We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
La vida y ya
Pobladoras de lo posible
Los lunes voy caminando siempre a la misma hora hacia una reunión en un local que está en una calle con pocas farolas. Enfatizo en la rutina del trayecto porque es justo en ese momento cuando cierran una tienda que está a unos cinco minutos del lugar al que me dirijo. Varios metros antes de llegar ya puedo oler el aroma que se escapa por debajo de la persiana metálica que está medio bajada para indicar que el trabajo terminó por ese día. Supongo que es un olor que a la mayoría de la gente no le dice nada o, como mucho, lo asocia a una casa con despensa o a hojas de té secándose. A mí me huele a la tienda que tenía mi tía Josefina en el pueblo en la que pasé horas jugando a ser tendera cuando era pequeña. A veces la memoria se recupera por la nariz.
Aunque en ese pueblo las mañanas todavía suenan a cencerros movidos por las cabezas de las ovejas en busca de hierba y a pies que caminan sin correr, hace mucho que las calles dejaron de ser de tierra y de adoquines.
Josefa, Josefina, Josefita, según quién se dirigiera a ella, no quería dedicarse a vender garbanzos, judías y bacalao seco al peso, como hizo su padre. Ella tenía otro sueño: quería ser maestra. Quizás por eso guardó siempre los cuadernos de cuando iba a la escuela. Cuadernos con esa letra de antes en la que cada palabra estaba escrita con el esmero de quien vive el aprendizaje como un lujo.
Nació en 1923 y, después de la guerra, comenzó una dictadura que despedazó su posibilidad de estudiar y que casi consiguió silenciar las mañanas de su padre para siempre. “Apúntalas a la cuenta de falange”, decían los fascistas cuando entraban en la tienda a robar lentejas o castañas pilongas.
Josefina no pudo cumplir su sueño de ser maestra pero, quizás de su madre, quizás de ver a toda la gente que parecía que agachaba la cabeza pero en realidad no, aprendió una forma de no rendirse. Fue maestra sin título de las niñas y niños que pasaron por la tienda que ocupaba la habitación por la que se entraba a la casa.
Me gusta esta historia porque me gustan las historias de no rendirse. Aunque sé que los sueños están fuertemente condicionados por el contexto. Mi tía Josefina no soñaba igual que yo, y ambas soñamos muy diferente que Kera, una ganadera a la que le preguntaron: si pudieses pedir todo lo que quisieras, ¿qué pedirías? Y ella dijo: una vaca. No dijo dos vacas, ni cinco vacas ni un rebaño de vacas. Dijo: una vaca.
Creo que Kera vivía en un lugar donde muchas cosas que en otros lugares se consideran imprescindibles allí no lo eran. La percepción de la escasez depende de si has nacido sobre tierra o sobre asfalto. Pero también puede ser que se acostumbró a que la palabra futuro sólo llegase hasta el día siguiente y, como saben las pobladoras de lo posible, los sueños suelen aparecer cuando se tiene la posibilidad de imaginar a más largo plazo.
Quizá todo resida en eso, en buscar la manera de que todas las personas puedan imaginar un después de hoy. En reivindicar el derecho a imaginar a largo plazo, que es lo mismo que abrir las ganas a moverse para construir un futuro deseable.