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Medio ambiente
Patrimonio medioambiental de Madrid, pasado y futuro
(Este artículo es un resumen del publicado por el mismo autor en el primer número de la revista madridcasadecampo.)
La Naturaleza siempre precede a las ciudades, y también las condiciona y modela. Su implantación depende de factores como el soleamiento, los vientos dominantes, la presencia de agua, los corredores naturales, o el suministro de alimentos en un entorno cercano. Estos criterios fueron esenciales hasta que los avances tecnológicos permitieron crear poblaciones como Las Vegas o las capitales de las petroeconomías de Oriente Próximo: oasis artificiales con un coste ambiental inmenso que se ofrecen como espejismos de la capacidad del capitalismo para ocupar el territorio.
Ese no es el caso de las viejas urbes europeas, y Madrid no es una excepción a la regla. Fundada en una alcarria que domina la vega circundante, la ciudad conoció una suave evolución natural desde su fundación hasta mediados del siglo XVI, cuando una decisión política la convirtió en capital de un imperio en el que ”no se ponía el sol”. En ese momento lo reducido de su perímetro y su escasa población apenas exigieron intervenir en su entorno, aunque se tuvieron que multiplicar los “viajes de agua” para alimentar las fuentes de la villa. Y es que algunas piezas claves del Patrimonio medioambiental madrileño ya estaban prefiguradas cuando Felipe II instaló su Corte. Así, al Este la ciudad limitaba con la vaguada del Paseo del Prado, que fue urbanizada para convertirse en escenario destacado de la vida cortesana, y que con sucesivas transformaciones ha perdurado hasta nuestros días. En el costado opuesto también se esbozaba la Casa de Campo en torno a la villa suburbana de los Vargas, que fue ampliada hasta convertirse en el mayor -y más céntrico- parque urbano de Europa. Y el Real Bosque al pie del Alcázar anunciaba ya el futuro Campo del Moro.
Hacia la Naturaleza falsificada
En el siglo siguiente se va a levantar un contrapunto oriental a la Casa de Campo: los jardines del Buen Retiro. Concebidos como complemento de un nuevo palacio, presentan la singularidad de ocupar una meseta con ligera pendiente hacia el Prado poco adecuada para este fin, lo que exigió construir norias para alimentar el estanque y una ría navegable que servían simultáneamente como depósitos para el riego de los jardines circundantes. Surge así un bosque regio “artificioso” frente al “natural” del costado opuesto de la ciudad; aunque ambos son terrenos fuertemente antropizados donde se efectúan riegos y replantaciones, talas y sacas de leña. En cualquier caso, no deja de resultar sorprendente que a mediados del siglo XVII ya estuviesen establecidos los dos parques más populares de la capital.
La época borbónica va a sistematizar las aportaciones precedentes, urbanizando el Prado, ensanchando la Casa de Campo, y abriendo al pueblo los jardines del Retiro. Igualmente ampliará el casi inexistente alcantarillado, y trazará nuevos bulevares arbolados en la Virgen del Puerto, en San Antonio de la Florida, en la Puerta de Toledo, y en el “tridente” barroco de las Delicias. A una escala superior, una serie de parques regios enlazará el Palacio Real con el del Pardo pasando por el Real Sitio de la Florida y el punto intermedio de la Moncloa, mientras que el Real Canal del Manzanares regularizará una vía acuática paralela al río hasta su desembocadura en Vacíamadrid.
El siglo XIX va a intentar introducir la Naturaleza –con mayúsculas- dentro de la ciudad. Madrid había crecido a costa de una creciente densificación del tejido urbano, ocupando las huertas y jardines que la esponjaban. Para contrarrestar esta pérdida se emprendió la apertura de plazas mediante el derribo de algunos conventos, creando los primeros squares ajardinados (pzas. de Sta. Ana, de Oriente, de las Cortes, de Bilbao, de Isabel II, etc.), como réplicas a escala de una campiña cada vez más inaccesible a los ciudadanos. Mayor artificio supuso la construcción del Canal de Isabel II, que trajo las aguas del río Lozoya para verterlas finalmente al Manzanares, en un insospechado “trasvase” entre cuencas fluviales. Esto permitió multiplicar el arbolado callejero y trazar nuevos parques urbanos, como el del Oeste, plantado con especies exóticas que recrean un inesperado paisaje serrano. Aun así, su presencia consolidó la vocación verde de un recorrido donde se suceden las alamedas de la Bombilla, los viveros municipales, la Ciudad Universitaria, la ya citada Moncloa, el Club Puerta de Hierro y el Monte del Pardo.
Éste corredor conoció todavía una intervención fundamental en los años veinte del pasado siglo, cuando se saneó el río canalizándolo con un criterio tan correcto como mezquino. El nuevo cauce resultó estrecho para contener las riadas, obligando a reformarlo veinte años después, esta vez con un presupuesto generoso materializado en una ejecución de gran calidad constructiva, pero con un criterio equivocado que buscó dar apariencia de gran río europeo a la reducida corriente del Manzanares, embalsándolo en sucesivos tramos escalonados mediante represas móviles, que ingenuamente incorporaban esclusas para facilitar un tráfico fluvial que nunca llegó a existir.
Poco después el arroyo Abroñigal que cercaba el lado oriental de la ciudad vio cómo se enterraba su caudal, que fue sustituido por la riada de automóviles que recorren la M-30, prolongada por las riberas del Manzanares para completar el circuito automovilístico en torno a la ciudad. Eso sí, los terrenos que bordeaban la autopista se convirtieron en jardines para mitigar el impacto del tráfico sobre las barriadas vecinas. ¡Una vez más se “naturalizó” falsamente el territorio sin tener en cuenta su dimensión medioambiental! Y aunque aparente lo contrario, igualmente agresiva fue la última intervención que nos ocupa: el soterramiento de la M-30 junto al Manzanares para crear el paisaje artificial conocido como Madrid Río. La solución adoptada supone eliminar todo contacto entre el nivel freático natural del río y el jardín que “crece” sobre las losas de hormigón.
Recuperando la Naturaleza
Sorprendentemente, la presión de los grupos ecologistas logró poco después que las compuertas que rebalsaban el río fuesen levantadas en la llamada “renaturalización” del Manzanares. Surgió así un paisaje primigenio de isletas y marjales donde brotan los carrizos y se refugian y crían las aves acuáticas, alimentadas con los peces que vuelven a surcar la corriente; introduciendo por vez primera un trozo de naturaleza fluvial verdadera en el corazón de la urbe, y demostrando cuán diferente podría haber sido el entorno de haber buscado una solución más sensible y menos precipitada para resolver el problema generado por la autopista.
El éxito de esta última intervención demuestra que es el momento de hacer un alto en el camino y recapacitar sobre unas actuaciones que han incrementado enormemente el “verde urbano” sin tener en cuenta su verdadero valor ambiental; remendando el territorio con retazos ajardinados en los bordes de carreteras y autopistas que suplantan antiguos cauces, y que sólo remedan una apariencia natural sin atender en verdad al funcionamiento y las exigencias de la Naturaleza, con praderas alimentadas con riego automático y punteadas con especies exóticas mantenidas mediante un enorme gasto energético y un creciente estrés hídrico.
Es el momento de reflexionar y reconvertir lo “verde” en lo “natural”, de replantear los parques existentes con criterios medioambientales que prevean los condicionantes impuestos por el cambio climático, y de conectarlos mediante verdaderos “corredores ecológicos” que permitan recomponer las interrelaciones simbióticas interrumpidas entre diversas especies: de plantas y animales, de aves e insectos polinizadores, de mamíferos que buscan adaptarse a un entorno hostil y de humanos que anhelan volver a relacionarse con su entorno.
En este sentido, hay que alabar los esfuerzos desplegados por las asociaciones ecologistas para recuperar la ruta hasta El Pardo por las riberas del Manzanares. Éste debería ser el primer paso para recuperar un eje tan importante para la fauna y la flora de la Comunidad, resolviendo los problemas creados por los nudos de autopistas que aparentemente enlazan el territorio cuando en realidad lo dividen y estrangulan. Y todavía más ambicioso es el “corredor ecológico del suroeste” que pretende salvaguardar un extenso territorio todavía sin urbanizar para conectar la Casa de Campo con el Parque Regional del curso medio del Guadarrama, comunicando su cuenca fluvial con la del Manzanares.
Conscientes de esta evolución, se abre una nueva fase en la que tenemos la posibilidad de revertir parcialmente los errores pasados, creando un ecosistema urbano que permita florecer la biodiversidad y favorecer simultáneamente el desarrollo físico y psicológico de los ciudadanos.
Recuperar el equilibrio medioambiental no será fácil; los ecosistemas son muy complejos y será imposible atender a todos los factores que los condicionan. Pero es imprescindible ponerse a la labor: la Naturaleza -desde la geología al clima, desde los cursos fluviales a la botánica, desde la zoología a los niveles freáticos- impone sus condiciones, y sólo atendiéndolas podremos optimizar nuestras urbes y minimizar los impactos negativos que generan en la biodiversidad. El confinamiento durante la pandemia –cuando admiramos asombrados como zorros y jabalíes se adentraban en territorios urbanos que habitualmente les están vedados- ha demostrado también que esa misma Naturaleza puede ser nuestra mayor aliada por la rapidez con la que reacciona ante los cambios del comportamiento humano.
En nuestras manos está el conseguirlo.