Sidecar
Zurciendo el planeta

Los más peligrosos son quienes fingen preocuparse, exponen su inquietud medioambiental, imitan al ecologismo en su uso del aire acondicionado, pero luego no hacen absolutamente nada.
Árbol seco
Árbol seco a consecuencia de la sequía en Catalunya Elvira Megías
24 ago 2023 05:56

¿Cómo es que a nadie se le había ocurrido la idea? La crisis medioambiental es dramática, está bajo la piel, presente en el sudor de cientos de millones de habitantes del sur de Estados Unidos y de igual número de europeos meridionales. Pero la solución estaba ahí, a la vista de todos, al alcance de la mano, era sencilla, practicable desde el primer momento y, sin embargo, nadie había caído en la cuenta antes de que Emmanuel Macron, presidente de la República francesa, la anunciara. Ha hecho falta su perspicacia para que cayésemos en la cuenta de que la crisis que hunde nuestra civilización se debe a la ropa que no remendamos y a los zapatos que no llevamos al zapatero para que les cambie las suelas. En efecto, el martes 11 de julio en la La Caserne (París X), primer incubadora dedicada a la moda responsable inscrita en el marco de la hoja de ruta 2023-2028 para el sector textil, la secretaria de Estado de Ecología francesa, Bérangère Couillard, anunció una medida revolucionaria: a partir del próximo otoño, todo francés o francesa que decida remendar su ropa o a arreglar sus zapatos en lugar de tirarlos a la basura y comprar otros nuevos recibirá una ayuda del Estado de entre 6 y 25 euros. Y como el Estado francés es preciso y su burocracia quisquillosa, he aquí cómo se detallan las ayudas del bonus réparation textile:

Si el trabajo se refiere al calzado, la bonificación por reparación será de

8 euros por la reparación de una plantilla;

7 euros por el cambio de tapas;

8 euros por coser o pegar;

18 euros por el cambio de suelas (25 euros si el zapato es de piel);

10 euros por la reparación de una cremallera.

Si el arreglo se refiere a una prenda de vestir, es posible recibir una ayuda de:

7 euros por remendar un agujero, desgarro o laceración;

10 euros por un forro (25 euros por un forro complejo);

8 euros por una cremallera;

6 euros por una costura deshecha (8 euros si la costura es doble).

Se objetará a tal medida que antes de acudir al zapatero o a la costurera el gobierno francés podría pedir a la industria textil y del calzado que deje de practicar con tanto tesón la obsolescencia programada de sus productos: podría imponer algún tipo de certificado de garantía (por ejemplo, la obligación de reparar gratuitamente las prendas defectuosas durante cinco años) o exigir el uso de materiales más duraderos. Sin embargo, el gobierno francés afirma que el principal objetivo de estas medidas es educar a los consumidores para que adopten una actitud menos despilfarradora y disipada (y conseguir que abran algunas tiendas de reparación de prendas y algunas zapaterías nuevas).

Se puede afirmar que los 5,13 euros gastados por familia en el bonus réparation textile ofrecen la medida exacta del compromiso medioambiental del gobierno francés

No cabe duda de que hay que educar a los ciudadanos para que adopten un comportamiento más ecológico. Basta ver lo que los romanos tiran a los contenedores de reciclaje en los que se mezcla todo al azar, plástico en el contendor de papel, productos orgánicos en el contenedor de vidrio, etcétera. Pero se podrían hacer cosas mejores para educar a la ciudadanía. En la década de 1960, en Italia, se lanzó un programa de televisión llamado «Non é mai troppo tardi» [Nunca es demasiado tarde] para la recuperación del analfabetismo adulto, que fue visto por millones de telespectadores. También contamos con el ejemplo de la denominada «publicidad de progreso», consistente, por ejemplo, en las campañas organizadas para que los conductores utilicen el cinturón de seguridad o, más recientemente, contamos con el ejemplo del martilleo mediático para instar a los ciudadanos a vacunarse contra la Covid-19. Cuando quieren educar a sus ciudadanos, los Estados saben que no basta con una ayudita puntual de seis euros. No hay más que ver la movilización mediática puesta en marcha para crear el consenso necesario en torno al envío de armas a Ucrania.

Pero como «Dios está en los detalles» (Mies van der Rohe), el verdadero alcance revolucionario de la medida lanzada por el gobierno francés reside en una cifra y esta es la cantidad destinada a la ayuda al remiendo de las prendas y el arreglo del calzado. El total de esta asciende a 154 millones de euros. Suponiendo (pero no está claro) que esta cifra no incluya también la financiación del aparato burocrático necesario para la entrega de las ayudas (ventanillas abiertas al público en cada departamento para recibir las solicitudes de ayuda, personal administrativo para evaluar la legitimidad y la corrección de la solicitud, personal para contabilizar los reembolsos, personal administrativo para el desembolso material de los mismos, personal para supervisar los locales autorizado para efectuar estas reparaciones), dado que en junio de 2023 la población francesa ascendía a 68 millones de franceses, si todos ellos solicitaran el reembolso (incluso la ropa de los bebés y los babuchas también pueden ser reparados), recibirían en torno a 2,26 euros per capita. Pero incluso si sólo tenemos en cuenta los 29,9 millones de ménages (hogares) compuestos por 2,2 miembros de media, cada ménage recibiría la fantástica suma de 5,13 euros al año. Para sopesar la importancia que los gobernantes conceden a la cuestión medioambiental, basta con considerar que, en cambio, para la inútil intervención colonial desplegada en el África subsahariana denominada Operación Barkhane, que comenzó en 2014 y terminó ignominiosamente en noviembre de 2022, el Estado francés gastó al menos siete millardos de euros y su coste por soldado enviado al Sahel fue de 100.000 euros anuales. Se puede afirmar que los 5,13 euros gastados por familia en el bonus réparation textile ofrecen la medida exacta del compromiso medioambiental del gobierno francés o, en realidad, del gigantesco engaño montado por las autoridades mundiales en su «declaración de guerra contra el calentamiento global».

Pero no se trata sólo de Macron. Basta con constatar cómo se comportaron durante el mes de julio la totalidad de los gobernantes de los países afectados por la mayor ola de calor de la historia registrada este verano: China, Estados Unidos, el sur de Europa.... Continuaban hablando sin cesar de otra cosa. Como si el calentamiento global fuera una amenaza futura, a zurcir por seis euros, diez si es con forro. No son sólo los negacionistas, los que dicen que todo va bien y que no hay por qué preocuparse. Al contrario, estos son el elemento más inofensivo: son visibles, tienen mala fe y son cada vez más patéticos, aunque estén siendo alimentados por las grandes corporaciones.

Los más peligrosos son quienes, como Macron (y casi todos los políticos del mundo, independientemente de su color político), fingen preocuparse, exponen su inquietud medioambiental, imitan al ecologismo en su uso del aire acondicionado, pero luego no hacen absolutamente nada. O, en realidad, hacen cosas peores: empujan a la gente a creer que el problema puede resolverse con medias tintas, con paliativos, indoloramente, hablando de economía verde y otras soluciones de mercado a un problema creado por el mercado, como si no fuera necesario un replanteamiento total del funcionamiento de nuestras sociedades y de nuestras economías.

La crisis medioambiental siempre se describe como una amenaza futura, quizá más cercana, pero siempre futura

El mundo está muriendo asfixiado bajo un manto de plástico y, sin embargo, nadie, literalmente nadie, toma medidas contra la industria del plástico, que debe de constituir, por lo tanto, el lobby más poderoso del mundo, ya que se las arregla para escabullirse del radar y no aparecer nunca en ningún debate medioambiental. Por el contrario, las industrias petroleras (de las que dependen los plásticos) han descubierto una pasión y una vocación ecologistas irreprimibles, que pregonan en los anuncios: la expresión greenwashing es muy apropiada, porque recuerda el blanqueo de dinero sucio por parte de las organizaciones criminales. O proponen las soluciones más descabelladas. No hablemos del bulo del coche eléctrico: para contaminar menos habrá que construir una red eléctrica que cubra todo el planeta (de lo contrario, los coches eléctricos se quedarían sin energía en determinados lugares); de nuevo, para contaminar menos habrá que sustituir todo el parque automovilístico del planeta (incluidos camiones y autobuses); y de nuevo, para contaminar menos habrá que equipar esos coches con baterías, cuya producción es uno de los procesos más contaminantes que se conocen, debido a la extracción y tratamiento de las materias primas que requiere (litio, etcétera).

