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La vida y ya
Sin pedir permiso
Mi abuela se murió en la habitación que está justo al lado de la que estoy ahora. Pasó tres días tumbada. En su cama. Sin hablar ni abrir los ojos. Quizás fueron más, o menos, no lo recuerdo bien. Nos cogía la mano, primero con fuerza, luego cada vez más suave. Poco a poco dejó de respirar. Tuvo una mano tocando la suya todo el tiempo.
A la otra persona que he visto morir fue a una tía abuela, muy mayor y que también murió en su cama rodeada de personas que la queríamos mucho.
Soy profesora de biología. A menudo contamos que en biología aprendemos cómo funciona la vida. Una alumna me preguntó hace tiempo por qué en las clases hablábamos de la vida y no de la muerte si forman parte del mismo proceso. Me hizo pensar esa pregunta (se la agradecí muchas veces) y, a partir de ahí, comencé a trabajar en clase algunos otros aspectos. Primero sobre cómo asumen el duelo otros animales. Después, sobre cuál es el sentido de que los seres vivos muramos. De qué implican los ciclos de la vida en los ecosistemas.
En realidad no hay nada como la muerte para entender los límites y la finitud. Entender la muerte es comprender, de alguna manera, que este planeta tiene límites, que los recursos son finitos y que los seres vivos formamos parte de los ciclos de la materia. Que las plantas para crecer necesitan que haya seres vivos que mueran y sean descompuestos por otros que aportarán a la tierra lo necesario para que la fotosíntesis pueda ocurrir.
A veces hay ideas que se asocian y te llevan irremediablemente a personas en concreto. A mí pensar en la muerte y en la finitud de los bienes naturales me llevó a Ramón. El 10 de mayo hizo doce años que murió.
Ramón Fernández Durán, compañero de Ecologistas en Acción, referente en tantas cosas, escribió una carta de despedida cuando decidió dejar el tratamiento contra el cáncer y asumir su muerte. En su carta contaba, entre otras cosas, cómo quería hacer ese proceso de fin de su vida.
La he vuelto a leer después de mucho tiempo. Sigo aprendiendo de Ramón.
La carta comenzaba con una cita de Fernando Marín, médico de la Asociación por el Derecho a una Muerte Digna, que decía:
“Morir no es sólo un instante, el cese de las funciones vitales sobre el que no podemos actuar, sino un proceso de afrontamiento de la finitud y de la fragilidad de la vida, de adaptación a la vulnerabilidad, de desapego de este mundo, al fin y al cabo el único que conocemos. Para morir en paz es necesario transitar este duro camino con tranquilidad. Es difícil, pero es posible. No se trata de pelearse contra el destino, ni de resignarse sin más a «lo que tenga que ser», sino de trascender, vivir conscientes el tiempo de vida que queda”.
Al comenzar a escribir este artículo me daban ganas de avisar de que contenía la palabra muerte varias veces, como cuando abordo este tema en clase. No lo he hecho.
Hablar de la vida, como me decía mi alumna, va irremediablemente asociado a hablar de finitud, de fragilidad y de vulnerabilidad. Y esas son tres palabras importantes para comprender lo que significa cuidar. Por eso es necesario poder hablar sobre ellas sin pedir permiso.
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De este debate, como de tantos, se han adueñado las religiones y toda esa caterva de ultras y 'defensores' de la vida y odiadores del prójimo.
Si les confrontas, qué curioso, dejan de defender la vida, en concreto la de quienes les incomodan.