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La vida y ya
Al final del tobogán
Recuerdo la primera vez que me tiré sola por un tobogán. Era de esos metálicos que había antes y, aunque siempre me han gustado las alturas, me daba miedo lanzarme sin tener la certeza de que abajo estuvieran unos brazos dispuestos a parar el impulso. El tobogán tenía ocho escalones en los que no quedaba apenas nada de pintura amarillo mostaza.
Había subido por la escalera sin asegurarme de que abajo habría alguien esperándome y, detrás de mí, llegaron otros dos niños que no comprendían por qué estaba allí sentada sin lanzarme. Me dio vergüenza decirles que tenía miedo. Me dio más vergüenza que miedo. Y me tiré. Sin brazos al final de la rampa que frenasen el impulso. Sin cerrar los ojos. Y llegué.
Lo mejor no fue darme cuenta de que había conseguido tirarme sola, ni que podía hacerlo sin tener que estar pendiente de que alguien me parase, ni haber llegado sin un rasguño. Lo mejor fue descubrir que lo que más me gustaba del tobogán era la sensación de velocidad cuando nadie te frena. Lo que ocurre al final de la rampa. No paré de tirarme en toda la tarde. Una y otra vez. Todavía me siguen gustando los toboganes.
A veces es así de simple, alguien que te empuja a hacer algo. Alguien que no tiene intención de empujarte, o sí, pero en realidad da igual, porque lo importante es que coges el impulso y haces algo que no te atrevías. A veces ocurre así. Aunque sabes que no eres de esas mujeres que siempre conocen qué hacer. Que si es un día de lluvia saben si basta con algo para tapar la cabeza o será necesario un paraguas o dará igual cualquier cosa porque te vas a empapar de todos modos. Sabes que tú dudas mucho más, como cuando estabas subida arriba de ese tobogán. Pero sabes también que a veces basta con un pequeño impulso. Basta con tener ganas de tirarte y probar a ver qué pasa.
Ganas de tirarte para que dejen de desmoronarse tantas cosas importantes. Ganas de tirarte y gritar antes de que todo se rompa más. Unas ganas que eran demasiadas hace tiempo.
Ese día me podía haber quedado sentada arriba del tobogán, porque me gustan las alturas y porque conseguir llegar abajo sin hacerme daño no estaba garantizado. Tratar de conseguir algo no garantiza que lo logres. Pero el fracaso tampoco está asegurado, y la única posibilidad de comprobar qué pasa es lanzándote. Coger impulso y probar la velocidad.
A veces alguien te empuja a lanzarte por donde no pensaste que lo harías. Te empuja quizás sin saber que te está empujando. O sí, pero da igual. Porque sabes que hay cosas que deberían dar más vergüenza que miedo. Y buscas una tregua para deshacer tus nudos. Pero te das cuenta de que si deshaces solo tus nudos no es suficiente, porque hay un entramado de nudos que no son tuyos. Porque sabes que la alegría solo permanece en los lugares donde hay justicia. Y te tiras. Y cuando llegas al final del tobogán, con todo tu impulso, ves que hay mucha gente que se atrevió a tirarse antes que tú, y que por eso tienes derecho a la sanidad pública o a descansar un par de días por semana. Y sales a la calle. Y gritas con todas las que se lanzaron antes que tú.