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Torturar la evidencia, lawfare y mediafare en Reino Unido

Si la izquierda británica quiere superar la derrota del corbynismo, tiene que reconocer cómo se produjo esa derrota e identificar el papel vital desempeñados por las instituciones estatales, que intervinieron directamente en los asuntos del Partido Laborista.
Corbyn Manchester
Jeremy Corbyn fue objeto de una campaña exitosa de difamación sin consecuencias para sus impulsores.
31 jul 2023 05:26

En su ensayo de 1973 «The Coup in Chile», Ralph Milband advertía de que los movimientos de izquierda que no extrajeran las lecciones adecuadas del derrocamiento de Salvador Allende «bien podrían estar preparando nuevos Chiles para sí mismos». El periodista tory Peregrine Worsthorne, por su parte, se complacía en recomendar Chile como modelo positivo, cuando disfrutó de la hospitalidad de Pinochet en una gira realizada por el país durante el año siguiente: si un equivalente británico del gobierno de Allende llegara alguna vez al poder en Gran Bretaña, informaba Worsthorne a sus lectores, «espero y rezo por ello para que nuestras fuerzas armadas intervengan para evitar tal calamidad tan eficientemente como lo han hecho las fuerzas armadas en Chile». El archiconspirador de la novela de Chris Mullin A Very British Coup (1982 ) se llamaba «Sir Peregrine» en su honor.

Durante la etapa de Jeremy Corbyn como líder del Partido Laborista, hubo algunas especulaciones nerviosas en la izquierda sobre la posibilidad de una intervención militar si llegaba convertirse en primer ministro de Gran Bretaña. Se podía encontrar suficiente materia prima para inflamar tales ansiedades, que iban desde las críticas públicas al líder laborista efectuadas por parte de determinados altos mandos militares y de los servicios de inteligencia británicos hasta el notorio episodio en el que miembros del Regimiento de Paracaidistas con base en Kabul utilizaron la imagen de Corbyn para practicar tiro al blanco en un campo de entrenamiento. Pero hablar de un golpe de Estado postrero sirvió en última instancia como distracción del peligro más acuciante consistente en el despliegue de una estrategia de lawfare contra el levantamiento izquierdista de 2015-2019.

Mientras Gran Bretaña vivía una crisis política más profunda al hilo del Brexit, la BBC puso esa reputación al servicio de los opositores de Corbyn con la emisión de su documental «Is Labour Antisemitic?»

El lawfare ha sido la principal arma utilizada contra la izquierda latinoamericana durante los últimos años. Desde la inculpación de Lula por el juez Sergio Moro hasta las falsas acusaciones de fraude electoral con las que se justificó el violento derrocamiento de Evo Morales, las fuerzas conservadoras de la región prefieren operar bajo una bandera pseudolegal en lugar de lanzar un ataque frontal contra el régimen democrático. En estos esfuerzos han recibido el apoyo de organismos como la Organización de Estados Americanos (OEA), que no poseen autoridad legal como tales, pero que pueden otorgar una apariencia de legitimidad moral a las afirmaciones espurias de que se han infringido las normas o se han robado las elecciones.

Gran Bretaña tiene una amplia experiencia en el uso de estos métodos, aunque se han empleado más para defender del escrutinio a quienes ya están en el poder que para eliminar a los aspirantes de izquierda que suponen una amenaza para el statu quo. De John Widgery a Brian Hutton, hay una larga lista de altos cargos judiciales que se negaron a sacar las conclusiones que las pruebas les obligaban a sacar, cuando estaban en juego intereses vitales de la élite del poder británico. Después de que Hutton leyera las conclusiones de su informe de 2004 sobre la muerte del científico nuclear David Kelly, el columnista de The Guardian Jonathan Freedland observó los murmullos de incredulidad procedentes de los presentes en la sala de audiencia presidida por Hutton y planteó la pregunta obvia:

Si una discusión se prolonga lo suficiente, pronto pediremos a un juez que la investigue por nosotros en forma de investigación pública. Vemos y oímos las mismas pruebas que él, pero seguimos dotándole de algún poder místico para llegar a una verdad concluyente que nosotros no hemos visto. Y al final baja de la montaña, como el sumo sacerdote de antaño, y dicta sentencia. El espectáculo de ayer rompió esa ilusión. De repente, usted se percibe escudriñando a través de la grandeza y la mística y se pregunta: ¿quién es exactamente este hombre? ¿Por qué fue elegido para desempeñar esta tarea?

