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Urbanismo
Una segunda vida para una de las rotondas más caras de Europa
Amenazaban lluvias pero el tiempo respetó hasta mediodía, en una especie de colaboración meteorológica con la iniciativa. La torre de Miramar, ubicada a la entrada norte de València, solitaria durante más de diez años, estuvo durante toda la jornada del pasado sábado 19 acompañada de música, arte y deporte. Lo importante del evento, más allá de lo positivo de dar cabida a disciplinas y arte urbano en la ciudad, es que trasciende a lo simbólico en lo que se refiere a recuperación de espacios para la ciudadanía: la rotonda de Miramar, considerada una de las más caras de Europa, es un claro ejemplo del despilfarro de dinero público que sufrió la población valenciana.
Y es que probablemente las faldas del edificio de 45 metros de altura no habían acogido tanta actividad desde su inauguración en 2009, encabezada por la entonces alcaldesa de València, Rita Barberá, y el ex presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, aunque la obra urbanística venía heredada del Ejecutivo anterior (Aznar). La rotonda costó 24 millones de euros, 10 más de los presupuestados inicialmente, y solo duró tres meses abierta: pocas semanas después de su apertura al público el ascensor que permitía acceder a la parte superior de la torre se averió. Y averiado sigue hasta ahora, más de una década después.
Nada tiene sentido en ese edificio, que genera rechazo estético a una gran parte de la ciudadanía: un bloque de hormigón alzado sobre el túnel de la avenida Catalunya, coronado con un vidrio de color oscuro, convirtiendo a la estructura en una suerte de trampolín rodeado de multitud de carriles con su correspondiente tráfico. Se suponía que serviría como atracción turística para ver el mar —de ahí su nombre—, pero desde arriba apenas se conseguía adivinar una fina línea del Mediterráneo entre las edificaciones agrupadas en las filas de delante. Así pues, lo que pasó podía resultar bastante previsible: el mirador quedó inhabilitado, la torre desértica, las fuentes que se habían ubicado en la rotonda vacías, las plantas muertas, los accesos subterráneos cerrados. El edificio se convirtió en poco más que un ejemplo de lo que no hay que hacer.
Carles Vera, presidente de Valencia Movement y fundador de la escuela de parkour Motion Academy, reconoce que la idea de dotar de una nueva vida a estos 7.000 metros cuadrados partió del ámbito institucional: el Ayuntamiento de València le pidió que planteara una propuesta para reutilizar el espacio de la rotonda de Miramar, y él acudió a otros colectivos de cultura urbana para ponerse manos a la obra y hacer de “un espacio perdido, por decirlo de una manera amable, un lugar en el que compartir”. El primer paso era que Fomento realizara una serie de obras para mejorar el espacio, y a partir de ahí el Ayuntamiento ha hecho algunas aportaciones económicas en base a lo solicitado por el grupo impulsor del proyecto de convertir esta rotonda en un punto de encuentro de multitud de disciplinas. Vera no niega que tuviera sus reticencias cuando recibió el encargo: “El espacio tiene sus virtudes, pero también sus riesgos, como convertirse en una zona de botellón”. Pero sabía que tenía que decir que sí y tirar hacia adelante, del mismo modo que sabe que la victoria pasa porque la ciudadanía lo considere suyo y lo cuide, que lo utilice y se convierte en un lugar cotidiano, y el evento de ayer iba encaminado a fortalecer esa idea.
Lo cierto es que la jornada, a la que Carles Vera prefiere no llamar “inauguración”, fue un éxito. Ni el encapotamiento del cielo ni la bajada de grados con respecto a los anteriores días impidió la afluencia ni el buen humor en el 'Miramar Urban Meet', que concentró a unas 400 personas entre monitores y aprendices de disciplinas urbanas —parkour, skate, calistenia, danza urbana...—, pero sobre todo personas curiosas de todas las edades que participaron en los talleres habilitados por los colectivos Motion Academy, Valencia Royals, Longboard Valencia y Let's grow. A lo largo de la jornada, artistas del graffiti pintaron los muros del espacio reafirmando, así, su renovación. La gran incógnita, todavía, es qué pasará con la torre, pero Carles Vera adelanta: entre las ideas previstas hay una propuesta de convertir parte del bloque en un área de rocódromo, y también se están contemplando opciones para llenar de colores sus muros de hormigón.
La idea, expresa el también politólogo, es que el espacio esté abierto en todo momento y suponga un lugar de entrenamiento, competición y celebración de eventos donde acudan personas de todas las edades. “Para hacer comunidad en espacios como este, tienen que ser obligatoriamente transgeneracionales”, opina Vera. Otra cosa que percibe positiva es que el ejemplo de lo que ha pasado en València se puede llevar a muchos más lugares: “Hablamos de coger espacios que estaban olvidados y recuperarlos por y para la ciudadanía, y creo que en cualquier núcleo urbano donde haya gente con ganas de trabajar y una demanda de espacios de este tipo se puede hacer”.
El profesor de parkour, no obstante, se sigue mostrando prudente con el futuro inmediato de la rotonda de la torre Miramar: lo importante es hacer las cosas bien, no deprisa. Lo contrario a la filosofía con la que se construyó el área que ahora ocupan. Ahora la cosa parece diferente: se han ido habilitando nuevos accesos a la rotonda —desde que bloquearon los subterráneos no se podía llegar a la torre sin jugarte la vida—, puliendo el suelo, instalando pequeñas mejoras. A pasos cortos pero firmes, para ver cómo funciona. Los impulsores de esta segunda vida a la rotonda de Miramar se muestran optimistas: el sábado sirvió como una demostración de fuerzas, y sobre todo de entusiasmo. El tiempo dirá. En cualquier caso, es difícil que sea peor de lo que fue: de momento no hay planes de arreglar el ascensor de un mirador desde el que no se veía nada especial. Un recordatorio de que a menudo lo que mejor funciona es tener los pies en la tierra.