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La vida y ya
Perseguir una hoja
Un rayo toca levemente el escalón de la entrada. Piedra antigua pisada muchas veces. Por pies de ahora, por pies de antes.
La calle, llena de viento, remueve el pelo de la nuca del nieto que no conoció al abuelo. Se puede ser nieto aunque el abuelo haya muerto. Aunque no se murió sino que lo mataron. No con las manos sino de un tiro.
Quizás por eso sigue volviendo a sentarse en el escalón de piedra de una calle de pueblo llena de viento.
Y una niña que pasa corriendo persiguiendo la hoja de un olmo como si alcanzarla fuera lo único importante.
Esta es una historia corta, llena de huecos. No se sabe quién le habló al nieto de su abuelo ni por qué lo extraña sin haberlo conocido. Tampoco si la niña se percata del niño sentado en el escalón mientras trata de alcanzar la hoja. (Que él la mire a ella parece casi inevitable, se mueve como si fuera capaz de anticiparse al viento).
Tampoco se sabe si lo mataron por un conflicto que creció en espiral o porque vivía en un país donde no se podía pensar en voz alta y él no quiso dejar de hacerlo (aunque yo me inclino más por pensar en esto último).
De igual modo, no podríamos afirmar si el niño pide permiso a la niña para acompañarla en la tarea de la persecución de la hoja a la que el viento mueve a su antojo o decide tratar de alcanzarla para ofrecérsela como regalo. Aunque, lo que parece seguro, es que si hiciera esto último ella le diría que sabe capturar hojas sin su ayuda, que lo difícil es perseguirlas sin rozarlas.
Hay muchas formas de contar las historias. Cada cual elige cómo hacerlo. Centrarse en la tristeza del niño o en la alegría de vivir con la boca destapada del abuelo. Decir que la niña le dio un beso cuando el niño le alcanzó la hoja o que le explicó que no tenía que presuponer que las niñas quieren ser ayudadas.
A los humanos nos gustan las historias. Escucharlas junto a los chasquidos de la leña ardiendo, leídas en un libro o contadas con música de fondo en una película. Pero, aunque hay muchas historias y muchas formas de narrarlas, tienen mucho más altavoz unas que otras. Se escuchan más las que cuentan las revoluciones imposibles y que no hay alternativa que las que hablan de formas de caminar pisando suave la tierra y de rebeldías que consiguieron transformaciones insospechadas.
También parece claro que una historia por sí misma no cambia el relato cultural. Pero muchas historias repetidas de manera incansable sí pueden hacerlo. Quizás por eso parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.
Para pensar en un futuro posible tenemos que poder construir un presente habitable y, para eso, hacen falta historias que no interrumpan nuestra capacidad de imaginar el mundo que nos gustaría.
Por eso, aunque hay muchos finales posibles, la historia del principio podría terminar diciendo que el niño, sentado en ese escalón, decidió retomar la lucha de su abuelo y de otras tantas personas de su generación. Una lucha que tenía que ver con palabras como autogestión, colectivo y apoyo mutuo. Y, según cuentan, en ese pueblo consiguieron poner en marcha el mundo que imaginaban. ¿Que cómo fue posible? Pues porque la niña que perseguía la hoja se sentó a su lado en el escalón y le contó todas las ideas que tenían las mujeres de su barrio para conseguirlo.