El breve coqueteo de Freedland con el escepticismo no sobrevivió al contacto con la Gran Recesión. Como uno de los principales francotiradores de The Guardian contra la izquierda en la última década, él mismo se ha apoyado profusamente en «la grandeza y la mística» de los organismos oficiales. Sin embargo, su argumento aquí es obviamente sólido, tanto si él mismo decide recordarlo como si no. Widgery no fue nombrado juez con la condición de que encubriría una masacre de civiles a manos de soldados británicos perpetrada en Derry en 1972. Tampoco Hutton lo fue con la de que ofuscaría deliberadamente el proceso de toma de decisiones conducente a la invasión de Iraq. Pero ninguno de los dos hombres habría ascendido en su carrera profesional sin tener una idea muy clara de lo que se esperaría respectivamente de ellos en situaciones como estas, si alguna vez se produjeran.

Este contexto histórico es útil para entender el gran éxito de la campaña lanzada contra la izquierda del Partido Laborista por su corriente derechista. Esta tomó la iniciativa de la misma, pero recibió un inestimable apoyo de determinadas instituciones estatales y paraestatales en su intento de deslegitimar el liderazgo de Corbyn y de presentarlo como una abominación moral. La BBC y la Equality and Human Rights Commission (EHRC) suministraron las armas más importantes de su arsenal, que siguen esgrimiéndose a día de hoy.

Aunque la radiotelevisión pública británica carece de poderes judiciales, goza de una reputación única como fuente fiable de información periodística. Mientras Gran Bretaña vivía su crisis política más profunda desde la Segunda Guerra Mundial al hilo del Brexit, la BBC puso esa reputación al servicio de los opositores de Corbyn con la emisión de su documental «Is Labour Antisemitic?», que pretendía demostrar que Corbyn y sus aliados habían hecho todo lo que estaba en sus manos para fomentar y proteger el antisemitismo presente en el Partido Laborista. El documental exponía una narración de los hechos «totalmente engañosa», dicho en palabras de Martin Forde, el abogado a quien el sucesor de Corbyn, Keir Starmer, encargó la elaboración de un informe sobre la cultura organizativa del partido. Starmer aceptó íntegramente las conclusiones del informe elaborado por Forde, pero dejó pasar la oportunidad de expresar la más mínima crítica cuando este fue publicado. En los anales del periodismo, «Is Labour Antisemitic?» pertenece a la misma estirpe que el reportaje de Judith Miller para The New York Times sobre las armas de destrucción masiva.

Aunque ninguno de los actores que se han apoyado en el mencionado documental, que es un instrumento gratuito de agresión contra Corbyn, ha reconocido el veredicto condenatorio de Forde, la dirección de Starmer y sus seguidores mediáticos tienden ahora a referirse con mucha más frecuencia al informe de la EHRC [Comisión de Igualdad y Derechos Humanos] sobre el antisemitismo existente en el Partido Laborista, en particular a la afirmación contenida en el mismo de haber detectado claras infracciones de la ley de igualdad durante la dirección de Corbyn. Este sería sin duda un argumento de peso, si la EHRC fuera un organismo creíble autor de un informe serio. Por desgracia, en este caso no se cumple ninguna de las dos condiciones.