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Y luego están los científicos que proponen las soluciones más inverosímiles. Leía en Nature estos días sobre los intentos de arrojar materiales antiácidos en los océanos para aumentar su alcalinidad: una cuarta parte del CO2 emitido a la atmósfera acaba en el agua de los océanos con la que reacciona, liberando ácido carbónico y acidificando así el agua del mar, lo cual la hace incompatible con la vida animal en el futuro. En resumen, tirar cal (o material similar) al mar. El problema es que la humanidad produce 37 millardos de toneladas de CO2 al año (en 1950 producía 6 millardos). Una cuarta parte de esta cantidad significa más de nueve millardos de toneladas de CO2, los cuales habría que neutralizar con una cantidad de material antiácido de la misma magnitud, que luego habría que arrojar al mar, presumiblemente mediante medios aéreos. Pero, ¿cuánto CO2 se emitiría para producir miles de millones de toneladas de materiales antiácidos y arrojarlas al mar (por no hablar de los inmensos problemas de contaminación asociados a esta «solución»)?

Así, mientras cada año se baten récords de contaminación, liberación de CO2 y producción de plástico, se nos anuncian pomposamente objetivos que todo el mundo sabe que son inalcanzables. El objetivo global de la Cumbre de París (2015) era mantener «el aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de los 2ºC por encima de los niveles preindustriales» y proseguir los esfuerzos «para limitar el aumento de la temperatura a 1,5ºC por encima de esos mismos niveles». Pero «para limitar el calentamiento global a 1,5°C, las emisiones de gases de efecto invernadero deben alcanzar su punto máximo antes de 2025 a más tardar y disminuir el 43 por 100 antes de 2030».

Estos comunicados se parecen mucho a las cartas escritas a Papá Noel, deseos de niños que esperan que les caiga un regalo del cielo o de la chimenea. Sólo que aquí son los gobiernos del mundo los que se escriben cartas de Navidad a sí mismos, si es cierto, como nos dijo en mayo la World Meteorological Organization, que existe el 66 por 100 de probabilidades de que se alcance el aumento de 1,5° C de temperatura antes de 2027, es decir, dentro de cuatro años. La misma organización nos dice que ya en 2022 el planeta era 1,15 ± 0,13 °C más cálido que la media preindustrial (1850-1900), lo que convierte a los últimos ocho años en los más cálidos jamás registrados; que entre 2020 y 2021 el aumento de la concentración de metano en la atmósfera fue el más alto registrado desde que existen mediciones (y el metano es mucho más dañino que el dióxido de carbono para el efecto invernadero); que la tasa de calentamiento de los océanos se duplicó entre la década 1993-2002 y la 2013-2022; que la acidificación de los océanos se está acelerando. Y así sucesivamente.

Sin embargo, la crisis medioambiental siempre se describe como una amenaza futura, quizá más cercana, pero siempre futura, cuando incluso un periódico tan cercano a las corporaciones más contaminantes del planeta como el Financial Times, nos dice que la crisis es hoy, no mañana: «We emphasize the wrong numbers in what is a present reality, not a future threat». El planeta ya se está volviendo inhabitable. Como me dijo alguien que conocí en un encuentro casual: «No se puede vivir encerrado en un frigorífico». Sin embargo, la ciudad de mayor crecimiento de Estados Unidos es Phoenix, donde este verano la temperatura ha superado los 40°C durante más de un mes consecutivo por lo que la gente vive literalmente en un frigorífico, utilizando los sistemas de aire acondicionado a toda máquina, lo cual acelera el calentamiento global.

