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Eli y Lota salieron disparadas de su manzana aquel miércoles de octubre de 2054. Tenían cita con dos de sus babhuskas. Después de la Gran Redistribución, cada criatura de más de diez años podía elegir hasta tres babhuskas no biológicas. Las familias mutantes aceptaban un gran número de integrantes y al convivir todos juntos, salvo en los espacios de intimidad voluntaria, la muchachada disfrutaba, y sufría —había que escucharlas a veces a solas— de una filiación colectiva que convertía a cada una de ellas en un crisol de características, hábitos, deseos y manías difuso, y a veces confuso. Por ejemplo, Lota era un as en la forja como su segunda madre; con madera para los deportes como sus tíos y la determinación de Daga, el pastor alemán de la manzana. