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Teatro
‘Miss CCCP / Miss Unión Soviética’ o cómo nacer por segunda vez
Tras nueve años de asedio, los aqueos ganaron la guerra a Troya con el famoso caballo, ejemplo mítico de audacia. Tras 45 años de Guerra Fría, a lo mejor la Unión de Repúbicas Socialistas Soviéticas terminó de reventar desde dentro con la celebración del primer certamen de belleza en 1989. No, no vamos a decir que el bloque soviético se desmoronara solo por unas jóvenes que desfilaban en bañador (certamen permitido por el propio Kremlin, pero indecente a la vista de muchísimos camaradas, tanto que las modelos llegaban escoltadas al recinto), pero supuso una suerte de destape que introdujo en el alma comunista los cantos de sirena del capitalismo. La primera Miss URSS fue Julia Sujánova, en 1989. La segunda fue Julia Lemigova, que dos décadas después se casaría con la tenista Martina Navratilova, y la última, coincidiendo con el fin de la URSS, Ilmira Shamsutdinova. El certamen se retomó en 1993 ya como Miss Rusia. Aquellas tres mujeres quedaron varadas en un paréntesis de la Historia, un pliegue o una superposición entre lo que se iba y lo que venía, ni de aquí ni de allí.
En 1991 cayó el telón de acero al tiempo que en el mundo de la moda se inauguraba la década de oro de las top model, donde las ‘bellezas del Este’ fueron poco a poco haciéndose un hueco hasta ser imprescindibles en cualquier pasarela ya entrado el siglo XXI. Ya sabemos que Rusia pasó de un extremo a otro y las oligarquías varias se abrazaron al capital sin miramientos. Pero para mucha gente, sobre todo en las ex repúblicas soviéticas, el cambio de vida era tan radical que, para cuando quisieron despertar del impacto, estaban con una mano delante y otra detrás y tuvieron que buscar su futuro lejos de sus orígenes. Es muy distinto debatir entre libertad y empoderamiento femenino y cosificación y sexualización del cuerpo de las mujeres bajo un régimen autoritario de partido único o bajo un sistema que explota un mensaje publicitado hasta la náusea sobre una falsa igualdad de oportunidades, cuando la realidad te expulsa, literalmente, del lugar donde se hunden tus raíces. Eso es lo que les ocurrió a cientos, a miles de mujeres de todo el orbe soviético, que se vieron empujadas a emigrar.
Ksenia Guinea, actriz y creadora escénica española de origen ruso, es hija de una de aquellas mujeres. Su familia acabó viviendo en Ucrania (los movimientos migratorios dentro de la URSS, donde el desarraigo está en el ADN, también son dignos de estudio), pero cuando ella era una niña, su madre, separada de su marido, cogió lo que pudo y huyó hasta recalar en Madrid. Aquí empezó de cero, trabajó en todo lo que pudo para asegurarse un futuro, formó otra familia con una persona española y pudo por fin traerse a Ksenia, que había quedado en Ucrania con su abuela. Y aquí Ksenia pudo formarse artísticamente hasta el día en el que, harta de no encajar ni en el prototipo de actriz española ni en el de actriz rusa, alguien le dijo: eres como una Miss CCCP, ni de aquí ni de allí. Y Ksenia, que harta de esperar superar un casting abrigaba el deseo de generar el trabajo por sí misma, emprendiendo la creación de una pieza escénica propia, encontró el título y un hilo del que tirar, porque hiciera lo que hiciera debía partir de una profunda necesidad de contarlo, de contarse.
“Camuflarnos a nosotras mismas”
“Pensar en aquel certamen de belleza —relata Ksenia— me llevó a pensar en mi vida, en la de mi madre, en la de mi abuela, en la de tantas mujeres obligadas a moverse para seguir viviendo. Decidí buscar a algunas de esas mujeres y entrevistarlas, sin saber muy bien todavía qué buscaba y qué haría con todo aquel material que iba a empezar a recabar. Empecé con mi madre. Le dije que la iba a entrevistar y que grabaría la entrevista en vídeo y se puso muy guapa y empezó a hablarme de la historia de Rusia, de Tolstoi, de Tchaikovsky… Evidentemente no quería entrar en esos otros temas, más sensibles, no quería ir a un lugar en el que la memoria está llena de dolor. Supongo que algo así estará presente en todas las personas migrantes, pero especialmente en las mujeres que salieron de la antigua Unión Soviética hay siempre un querer camuflarse, en parte por supervivencia y en parte por dignidad. Mi madre tomó una decisión muy difícil que le agradeceré toda mi vida, pero no fue agradable para ella hacerla volver ahí”.
El silencio como apósito para las heridas del tiempo. La vergüenza. Los nietos de los que perdieron la Guerra Civil lo sabemos: da mucha vergüenza relatar las miserias. No se puede llegar y pretender que te lo cuenten todo con pelos y señales. Ksenia entendió que tendría que respetar los tiempos del recuerdo, acompañar más que preguntar, escuchar desde el cuidado y dejar que fueran saliendo los discursos entrecortados, repletos de puntos suspensivos y hálitos suspendidos. A partir de su madre y de sus amigas, fue ensanchando la red y pudo entrevistar a más mujeres, incluso viajando a varios lugares de Europa del Este gracias a una beca del Instituto de la Juventud.
