entre salud social y vivienda”. El confinamiento y las cuarentenas nos han obligado a “experimentar lo que implica el aislamiento social y la falta de contacto y apoyo de nuestras relaciones más estrechas”, explican en el estudio, y han “bloqueado” muchas de las funciones de las redes de apoyo tradicionales, que tan importantes son en España en relación con otros países europeos.
Entre estas redes de apoyo tradicional “bloqueadas” por la pandemia destaca con gran distancia la familiar, “el pilar fundamental sobre el que recae el bienestar de las personas” según el propio CIS
Entre estas redes de apoyo tradicional “bloqueadas” por la pandemia destaca con gran distancia la familiar, “el pilar fundamental sobre el que recae el bienestar de las personas” según el propio CIS.
Frente a este bloqueo de los apoyos tradicionales y el desborde de los servicios sociales, surgieron otras redes, según recogen los testimonios recogidos por esta organización, especialmente en el mismo bloque de viviendas o en el barrio, con la activación de grupos de apoyo mutuo, la mayoría de ellos informales.
La soledad ante los problemas vinculados con la vivienda ha sido otro de los baremos analizados en este informe. De las personas vulnerables que se encuentran “nada o poco satisfechas” con su vivienda, ocho de cada diez relatan haberse sentido solas o solos en algún momento. De las personas vulnerables que se encuentran muy satisfechas con su vivienda, este indicador disminuye a 61,9%. Lo mismo sucede con la población general, con diferencias más acentuadas, con casi 32 puntos de diferencia. “Los resultados apuntan a que existe una relación entre la insatisfacción con la vivienda y el sentimiento de soledad”, concluyen los autores del estudio.
Este sentimiento de soledad no solamente guarda relación con la insatisfacción con la vivienda sino con las propias condiciones de habitabilidad de la vivienda. Según desgrana el informe, entre las personas que habitan viviendas en un mal estado de conservación, el 84% ha manifestado haber tenido algún sentimiento de soledad, mientras que este porcentaje baja al 65% entre los que residen en viviendas en buen estado de conservación. “Este vínculo entre la salud social y la vivienda se manifiesta también en un mayor porcentaje de percepción de falta de apoyo entre los hogares en viviendas en mal estado”, señalan.
El contexto en el que llegó la crisis social y sanitaria del covid-19 difícilmente podía ser peor para las familias vulnerables y su “salud social”. Dos datos resumen lo que ocurrió en el Estado español entre 2014 y 2019, cuando supuestamente se había conseguido dejar atrás lo peor de la crisis iniciada con la quiebra de Lehman Brothers: el precio medio de la vivienda en alquiler ha aumentado un 49,3% mientras que el salario medio solo lo hizo en un 9,1%. Un desbarajuste que se traduce en cientos de miles de desahucios. Solo en 2019, según detalla el informe, se realizaron 54.000 desahucios. Una ola de desalojos que choca con la inacción institucional y un parque de vivienda pública que representa el 1,6% del total, mientras que la media europea se sitúa en un 9,3%.
Tener una vivienda —en propiedad o en alquiler— es “el primer paso” que garantiza una buena “salud social”, ya que de este hecho dependen “otras esferas de la vida tan importantes como el empleo o la salud”, dicen desde la ONG Provivienda
Para Provivienda, tener una vivienda —en vivienda o en alquiler— es “el primer paso” que garantiza una buena “salud social”, ya que de este hecho dependen “otras esferas de la vida tan importantes como el empleo o la salud”. Pero no tener un techo donde vivir es solo un reflejo de la consecuencia más extrema de esta crisis habitacional arrastrada desde 2008. La pandemia ha evidenciado algo que ya ocurría: los efectos en la salud social de las viviendas precarias e inseguras —en las que se produce violencia de género, por ejemplo— y las dificultades de tener que dedicar un alto porcentaje de los ingresos al pago de la vivienda.
Sin techo, sin vivienda
La situación de calle, para esta ONG dedicada a garantizar el derecho a la vivienda, representa “la expresión más visible de la exclusión social”, una realidad empujada por la propia naturaleza del mercado inmobiliario, por las precariedades del actual mercado laboral y un “sistema de garantía de rentas deficitario”.
Además de la falta de trabajo o ingresos, la ausencia de una red de apoyo familiar o de amistades es otro de los principales factores que influyen en que una persona termine viviendo en la calle. Según la Encuesta de Personas Sin Hogar de 2012, el 58,9% de las personas sin hogar no cuentan con amistades a las que recurrir en momentos de necesidad, un problema que se agrava en las personas de origen extranjero.
