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Xixón, Asturies. 11 de junio de 2021. 20.30 horas. Un millar de personas dedica una ovación cerrada a Alberto Nuñez Feijóo en su clausura del congreso de CCOO de Correos. Minutos después, una marea de afiliados se acercarían para pedirle decenas de selfies. Daba igual que fueran punkies, dirigentes o afiliados de base, el presidente gallego no rechazaría ninguno de ellos, aceptando con bromas y normalidad ese inesperado baño de masas. ¿Qué proceso de éxtasis colectivo había sucedido durante la hora anterior?
“[19.30 horas. Sube Feijóo al escenario. Fuertes murmullos] Me ha invitado la gente de Comisiones Obreras a clausurar este congreso y, evidentemente, me han puesto a la derecha de la mesa presidencial. [Carcajadas entre los asistentes y varios segundos de silencio]. Pero si lo pensáis bien estoy a la izquierda del público, de vosotros. Y es que las izquierdas y las derechas ya no son lo que eran”. Así comenzaba Feijóo una intervención que se prolongaría durante una hora. “He venido desde Santiago a Gijón por una autovía preciosa, qué bonito es el Norte. ¿Os habéis fijado que para ir de Galicia a Asturias no hay que pasar por Madrid? Parece que hay otra centralidad que es posible”, continuaría para justificar la importancia de las redes entre las periferias y de dar una respuesta a la España vaciada. El gallego, que dirigió Correos durante el mandato de Aznar, se explayaría hablando del servicio postal universal y la necesidad de las empresas públicas, siempre que se guiaran bajo parámetros competitivos para hacerlas sostenibles.
Aún tenía un último mensaje. Preguntó si confiarían para la secretaría general del sindicato a alguien que acabara de afiliarse a Comisiones Obreras. Todos negaron con la cabeza. “Ya veo. ¿Preferís a alguien que conozcáis bien y que lleve décadas de trabajo en el sindicato, verdad? Eso pasa también con los jóvenes que acaban de llegar a la política en Madrid, a veces para las cosas importantes nos fiamos más de la gente que lleva toda la vida”, fue el puñal que lanzó hacia la generación de Sánchez, Iglesias y Casado, antes de reivindicar la vieja política. Feijóo y el PP gallego son expertos en adaptarse a los sentidos comunes mayoritarios para, a partir de ahí, introducir sus ideas. Los mensajes que lanzó hace un año en Xixón serán también los pilares del comienzo de su mandato: solvencia en la gestión bajo parámetros de mercado, llamamiento al centro y vínculos con la España de las periferias. ¿Le funcionarán?
El segundo factor que aupa a Feijóo es que nos encontramos ante el líder más carismático del actual PP, junto a la presidenta madrileña
La alianza de las dos derechas
PP y PSOE son organizaciones unificadas por la expectativa de acceso al poder. Repletos de diferencias ideológicas y contradicciones políticas entre sus afiliados, tienen la seguridad de que el turnismo bipartidista les devolverá al gobierno para, a partir de ahí, tejer una comunidad de intereses de la que todos se beneficien. Eso explica sus habituales cierre de filas. Y hace más fácil la gestión de las divergencias internas.
Feijóo aterriza en Madrid por aclamación, tras una combinación de tres factores, después del castillazo de Casado el 13-F y la contradictoria gestión del caso Ayuso. Primero, había crecido la desconfianza de los dirigentes populares en la estrategia de Casado para frenar a Vox (frente a la propuesta de Feijóo, de ocupar desde el centro hasta la derecha, y la de Ayuso de competir con Vox en su propia guerra cultural, Casado dio vaivenes entre una y otra estrategia, yendo ambivalentemente hacia la derecha y el centro). A esa inseguridad estratégica, Aznar ya le había puesto punto final durante un mitin en Castilla y León hacía un mes: “Muchas veces oigo decir: hay que ganar para que no sé quién llegue al palacio de no sé cuántos… Oiga, la pregunta es: ¿y para hacer qué?”.
