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La vida y ya
No nos acostumbramos
Primera hora de la mañana. Llega tarde. No suele llegar tarde. Veo que tiene cargados los ojos de haber llorado. Primero le digo: “Pasa”. Al instante le digo: “No, espérame fuera”. Le pido al resto que comenten por parejas lo que trabajamos en la clase anterior. Salgo. “¿Estás bien?”, le pregunto. Se echa a llorar. La abrazo. Me cuenta que el día anterior en el metro un hombre restregó su pene en ella. Que había mucha gente. Que ella no se movió. Que no gritó. Que no lo empujó. Que no hizo nada. Que se siente sucia. “No hice nada”, repite una y otra vez llorando.
Otro día. Tercera hora. Una alumna se acerca antes de empezar la clase. Me cuenta que su compañera de mesa no se siente bien. Pienso que es una manera de pedirme ayuda, de decirme que su amiga necesita hablar con alguien. Le digo que podemos quedarnos las tres en el recreo para charlar. Comienza la clase. Miro a la alumna que no se siente bien. Pienso que el recreo quizás quede un poco lejos. Le digo: “Tengo que ir a por folios, ¿me acompañas?”. Una pregunta es suficiente para que me cuente lo que le tiene encogido todo el cuerpo. Habla de su familia. Habla de abusos sexuales. Habla de ella.
Hay muchas más que narran vivencias similares. No son una anécdota. No se atreven sólo a contarlas en voz alta en torno al 25N. Sé que el profesorado nos enteramos de un porcentaje pequeño (muy pequeño) de las chicas que son agredidas y, aun así, me parece un número infinito.
Sólo tengo una certeza: su dolor es mi dolor también. Su dolor es el dolor de nosotras. De todas
Cada una de las veces que las escucho siento que el aire se apelotona fuera de mi garganta y que le cuesta entrar. Sé que nunca me voy a acostumbrar a escuchar esas palabras y a sostener esos silencios.
Cada una de las veces que las escucho sé que la única manera de continuar el día es compartiendo todo esto con otras personas. Pensando qué podemos hacer en ese caso concreto de esa alumna que no es un dato estadístico sino un nombre con un cuerpo que vemos cada día de lunes a viernes.
El dolor, su dolor, el de todas, es difícil de describir. Son adolescentes. Sólo tengo una certeza: su dolor es mi dolor también. Su dolor es el dolor de nosotras. De todas. Es nuestro dolor. Un dolor que era demasiado ya hace mucho tiempo. Un dolor que es intenso. Penetrante. Agudo. Profundo.
Ese dolor, incluso cuando parecía más testarudamente inmutable, sirvió para que muchas mujeres desobedecieran, para que encontraran la manera de resistir
Un dolor provocado por todas las cosas que siguen tiradas por el medio. Rasgando nuestros cuerpos. Provocando moratones. A veces grandes. A veces pequeños. Y es justo ese dolor que no es sólo mío, ni sólo suyo. Ese dolor que es nuestro. El que pone de manifiesto que nunca nos vamos a acostumbrar a los pellizcos y los golpes y las palabras arrojadas contra el cuerpo de cualquiera de nosotras. No lo vamos a normalizar porque duele. Nos importa porque duele.
Ese dolor, incluso cuando parecía más testarudamente inmutable, sirvió para que muchas mujeres desobedecieran, para que encontraran la manera de resistir, para que se organizaran, para que, juntas, lo vencieran.
Transitamos los días en medio de todo lo que sigue por ahí tirado, eso que parece inamovible hasta que, juntas, tomamos la convicción de que no queremos vivir esquivando golpes.
Y, entonces, ya no hace falta preguntar: ¿me crees?, porque ya sabemos que nos creemos.
Venga quien venga. Esté quien esté dando las órdenes al mundo, contamos con la certeza de que nosotras, quizás no todas, pero sí muchas, nunca nos vamos a acostumbrar a lo que nos duele.