Durante la estancia en la calle, según señala el informe, las redes de apoyo de estas personas sufren importantes cambios: muchas veces se pierden las antiguas redes de apoyo, tanto familiares como de amistades, y se crean nuevas redes informales “que les permiten adaptarse a este nuevo entorno”.
Según el estudio, salir de una situación de calle se traduce a menudo en un “cambio en la percepción sobre la persona dentro del tejido social y en la autopercepción, libre en mayor medida del estigma social previo”
El vínculo recíproco entre vivienda y entorno se vuelve a evidenciar en lo que ocurre cuando una persona sin hogar consigue acceder a una vivienda a través de programas como Housing First. Según el estudio, este cambio en la situación residencial se traduce a menudo en un “cambio en la percepción sobre la persona dentro del tejido social y en la autopercepción, libre en mayor medida del estigma social previo”. Muchas veces, recuperar una vivienda propia hace que se reactiven las redes de apoyo informales previas, como las familiares.
Sin embargo, en otras ocasiones, aparecen problemas asociados con el “estigma” de haber sido una persona sin hogar. “Resulta que cuando eres una persona que ha estado en la calle los vecinos no te miran bien por el hecho de haber estado en la calle, el porqué no les importa porque no te preguntan, les da vergüenza, yo lo sé porque la gente te mira de una manera o te mira de otra”, declaraba para el estudio Laura, una de las personas atendidas por Provivienda.
En un sistema “familiarista”, como el español, donde la principal fuente de ayuda viene de la familia, “las redes formales no están lo suficientemente extendidas para ayudar a toda la población que lo necesita”, dice el informe. “Sin ellas, es muy difícil salir de la exclusión social y residencial”, concluye. Entre otras razones, porque el hecho de tener una vivienda se “presenta como un elemento imprescindible” para acceder a los servicios sociales.
El apoyo informal, inciden los autores, “aunque facilita la situación de las personas durante su estancia en calle y la adaptación, raras veces sirve para abandonar esa situación de exclusión socio-residencial”. Si esto se consigue es a través de las redes formales, especialmente a través de las institucionales.
Vivienda insegura: el enemigo en casa
“Desde 2009, he estado yendo y viniendo de casa en casa, mi marido me perseguía, me echaba pegamento a la cerradura, me cortó la luz, intentó cortarme el agua y no pudo, me ha hecho perrerías”, declaraba Francisca, de Granada, una de las afectadas que dio su testimonio para el estudio de Provivienda.
Niños y niñas desatendidos, mujeres víctimas de violencia de género se ven obligados a habitar viviendas inseguras y a tener que salir de ellas por distintas situaciones de emergencia. Entre las razones que llevan a un menor a abandonar su hogar destaca el desamparo familiar, entendido como una falta de asistencia moral y familiar que incide en la supervivencia y en el desarrollo de un niño o una niña.
En un sistema “familiarista”, como el español, donde la principal fuente de ayuda viene de la familia, “las redes formales no están lo suficientemente extendidas para ayudar a toda la población que lo necesita”
Este cambio del entorno residencial tiene un “impacto claro” para la salud social en la infancia y la adolescencia, sostienen. La principal red de apoyo, la familia, juega un doble papel: en muchas ocasiones, ha sido precisamente ella quien ha forzado la expulsión, y al mismo tiempo es el principal soporte con el que cuentan las personas una vez que superan la mayoría de edad. “El acompañamiento institucional no necesariamente implica una ruptura con el ámbito familiar”, defienden.
El principal riesgo llega con la mayoría de edad y con la salida de las distintas fórmulas de alojamiento para menores. Si no cuentan con los recursos educativos suficientes, dice el estudio, y con un apoyo familiar consistente, estos jóvenes puedan verse arrastrados a situaciones de calle o marginalidad. “Este cambio residencial brusco al alcanzar la mayoría de edad dificulta que puedan disponer del tiempo suficiente que necesitan para formarse, trabajar y empezar así una trayectoria residencial segura”, continúa el informe.
El mercado de la vivienda, especialmente inaccesible para los jóvenes, pone las cosas todavía más difíciles. Los jóvenes de 16 a 29 años deben destinar el 30,8% de su salario neto para compartir piso; el 62,4% para acceder a una vivienda en alquiler y un 94,4% para comprarla, según el Consejo de la Juventud de España. Y estos porcentajes solo hablan de medias, no de los casos más extremos, donde los trabajos, cuando los hay, son los menos cualificados y peor pagados. El 81% de los jóvenes de esta edad vive con la familia, algo que no es posible en todos los casos.
