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La vida y ya
Caja de los recuerdos
Una caja. No me refiero a una caja en la que guardar los zapatos que se quedaron obsoletos por el abultado ritmo de la moda. Tampoco a las que se usan para esconder el desorden o para meter cosas inservibles que no te animas a tirar. Yo me refiero a una caja que suele estar en el fondo de un cajón, en un altillo poco accesible o en un trastero. Hablo de la caja de los recuerdos. Ese lugar donde se guarda la memoria agarrada a cartas escritas a mano, a un pedazo de taza rota o a una piedra sacada de un río. Una memoria suspendida en el interior de ese pequeño espacio oscuro hasta que, una mañana de domingo o un miércoles por la tarde, decides desenterrar la caja de entre un montón de jerséis que hace demasiado que no te pones.
La que yo elegí de adolescente fue un regalo de mi abuelo, de madera, demasiado pequeña como para que cupiera todo lo que me hubiera gustado. Por eso tuve que ir eligiendo durante los años los trozos de memoria que merecían estar dentro. Los animales pintados en la tapa se fueron desgastando con el tiempo.
Ayer la volví a abrir. En el interior de las cajas los recuerdos permanecen libres de polvo. Había un cuaderno. Hojas lisas de papel reciclado. Y un trozo de corteza de alcornoque. Lo toqué. El corcho tiene una textura breve.
Por esas curvas por las que a veces se escurre la memoria, el roce con la corteza me hizo pensar en un vídeo que usé para las clases hace poco en el que entrevistan a Lolita Chávez, una mujer guatemalteca defensora de la tierra y de la vida. En un momento dado, la entrevistadora le pregunta: ¿de dónde sacas la fuerza para seguir luchando? Y ella responde: de las montañas, del pueblo y del modelo de vida. Y añade: estoy aferrada a la vida.
Me gusta esa entrevista porque creo que hablar de las montañas y del pueblo es una manera de contar qué es la ecodependencia y la interdependencia con palabras más cercanas. Y porque permite atisbar que debe ser muy poderosa la fuerza que Lolita Chávez saca de las montañas porque, junto con su comunidad, se ha enfrentado a las empresas trasnacionales que devastan su territorio.
En esa misma entrevista, Lolita decía que la habían acusado de terrorista por defender la vida. Reía primero y luego, con el gesto digno, decía que esa era una acusación muy seria.
Una alumna levantó la mano. “Les acusan de muchas más cosas”, dijo. “¿A quiénes?”, pregunté. “A las personas que defienden el territorio y a las que están haciendo acciones para que se tomen medidas contra el cambio climático”. “¿Qué cosas les dicen?”. Y buscaron en los medios calificativos para las activistas climáticas. Encontraron muchas palabras. Ecodelincuentes. Criminales. Egoístas. Infantiles. Terroristas (como Lolita). Inconscientes. Peligrosas. Violentas. Generadoras de desorden.
“Yo no tengo caja de los recuerdos, pero guardo las imágenes de todas las acciones que se han hecho estos últimos meses en relación al cambio climático. Cuando yo sea vieja ya nadie dirá que estas personas eran terroristas”
Les pregunté si tienen una caja de los recuerdos y si guardan en ella algún elemento sacado de la naturaleza. Algunas dijeron que sí. Una piedra, una concha, una hoja seca, un poco de arena de la playa.
“Yo no tengo caja de los recuerdos —dijo esa misma alumna—, pero guardo las imágenes de todas las acciones que se han hecho estos últimos meses en relación al cambio climático. No quiero olvidarlas. Creo que dentro de unos años, cuando yo sea vieja, ya nadie dirá que estas personas eran terroristas o inconscientes. Les estaremos agradecidas”.