El gobierno de Blair-Brown creó la EHRC en 2007 sin pretender en ningún caso, obviamente, que el organismo se convirtiera en un intrépido opositor a la desigualdad estructural. Después de todo, el primer presidente de la Comisión fue Trevor Phillips, que se ha labrado un lucrativo nicho en la prensa tory como infatigable apologista del racismo político. Ante la posibilidad de que el órgano estatutario siguiera resultando problemático, el Partido Conservador se propuso doblegar a la EHRC a su voluntad tras volver al poder en 2010. Esta estrategia siguió dos vías: por un lado, los conservadores redujeron drásticamente el presupuesto operativo de la EHRC a menos de un tercio de su nivel anterior para 2020; por otro, nombraron a aliados ideológicos al frente del organismo.

Llegados a este punto, cabría esperar que los comentaristas británicos hablaran de «teorías de la conspiración», la réplica habitual a cualquier forma de análisis estructural. Para que el término «conspiración» tenga algún significado, debemos contar al menos con un intento protagonizado por parte de los implicados para ocultar lo que están haciendo, aunque no lo consigan. Sin embargo, no había en absoluto nada de discreto en el plan conservador para remodelar la EHRC. Uno de los implicados, Ian Acheson, se jactó de ello en un artículo publicado en The Spectator.

La EHRC decidió investigar las acusaciones sobre el antisemitismo presuntamente existente en el Partido Laborista por la misma razón por la que se negó categóricamente a investigar las acusaciones de islamofobia imperantes en el Partido Conservador, a pesar de recibir múltiples peticiones para hacerlo en este caso, acompañadas además de una voluminosa documentación que acreditaba su existencia. Es un organismo partidista hasta la médula y el informe que elaboró sobre el Partido Laborista durante la dirección de Corbyn reflejaba su carácter institucional.

La EHRC llegó claramente a la misma conclusión que Martin Forde sobre la credibilidad de «Is Labour Antisemitic?», pero optó por ignorar por completo la existencia del documental: se puede leer el informe de cabo a rabo sin saber siquiera que este existe. Era la única manera de evitar la refutación explícita de las afirmaciones efectuadas por la BBC en el citado informe sin asumir la responsabilidad de las mismas en un documento que podía ser objeto de impugnación legal, si hacía afirmaciones específicas y falsables sobre personas concretas. La EHRC no encontró prueba alguna que apoyara la habitual narrativa de los medios de comunicación británicos sobre el «antisemitismo del Partido Laborista», pero se esforzó sobremanera por producir algo, cualquier cosa, que pudiera utilizarse para denunciar a Corbyn.

Su conclusión de «acoso ilegal» podría servir como estudio de caso del uso torticero del derecho. Los autores del informe simplemente se inventaron una ley, que supuestamente regiría los límites de la la libertad de expresión legítima sobre Israel –una ley que simplemente no existe en la legislación vigente– y la aplicaron retrospectivamente a los comentarios efectuados por la diputada laborista Naz Shah en las redes sociales antes de ser elegida diputada del Parlamento británico. Tras otorgarse a sí misma la autoridad para declarar ilegales determinadas formas de expresión, la EHRC pasó a construir un tortuoso razonamiento lógico en virtud del cual el exalcalde de Londres Ken Livingstone también habría infringido la mencionada ley por el mero hecho de defender a Shah. Finalmente la EHRC llegó a la conclusión de que el propio Partido Laborista era colectivamente responsable de la supuesta transgresión efectuada por Livingstone.

Cualquiera que haya leído el informe de Widgery sobre la masacre del Domingo Sangriento (Derry, 1972) perpetrada por el ejército británico o el informe de Hutton sobre la muerte de David Kelly reconocerá la metodología empleada. En lugar de empezar con las pruebas y proceder paso a paso hasta llegar a una serie de conclusiones, se parte de las conclusiones a las que se quiere llegar y se torturan las pruebas hasta que estas firman una confesión completa. Esta metodología puede utilizarse para condenar a los inocentes con la misma facilidad que puede serlo para absolver a los culpables.

