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Tribuna
El Gobierno, el Tribunal Constitucional y el laberinto de la ciudadanía obrera
Las trabajadoras conocemos más que nadie la dureza y el drama del coronavirus. Como protesta nació la propuesta de la caravana de vehículos el 1 de mayo. El Gobierno la desautorizó y el Constitucional refrendó la prohibición.
Cuando la Central Unitaria de Traballadoras (CUT) se propuso llevar hasta las últimas consecuencias jurídicas el debate social sobre la prohibición de nuestra manifestación del 1º de mayo no se propuso tan sólo cuestionar los oxidados herrajes del edificio democrático español. En la actual fase tardía del neoliberalismo en la que la clase trabajadora ha perdido, por causas diversas, su posición de fuerza, está en juego incluso el propio estatus de ciudadanía de las trabajadoras.
Con el estallido de la crisis sanitaria de la covid-19 nos habían reclutado involuntariamente para la formación de vanguardia de lo que el Gobierno insistió en denominar “su ejército”. Y no, no nos habíamos enrolado voluntariamente. Fuimos precipitadas de manera salvaje a sostener en masa su producción, allí donde la lucha parecía innecesaria. Desde esta fase primaria, desdibujada y aún sin nombre, las trabajadoras estuvimos en el conflicto cuerpo a cuerpo contra la pandemia y sus consecuencias. Mientras tanto, a nuestro alrededor, se desplomaba el castillo de naipes de instituciones que, como Inspección de Trabajo, habían prometido velar por nuestra integridad física y psicológica.
Las trabajadoras conocemos más que nadie la dureza y el drama del coronavirus. Cada mañana nos hemos desplazado al trabajo sin que nadie nos diga como protegernos. Sin guiones sostuvimos los cuidados compatibilizando el fraude del teletrabajo con la salud de los y de las nuestras. Aguantamos como pudimos un diluvio de ERTE que nos decían “no eran paro”. Y fuimos nosotras y nosotros, con nuestra manos, quien (no sin tragar saliva y con mucho miedo) paramos la actividad allí donde la patronal había decidido sostener su lucro a costa de nuestras vidas.
En esta situación no era improbable que nos empezase a irritar el circuito de balcón que nos había reservado la CEOE: la gimnasia de media mañana, el pícnic solidario de la una, el aplauso enfático de las ocho, el botellón flamenco de las nueve o la cacerolada antimonárquica de las diez. Y después de esto cada mañana, otra vez, cansadas y atemorizadas, nos devolvían a pie de tajo.
Si este auto se confirma, deberemos recabar en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ese sosiego analítico que no parece tener un lugar predilecto en el Reino de España
Fruto de la unión nació el desafío. Mientras la CEOE arremetía y el gobierno se plegaba unánime, mientras nos devolvían a la plena producción en los servicios no esenciales, parecía una broma macabra la posibilidad de que alguien se planteara siquiera negarles la palabra. Así nacía la propuesta de la caravana de vehículos como medio de lucha en la efeméride de los Mártires de Chicago. Un modo de movilización ni más seguro ni más inseguro en términos preventivos que nuestros desplazamientos diarios al trabajo. Individualmente, en vehículos cerrados, con guantes y mascarillas... es decir, en las mismas condiciones en las que sostenemos su patrimonio neto y sus viajes en yate se celebraría esta vez la marcha del Día Internacional de la Clase Obrera.
Pero el sistema, devorador de dignidades, reaccionó. El Ministerio de Interior denegó en bloque nuestras comunicaciones, prohibió nuestras protestas y declaró el veto oficial a la palabra obrera en una injerencia sin precedentes en el derecho de reunión y manifestación que el artículo 21 de la Constitución está llamado a preservar. Recibimos un mensaje contundente de las autoridades: vuestro cuerpos fatigados y temerosos no os pertenecen. Sólo la economía puede, en este contexto de pandemia, invocar su derecho de propiedad sobre las cosas y sus gentes. El gobierno de PSOE-UP infelizmente, en virtud de supuestos criterios de salud pública, accedía a despojar a la clase trabajadora de sus derechos fundamentales y libertades públicas. La clase obrera se debe, entienden, tan solo al trabajo.