El segundo factor que aupa a Feijóo es que nos encontramos ante el líder más carismático del actual PP, junto a la presidenta madrileña. Ante una crisis interna, es urgente un cierre de filas rápido, con un presidente autonómico que ha demostrado solvencia electoral y de gestión. Pero no olviden que los medios de comunicación de Galicia no son los de Madrid. No hay oposición mediática. Es relativamente fácil estar protegido en una comunidad periférica (y si no que se lo digan a Javier Fernández, al que su invisibilidad y ausencia de líos en Asturies le lanzó a presidir la gestora socialista en 2016). Esta imagen del gallego le ha permitido liderar alianzas transversales, como el frente del Noroeste por la financiación autonómica en Santiago, donde recibió halagos tanto del presidente socialista asturiano Adrián Barbón como de Miguel Ángel Revilla.
La tercera causa, y la más importante, es que hay un tiempo nuevo, de expectativa de volver al poder pronto. Las dificultades del Gobierno de coalición y el aliento de Vox han unificado a las diferentes derechas del PP en un objetivo pragmático: accedamos a los recursos del Estado. Y hagámoslo ya. All-in. La victoria en primarias de Pedro Sánchez en 2014 y de Pablo Casado en 2018 tuvo que ver con una combinación de pánico y desidia. Pánico, por el nacimiento de Podemos y Ciudadanos, que ponían el aliento en la nuca de los partidos tradicionales. Desidia, porque los barones y baronesas autonómicos no esperaban gobernar en el corto plazo, ni Susana en 2014 ni Feijóo en 2018, y querían dejar a otro la travesía en el desierto. Una vez que el PSOE resiste a Podemos en 2016 y que el PP frena a Ciudadanos en 2019-2022, es la hora de recuperar lo que se había prestado.
La llegada del presidente gallego representa la alianza de las dos derechas del PP, que sin embargo tienen proyectos estratégicos diferentes. La más joven, liberal y trumpista de Madrid, con la de provincias, que necesita de un Estado fuerte por la despoblación y el envejecimiento. La que quiere mimetizarse con Vox para bloquearlo y la que busca ir hacia el centro y llamar al voto útil y así deshacerse de los de Abascal. La de Aznar, que apuesta por dar una guerra cultural que gire a la derecha la opinión pública e impulsa mass-media a la derecha de la derecha y la de los gestores que quieren hacer negocios para sus empresas amigas sin llamar demasiado la atención. En pocos días ya hemos visto las primeras tensiones, con la rama derecha de Ayuso pidiendo la expulsión de Casado y Cayetana Álvarez de Toledo exigiendo definición ideológica. Sólo el poder (¡y pronto!) puede acallar las contradicciones que se producirán.
Casado no encajó en el imaginario de las derechas
La investigadora argentina María Casullo analizó tres metáforas de liderazgo populista de derechas. La primera, la del businessman hecho a sí mismo, un outsider que rechaza la lentitud de la política tradicional y que quiere tratar al Estado como si fuera una empresa. Trump, Macri, Piñera o Berlusconi. El fuerte capitalismo de Estado español (‘el capitalismo de amiguetes’), siempre forjó una lealtad y complicidad entre el poder político y económico: no hacía falta dar el paso porque otros guardaban bien sus intereses. Por eso no tuvimos casos similares o, cuando lo intentaron (Jesús Gil o Mario Conde), acabaron trasquilados con salidas en tromba de la justicia, los partidos y los medios de comunicación.
La segunda metáfora es la del strong man, el hombre o mujer autoritario, que no se inmuta ante las presiones sociales y sindicales. Busca proyectar imágenes de virilidad, vigor físico, uso de caballo o de armas, con una presentación muy exagerada de estos aspectos. Son los Thatcher, Aznar, Bolsonaro o Abascal. En España, representan la resistencia frente a los nacionalismos. Lo sabían Rosa Díez, Aznar, Mayor Oreja, Rivera, y ahora un Abascal que acostumbra a contar en sus mítines las amenazas sufridas por ETA y acusa sin parar al PP de ser ‘la derecha cobarde’. Funcionan por nuestra escasa memoria democrática y porque España es uno de los países del mundo donde la ciudadanía valora mejor a los líderes fuertes, según la Universidad de Cambridge.
