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La vida y ya
Fuegos artificiales
Desde pequeña me han encantado los fuegos artificiales. Tienen una belleza sutil que sublima y desaparece cuando todavía no te has cansado de mirar. Estábamos sentadas en un parque desde el que se veían las luces de la ciudad dormida cuando se lo comenté. Ella me miró: “Pero ya no te gustan, ¿no?”. Yo la miré: “¿El qué?, ¿los fuegos artificiales?”. Y ella: “Sí, los fuegos artificiales”. Y yo: “Claro que me siguen gustando”. Y ella: “¿Pero se puede ser ecologista y que te gusten los fuegos artificiales?”.
Yo nunca había pensado que por ser ecologista tuviera que colocarme de espaldas al cielo oscuro llenándose de luces (estoy segura de que si lo tengo de frente sería imposible mantener los ojos cerrados). El ecologismo que conozco tiene bastante más que ver con disfrutar la vida que con sufrirla. Creo que por eso trata de cuidarla, para que no se rompa.
Es verdad que cuando comencé a participar en un grupo ecologista me sorprendí con algunas cosas. Me asombraba, por ejemplo, que hubiera tanta gente que se sabía el nombre de los pájaros. De mogollón de pájaros. Conocer las especies de aves y saber identificarlas me parecía algo poco relevante. Después comprendí que nuestra vida depende de las vidas de los otros seres vivos con los que compartimos el planeta. Que nuestra vida depende de esas otras vidas. Y que, por eso, hay personas a las que les gusta saber sus nombres. Conocerlos, reconocerlos. Al tiempo de estar participando ya fui perfectamente consciente de la conexión entre un estornino, un alcornoque y yo. No sé cómo tardé tanto en ser consciente de algo tan importante.
Y así aprendí a conectar lo que antes me parecían partes sueltas. Aprendí a fijarme en los detalles. A mirar cosas que parece que no tienen importancia. Detalles que tienen que ver no solo con lo que se considera más estereotipadamente ecologista, como mirar la forma en la que vuelan las golondrinas.
Aprendí a fijarme en cosas pequeñas. En detalles como la manera que tenía Max de colocar los bolsos que vendía sobre una manta blanca en la calle. Siempre perfectamente alineados. Filas impecables sobre la manta con cuerdas que la cruzaban de esquina a esquina para que, cuando venía la policía, pudiera salir corriendo optimizando la recogida en el menor tiempo posible. A esos detalles me refiero. A colocar los bolsos perfectamente ordenados sobre la manta una y otra vez. Una y otra vez. Y no ceder. Aunque la policía podía aparecer en cualquier instante. No ceder en la importancia de los detalles. Aunque suenen pequeños ante la inmensidad del mar. De la noche. De las olas. De las que no consiguen llegar. No ceder. No dar cabida a que todo dé igual. Y colocar los bolsos perfectamente alineados. Eso aprendí del ecologismo.
Eso aprendí, que no es en vano lo que hacemos cuando nos juntamos para construir otra forma posible de vivir
Aprendí también que no todo da igual, que las cosas que hacemos quedan registradas en algún lugar. Eso aprendí, que no es en vano lo que hacemos cuando nos juntamos para construir otra forma posible de vivir. Y aprendí también que hay que tomar partido, implicarse, participar y, a la vez, tomarse el tiempo para colocar los bolsos perfectamente alineados, sin importar cuándo llegará la policía a desalojar la calle.
La otra tarde, después de una asamblea, fuimos a ver atardecer a un río. Había bandadas de estorninos volando. “Mira —me dijo un amigo—, parecen fuegos artificiales cuando vuelan todos juntos”.
Permanecimos en silencio un rato.
Sí, es verdad, aunque los fuegos artificiales no consiguen esa sincronía perfecta enredada en medio de un movimiento aparentemente caótico. Seguramente se deba a que los estorninos vuelan juntos porque se necesitan unos a otros y las gotas de luz de los fuegos artificiales se desvanecen en motas imperceptibles sin ninguna consecuencia sobre todo lo demás.