Desde entonces, la EHRC ha cambiado de aires y ha ofrecido sus servicios a los conservadores en su batalla contra los derechos de los transexuales, sobre todo proporcionando una valiosa cobertura al gobierno de Rishi Sunak, que pretendía vetar una nueva ley de reconocimiento de género promulgada por el Parlamento escocés. Ministros conservadores como Kemi Badenoch siguen nombrando a aliados políticos al frente de la EHRC, que ahora posee la misma pretensión de autoridad que el Tribunal Supremo de estadounidense y otras instituciones títeres de la misma naturaleza. La prensa liberal ha descubierto tardíamente que puede haber algún tipo de problema con la EHRC, aunque sus columnistas siguen recurriendo a la acusación a medio elaborar esgrimida contra el liderazgo de Corbyn como si fuera un texto sagrado.

Si la izquierda británica quiere superar la derrota del corbynismo, tiene que reconocer cómo se produjo esa derrota e identificar el papel vital desempeñados por las instituciones estatales, que intervinieron directamente en los asuntos del Partido Laborista. El liderazgo de Starmer del Partido Laborista es un proyecto del Estado británico en un sentido muy tangible.

Este hecho no hay que entenderlo en el sentido de que el Partido Laborista haya sido haya sido infiltrado y saboteado desde el exterior. El partido en sí mismo es una parte integral del sistema estatal y el liderazgo de Corbyn, un hombre en el que no se podía confiar para encubrir vuelos de tortura y crímenes de guerra, era la excepción a la regla. El propio Starmer, sin embargo, está inusualmente en sintonía con la cultura del Estado, ya que ha sido fiscal antes de convertirse en diputado. Todas y cada una de las acciones que ha emprendido desde que se ha convertido en líder del Partido Laborista, transmite la impresión de un hombre que lleva el Estado en sus venas. El hecho de que Corbyn y sus aliados nombraran a una figura de este perfil para supervisar la política laborista sobre el Brexit durante la crisis de 2018-2019 sugiere una ingenuidad dañina por su parte.

Las rutas más plausibles para la recuperación de la izquierda en Gran Bretaña se encuentran todas fuera del Partido Laborista, siendo reseñable que una de estas vías de salida, la alcaldía de Tower Hamlets presidida Lutfur Rahman, se creara después de un ejercicio previo de lawfare utilizado para obtener su destitución en 2015. Richard Mawrey, el juez que falló contra Rahman, basó su veredicto en una legislación originalmente diseñada para suprimir el movimiento por el autogobierno irlandés, regada con una visión prejuiciosa de la comunidad local de Tower Hamlets, que hacía pensar en un funcionario del Raj en la Bengala del siglo XIX. Rahman no agachó la cabeza ante esta arrogancia neocolonial y la negativa de sus partidarios a dejarse intimidar ha permitido llevar a cabo algunas reformas modestas pero bienvenidas en el ámbito municipal. De Tower Hamlets se desprenden algunas lecciones evidentes para quienes estén dispuestos a extraerlas, que pueden aplicarse más allá del este de Londres.

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Artículo original: Torture the evidence, publicado por Sidecar, blog de la New Left Review y traducido con permiso expreso por El Salto.Véase Daniel Finn, «Contracorrientes», NLR 118.
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Max Montoya
Max Montoya
31/7/2023 17:03

El lenguaje tiene como básica función manipular, mentir, engañar a favor de nuestros intereses. Todos aquellos que hablan de que el lenguaje es desvelamiento del ser (aletheia), como la Heidegger & Co., ignoran que el lenguaje es mentira, manipulación, engaño. El mismo lenguaje oscuro de la Heidi demuestra que esconde en su negrura un pensamiento banal (el tiempo que tenemos es limitado y la muerte acaba con todo, hay que vivir). Pero el lenguaje, como adaptación, es todavía más seleccionado por la naturaleza cuando aparenta que dice la verdad mientras manipula. Eso se logra mejor cuando la persona que manipula se autoengaña primero, pues no da señales corporales, externas, de estar mintiendo. El reino de la tierra está lleno de estos, cuyos hijos heredan la genética que posibilita esta adaptación (este desprecio) sobre la verdad de los hechos.

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