La tercera metáfora es la del buen gestor, eficiente, tecnocrático, centrado en el empleo, que toma decisiones en beneficio del libre mercado, la del economista o abogado con traje y corbata. Son los Feijóo, Soraya Sáenz de Santamaría (y Nadia Calviño) o, en su momento, Rodrigo Rato (lo que demuestra que las metáforas no necesitan ajustarse a la verdad). Feijóo se ajusta a la metáfora de liderazgo tecnocrático, solvente, que resuelve problemas, mientras nos mete neoliberalismo por vena. Alguien adaptado a la hipótesis de que ya ha pasado el momento populista y que, tras la pandemia, lo que buscaría la gente es menos ruido y más soluciones. Será el equivalente a Yolanda Díaz, la ministra de las cosas útiles, que ha conseguido que sus logros sean los únicos que la ciudadanía reconoce en la gestión del gobierno, según la encuesta de enero de la Cadena Ser y El País. En el PSOE, sólo Nadia Calviño tendrá un perfil similar.
Hoy, el PP está más sonriente que hace un mes. Se ven más cerca de Moncloa. La llegada del mesías gallego puede ser percibida por buena parte de la población no como quien abre el paso al partido de Abascal sino como el que se lo cierra
Pablo Casado, que carecía de la habilidad entre bambalinas de Rajoy, cae porque no representa ninguna de esas tres metáforas de las derechas. Ni tenía gestión, ni fortaleza ni trayectoria profesional. En un mundo donde los afectos en política pasan a la centralidad, no tiene a nadie que muera por él.
No todo será de color de rosa para el PP. Al igual que el PSOE con Podemos, Feijóo deberá dar una respuesta sobre el acceso a los gobiernos de Vox. Los califica de extrema derecha, pero da manos libres a los varones para pactar, mientras insiste en que él es diferente. Sin embargo, por mucha ambigüedad discursiva, al final deberá definirse. La situación interna dejará también secuelas. El apaleamiento a Pablo Casado ha destruido el poco capital social que quedaba dentro del PP: ahora, todo el mundo es un potencial enemigo. Mientras la militancia y cargos de Vox están en una unidad de destino en lo universal, cumpliendo una misión para salvar España del comunismo y los independentistas (sic); en el PP sólo habrá ya expectativa de pillar cacho en un entorno rodeado de enemigos. Es cierto que en el PP nunca se primó demasiado la humanidad y que han caído dirigentes tras chantajes, vídeos filtrados a la prensa (caso Cifuentes), policía política o cosas que ni siquiera se pueden mencionar aquí sin ser objeto de nuevas amenazas. Pero el voyeurismo del affaire Casado en prime time, como lo fue el comité federal que destronó a Sánchez, fomentará el descrédito y una desconfianza, que hará aún más difícil el funcionamiento interno del partido fundado por Manuel Fraga. Ningún dirigente popular pondrá ya ningún estándar contra la corrupción. Aunque la corrupción parece estar fuera de agenda tras la desaparición de Ciudadanos, la ausencia de límites, a medio plazo, erosionará a su base electoral, que podrá desplazarse a las fuerzas rivales en la derecha.
Hoy, el PP está más sonriente que hace un mes. Se ven más cerca de Moncloa. La llegada del mesías gallego puede ser percibida por buena parte de la población no como quien abre el paso al partido de Abascal sino como el que se lo cierra. ¿Los partidos del gobierno de coalición le generarán a Feijóo las contradicciones que aún no ha tenido? Deben hacerlo, porque la pax romana en el PP sólo se mantendrá mientras duren los vientos favorables demoscópicos. Vamos a una legislatura donde el PSOE necesita tiempo para desgastar el liderazgo de Feijóo, permitir avanzar las investigaciones judiciales contra Ayuso y demostrar que el plan del gallego, el único posible, es gobernar con Vox. Pero a su vez, un batacazo en las elecciones autonómicas y municipales de mayo de 2023 puede ser irreversible. Antes tendrán que resolver una pregunta: ¿en qué situación queda el liderazgo de un Pedro Sánchez, al que cada vez más le cuesta vender gestión, pero también ideología? Rodeado por líderes con perfil de gestión solvente y con una extrema derecha populista, ¿cuál es el espacio del sanchismo? ¿Hay horizonte de acción política más allá del miedo al gobierno PP-Vox? Tic-tac, Pedro.
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Y desde sus cómodas y bien pagadas posiciones político y sindicales, "jugaban" al juego político electoral, por mover posiciones en el tablero, sin salirse de el, claro. Los dueños del tablero, movían desde el poder real, sus hilos que daban vida y movimiento a sus actores. Desde fuera del escenario, el resto de los mortales, de uso y abuso, entraban a trapo ingenuamente, en seguir el guion marcado...la obra teatral continua...