Tenemos que hablar
¿Sororo-qué?

De cómo experimentar en primera persona un bonito ejemplo de la solidaridad femenina basada en una divertida experiencia personal.

Sala de espera
Sala de espera de un ambulatorio madrileño Álvaro Minguito
Laura Corpa
13 dic 2018 06:00

Escena Ene. Interior tarde. Consulta de la Seguridad Social: 
Después de una jornada laboral maratoniana (que comenzó ayer a las 7.00 de la mañana) decido desconectarme del móvil y de las redes sociales una hora de mi vida y acudir sin cita a mi médico de cabecera a las 16.00 de la tarde.

Tras tocar a la puerta de su consulta, comprobar que no hay nadie y confirmar en la entrada que sí atiende, que estará a punto de llegar, muevo el cuello petrificado de un lado a otro en un ejercicio de zenismo absoluto.

Entra una anciana maravillosa con trenza gris, en taca taca. Ojos azules y color andino en la sala de espera. Me mira. Me pregunta por el médico. Hipnotizada por la historia sin palabras que me cuentan sus arrugas, yo respondo. Que he tocado la puerta, que no está y que volverá en breve. Ella calla y asiente con paciencia.

Llega su hija. Me confirma su procedencia: “Somos peruanas, como el doctor”. Me pregunta por él. Le vuelvo a contar todo mi proceso. Ella, aun así, vuelve a tocar la puerta. Efectivamente, el médico no está. Va a preguntar a recepción. Le digo a su madre que me fascina su trenza. Ella sonríe.

Llega otra mujer. Me pregunta por el doctor. Le contesto la misma cantinela, ya con voz cansada. Me replica con sorna: “Vaaale”. Le digo que soy una paciente más, no la jefa de prensa del doctor, que no sé si ha muerto o va a llegar o lo que sea. Se ríe. Me dice que tengo pinta de doctora. Yo le digo que ojalá y así drogarme en bucle. Se vuelve a reír.

Es más, cuando llegan a la sala de espera tres adolescentes gitanas gritando, riendo y preguntando, la mujer me señala con humor: “Ella lo sabe todo, que os comente que le va a encantar”. A un lado y al otro de mi cuello como una barra de hierro están la hija peruana y la argelina que me tiene como gurú (luego me cuenta de dónde procede). Me martirizan con una cantinela loca de: “Esto no puede ser, yo tengo una vida y voy a volver a llamar”. Al final lanzamos una carcajada.

Les digo que, si quieren, derribamos a muerte la puerta del despacho con el taca taca de la más anciana como ariete, pero que eso no va a solucionar nada. Y lo sopesan. Como una posibilidad real. Les propongo hacer ouija para conectar con el médico, que además es un ser humano y puede incluso estar desfallecido en algún rincón.

Decido hacerme amiga de las gipsy teen y al final somos todas una piña. Resulta que una de ellas cree con ilusión que está embarazada. Se forma un comando interracial que chantajea con amenazas en la entrada, toca la puerta sucesivamente y averigua que el doctor está llegando entre trompetas y por la alfombra roja.

Cuando llega Wilfredo —que así se llama mi bendito médico— me cuelo un segundo, le digo quién va primero, a quién le pasa qué, que me debe un extra por ser su representante y que somos todas juntas la representación de la sororidad más maravillosa de Carabanchel. Carcajada mutua. Me receta mis drogas. Yo creo que me las he ganado a pulso.

Me despido con una sonrisa tirando besos a la abuela andina, a su hija, a la argelina que sabe que me he colado y deseándole mucha suerte a la adolescente gitana. Todas nos adoramos ya. Ahora que venga un petimetre a preguntarme como el otro día: “so-ro-ro ¿¿qué??” con el desprecio del que nada entiende. Sororidad, so payaso, qué buena tarde hemos pasado. 

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