En este contexto el sindicato invocó la comparecencia del Tribunal Constitucional en un recurso de amparo. Con mala técnica jurídica y con peor resultado, el Supremo Componedor de derechos dislocados y libertades luxadas cedió, no sin previa y intensa división, a lo políticamente oportuno en su auto de 30 de abril de 2020. La CUT, que no cuestionó la estructura jurídica del estado de alarma al que la doctrina constitucional impide suspender derechos como el de reunión (21 CE) o libertad sindical (28 CE), sí se mostró firme frente a la arbitrariedad en su aplicación práctica, y frente al hecho de que el Ministerio del Interior había puesto en marcha un auténtico estado de excepción de facto, entre violencias policiales impunes y prohibiciones discrecionales.
El Tribunal Constitucional validó tal prohibición e incluso, pese la obvia relevancia del asunto, inadmitió el recurso a trámite, negándose una vez más a poner nombre al fantasma de la arbitrariedad. Pero dicho auto dejaba además alguna que otra sorpresa inesperada: el poder judicial debe estar presto a dispensar a la autoridad administrativa de justificar sus actos. A pesar de que reconoció que la prohibición del Ministerio “es abiertamente ambigua y ni siquiera deja clara la prohibición” se sirvió de la operación quirúrgica con la que el TSJ de Galicia había rescatado a esa resolución de su enfermedad terminal, poniendo en riesgo el propio principio de separación de poderes.
Por mucho que, hoy por hoy, la motivación rigurosa de los actos administrativos que sacrifican derechos es la única salvaguarda que permite que la ciudadanía nos hagamos cargo de las razones de tal ofrenda además de servirnos a organizar nuestra defensa, el Constitucional ha optado por revisar sin competencia para ello dichas razones y además, parafraseando a Marx (el otro), por si aquellos motivos no eran de nuestro agrado accedió a dar otros.
En lo que atañe al concreto ejercicio del derecho de reunión y manifestación la doctrina constitucional viene exigiendo con carácter previo a declarar su ejercicio prohibido una búsqueda activa de alternativas útiles y proporcionadas para su garantía, bajo la premisa de que “para muchos grupos sociales este derecho es en la práctica, uno de los pocos medios de los que disponen para poder expresar públicamente sus ideas y reivindicaciones" (STC 66/1995, de 8 de mayo). Omitiendo tal principio, los magistrados y magistradas del Tribunal Constitucional decidían sumarse, ellas y ellos voluntariamente, al pelotón de sacrificio de derechos del ejército de salvación nacional que dice luchar contra la pandemia.
Anteayer, la CUT presentó un recurso de súplica frente a dicho auto. Estamos ante la última oportunidad que el Constitucional tiene de reconsiderar un debate que se ha liquidado con mucha prisa y en falso. Si se rehúye de respuestas precipitadas y se aborda el debate con el sosiego que requiere la protección de un derecho necesariamente molesto como el de reunión y manifestación, dejaremos de caminar hacia atrás en la historia. Porque en el libre ejercicio de derechos por las obreras surge la ciudadanía y en su prohibición discrecional comienzan las veredas del laberinto del despojo. En caso contrario, si este auto se confirma, deberemos recabar en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ese sosiego analítico que no parece tener un lugar predilecto en el Reino de España cuando se trata de depurar sus propias violaciones del Convenio Europeo de Derechos Humanos.
Mientras se discute algo tan serio los alineamientos políticos y partidarios en las esferas judiciales han sido sintomáticos. Para muestra el botón de las posiciones conformistas y legitimadoras de este saqueo por parte del portavoz de Jueces y Juezas para la Democracia. Mientras la socialdemocracia española siga manteniendo tal sentimiento de propiedad sobre los derechos fundamentales, las libertades públicas y su ejercicio, y mientras no deje de sacrificarlos en función del criterio de oportunidad política de saldo el terreno seguirá fértil, muy fértil, para construir una sociedad de trabajadoras amordazadas en la que estamos condenadas a observar, con frustración, como se expande la ultraderecha.