Desde cierto punto de vista, los señores de la tierra se comportan con la naturaleza como Estados Unidos con Rusia: le han hecho la guerra sin declarársela

Si Eugène Ionesco y Samuel Beckett crearon el teatro del absurdo, los dirigentes del mundo han inventado la política del absurdo. Para hacerse una idea de las dimensiones de tal absurdidad, basta comparar la atención, la movilización ideológica y los recursos dedicados a la guerra de Ucrania con la atención, los recursos y la movilización dedicados a la crisis medioambiental. Con la diferencia de que mientras la cuestión ucraniana pone en peligro la vida de 43,8 millones de seres humanos y afecta directamente el destino de menos de nueve millones de personas presentes en los territorios reclamados (y en parte ocupados) por Rusia, la crisis medioambiental no sólo pone en peligro la vida de miles de millones de personas, no solo condena a miles de millones más a la pobreza y al hambre, sino que ya obliga al éxodo forzoso a más de treinta millones de seres humanos anualmente, mientras algunas previsiones hablan de 1.200 millones de refugiados climáticos para 2050.

Mientras tanto, Rusia, por un lado, y los países de la OTAN, por otro, están gastando cientos de miles de millones de euros (o dólares o libras) en armamento y la guerra está costando cientos de miles de millones más sólo en el aumento de los costes debido a la inflación creada por el aumento de los precios de los productos básicos (y los déficits públicos debidos a los gastos bélicos). Si tan solo se dedicara una décima parte de estas sumas a la reconversión medioambiental, ya sería una revolución. Esto nos da una medida de la posición que ocupa el medio ambiente en la escala de prioridades de las elites que nos gobiernan: muy abajo, en el semisótano o directamente en el sótano.

Desde cierto punto de vista, los señores de la tierra se comportan con la naturaleza como Estados Unidos con Rusia: le han hecho la guerra sin declarársela. Una guerra despiadada y total. Los señores de la tierra tratan a nuestro planeta como esos merodeadores que asaltan ciudades, lo destruyen todo, lo saquean todo, lo queman todo y sólo dejan ruinas y muerte. Y dicen ser miembros de la aristocracia cognitiva: los que tienen derecho a dirigirnos porque «saben más» (know better). ¡Imaginemos lo que habría sucedido, si hubieran sabido un poco menos! Si nos fijamos en lo que hemos conseguido hacerle a nuestro planeta en apenas doscientos años, provocando la sexta extinción masiva, podemos decir que a nosotros los saltamontes nos importan realmente un pito.

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Estamos ejerciendo una violencia sin precedentes sobre esta «naranja azul», que orbita alrededor del sol. Uno se pregunta por qué hay tanta furia terrofóbica por parte de las elites dominantes. ¿Por qué están tan enfadadas con nuestro planeta? No pueden ser como los merodeadores que, tras saquear una ciudad, se encaminan a la siguiente. Por mucho que nos embauquen con la mítica industria espacial, no pueden emigrar a otro planeta después de hacer inhabitable éste. ¿Inconsciencia total? ¿Una inmersión total en el presente que borra todos los mañanas? ¿Un egoísmo sin límites? ¿Un síndrome del escorpión en el que la Tierra hace de rana? ¿O simplemente vileza, falta de valor para afrontar el problema?

Quizá una pista de por qué las elites se comportan como lo hacen nos la dio el propio Macron, cuando habló de otra violencia, la que estalló a finales de junio en Francia entre los jóvenes, casi todos hijos de migrantes que viven en ciudades dormitorio, violencia desencadenada por el asesinato de uno de ellos a manos de la policía. La solución, según el inefable Macron, es sencilla: «Orden, orden, orden». «Hay que restablecer la autoridad», porque la violencia depende de un «déficit parental»: «Una abrumadora mayoría [de los manifestantes adolescentes] tiene un marco familiar frágil, ya sea porque procede de una familia monoparental o porque su familia recibe ayudas por cuidado de hijos». En resumen, la culpa es de las madres solteras (madres solteras, léase de virtud disipada), que no pudieron o no quisieron inculcar los valores del comportamiento cívico a sus turbulentos vástagos. Dicho de otro modo, los chavales de las banlieues son violentos porque son unos hijos de... ¡Y nosotros sin darnos cuenta!

Quizá los miembros elites dominantes que gobiernan el planeta también ejercen tanta violencia sobre la Tierra porque, sin haberlo admitido nunca, son simplemente unos hijos de...

Sidecar
Artículo original: Darning the planet publicado por Sidecar, blog de la New Left Review y traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Adam Hanieh, «Imperio petroquímico», NLR 130.
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