Estas situaciones, en especial las relacionadas con la violencia machista, se han multiplicado con la declaración del estado de alarma y el primer confinamiento, ante unos servicios sociales desbordados que no pudieron hacer frente “a las necesidades sociales que aparecieron”. En estos casos, la red de apoyo familiar, en especial padres, hermanos y tíos, sigue siendo crucial para que las víctimas de violencia puedan dejar de vivir bajo el mismo techo que su maltratador.
“En muchas ocasiones las soluciones que ofrecen las redes institucionales tampoco implican la integración residencial, sino una solución transitoria para hacer frente a la situación de emergencia”, señalan desde Provivienda
El papel de la familia extensa también es fundamental para las personas que se enfrentan a un desahucio, a la finalización del contrato del alquiler o la ocupación de una vivienda, otros de los factores que hacen “insegura” una vivienda para sus habitantes, según la definición de Provivienda. Según los datos de la Encuesta de Condiciones de Vida de 2018, entre las personas que tuvieron problemas vinculados con la vivienda, ocho de cada diez recurrió a las casas de amistades o familiares. Solo un 6,4% recurrió a albergues o centros de acogida, mientras que un 5,5% tuvo que dormir en la calle o en un espacio público. El 4,3%, en cambio, se instaló viviendas informales y no permanentes, como chabolas, chozas o cuevas.
Las redes de apoyo informales han sido hasta ahora las soluciones temporales a los problemas de vivienda, según concluye el informe: “En muchas ocasiones las soluciones que ofrecen las redes institucionales tampoco implican la integración residencial, sino una solución transitoria para hacer frente a la situación de emergencia, dado que las personas pasan a vivir en instituciones, centros de apoyo o refugios y, por tanto, se encuentran ‘sin vivienda’. La inseguridad de la vivienda puede tener consecuencias especialmente nefastas para la salud social y física”.
Viviendas precarias
El estado de la vivienda también influye en la salud social de sus habitantes. Según el informe, “facilitan o dificultan determinadas formas de interacción social”. El caso más extremo, explican desde Provivienda, son las viviendas ocupadas por necesidad: al no existir un contrato, las condiciones de habitabilidad de la vivienda pasan a ser responsabilidad exclusiva de la persona y muchos suministros son negados por las empresas. “En estas ocasiones se suma la inestabilidad a la situación de infravivienda dando lugar a situaciones de grave exclusión residencial”, sentencia el informe.
En otros casos menos extremos, los bajos ingresos llevan a la falta de mantenimiento y a una deficiente conservación en las viviendas, así como a las dificultades para poder mantener la vivienda templada en invierno o con una temperatura aceptable en verano.
“Se producen situaciones de trueque o intercambio gratuito de servicios, que funcionan como una red recíproca de cuidados, más allá de la familia nuclear, tomando el barrio como referencia. Dicha solidaridad vecinal se ha incrementado durante el primer periodo de confinamiento ”
En este caso, además de las redes de apoyo familiar, que vuelven a ser las más utilizadas, entran en juego las redes de apoyo informales, en especial las barriales, según el estudio: “Se producen situaciones de trueque o intercambio gratuito de servicios, que funcionan como una red recíproca de cuidados, más allá de la familia nuclear, tomando el barrio como referencia. Dicha solidaridad vecinal se ha incrementado durante el primer periodo de confinamiento en las ciudades”.
La relación directa y simbiótica entre vivienda y salud social se evidencia en las casas precarias: “Una vez mejoran las condiciones de habitabilidad, el cambio residencial tiene un impacto claro en la salud física, mental y social de quienes habitan la casa, mejorando entonces su bienestar, las interacciones en el seno del hogar y las relaciones con el entorno vecinal. El cuidado de la vivienda encuentra una correspondencia en el cuidado de la familia y el vecindario. Dicho de otro modo, se establece una especie de círculo virtuoso entre las condiciones de la vivienda y las relaciones sociales, tanto dentro como fuera de la vivienda”.
Para Provivienda, la familia “está soportando el peso de las carencias de nuestro Estado de bienestar”. Un sistema “familiarista” que comporta serios problemas y peligros: “Un sistema con excesiva dependencia en lo familiar como el español, reproduce y fomenta la desigualdad, que ya de por sí ha venido aumentando desde la anterior crisis. Sin olvidar que, en ocasiones, es la propia familia el desencadenante de la situación de crisis residencial”.