“Estoy muy orgullosa de mis raíces rusas, pero me da mucha pena cuando llego a un sitio y la gente me empieza a exotizar. Las identidades son mucho más complejas”, dice Ksenia Guinea, autora de la obra de teatro
Y hoy el texto de su pieza escénica, hecho de retazos de aquellas conversaciones, refleja ese lenguaje roto de la memoria, las grietas y los silencios asociados al trauma. También el orgullo de las decisiones tomadas y de los contratiempos superados, porque no es esta una visión victimista, solo un relato de visibilización y contexto. “Odio cuando te hacen sentir extranjera, cuando constantemente te recuerdan que no eres de aquí sin saber. Yo, por ejemplo, no tengo hogar al que volver porque mi hogar está en Madrid. Estoy muy orgullosa de mis raíces rusas, pero me da mucha pena cuando llego a un sitio y la gente me empieza a exotizar. Las identidades son mucho más complejas. Esto es lo importante de esta pieza, visibilizar la historia que hay detrás de mi origen genético, con la fragilidad añadida que supone ser una mujer pobre cuando llegas a otro país, un estigma con el que mucha gente vive incluso a nivel institucional, donde cualquier solicitud te impone la extranjería con una condescendencia bastante absurda”.
Este viaje de búsqueda identitario se entrevera a lo largo de cuatro años con la búsqueda artística, el viaje hacia la forma. Cuatro años, que se dice pronto, y una pandemia por medio, por si le faltaban dificultades al desarrollo de las carreras artísticas en España. “Soy parte de todo eso que cuento porque está en mi ADN, pero no cuento mi historia, sino que sirvo de vehículo para transmitir esa memoria, esos testimonios anónimos. De ahí que los tres actos de la obra lleven como títulos, respectivamente, ‘ADN’, ‘Memoria’ y ‘Testimonio’. Para mí, cada palabra tiene un sentido porque sé de dónde viene y, aunque me he complicado la vida un montón, he preferido estar en escena como una médium”.
Ksenia es recipiente y emisora de una voz plural que representa una realidad muy diversa con un tronco común que tiene que ver con lo femenino, con el desarraigo, con la identidad, con la política y sus consecuencias para las personas. También con esa otra Rusia que surge en la era postsoviética, una cultura irreal y escurridiza como la realidad que retrata, por ejemplo, Konchalovsky en El cartero de las noches blancas, o tan freak y tan loca como la que recoge el perfil de Instagram @lookatthisrussian. Aquella ruptura tan abrupta del 91 originó este tipo de grietas culturales tan extrañas que, bien regadas de vodka Stolichnaya (que patrocina la obra, por cierto), también están en la pieza, que no renuncia a la irreverencia.
Paisajes sonoros de una patria arrancada
En este largo proceso creativo, fragmentos de la pieza han podido ser testeados en diversos contextos (las muestras del Máster en Práctica Escénica y Cultura Visual del Museo Reina Sofía, en la Scuola Cònia de la Societas de Claudia Castellucci en la ciudad italiana de Cesena o en el ciclo escénico anual de INJUVE) y a mitad de proceso Ksenia encontró un compañero que ha resultado fundamental para el acabado definitivo: el músico de formación clásica César Barco Manrique, cuyo paisaje sonoro, hecho también de retazos grabados en distintos lugares de Este de Europa, pone el fondo a la figura central de Ksenia en el escenario, vestida para la ocasión por el diseñador Pier Paolo Alvaro.
Sonidos de trenes, de parques, sonidos climatológicos y sonidos urbanos, mezclados con el piano en directo y la música electrónica. “El espacio sonoro —explica César Barco— parte de esos audios y de la necesidad de que hubiera una vibración muy grande, hasta un punto incómoda incluso, pero que al mismo tiempo fuera ceremonial, ritualística, ese tipo de envolvente sonoro que anticipa lo trascendental”.
Remata el collage escénico todo el trabajo de videomapping aportado por José Velasco y Nieves Guri, abstracción visual que casi trabaja como fuente de iluminación de la pieza, donde el estar de Ksenia sobre el escenario está atravesado de toda una exploración física a partir de la tradición pictórica de los iconos rusos.
Cuatro años en la vida de una artista de 31 es mucho tiempo y Ksenia jura que no quiere volver a pasar por un parto tan largo, pero el orgullo aflora en cada frase: “Hemos seguido con ello todos estos años porque hay una pulsión muy grande que, para mí, va mucho más allá de lo identitario, de las experiencias de mi madre, de mi abuela o de otras mujeres como ellas. A mí me parece crucial, y más con la que está cayendo ahora en Madrid, visibilizar la posición de la mujer y más desde la migración. Igual suena naif, pero cuando yo voy en el metro y veo una mujer del Este y veo su mirada y veo que tiene otro porte, que sabes que no es de aquí, para mí que me conozco estas historias es inevitable el respeto y la empatía, aunque no le diga nada. Y creo que será muy bonito si alguna persona, después de ver esta pieza, comienza a fijarse en las mujeres desconocidas y las trata con empatía y con respeto, aunque no se digan nada”.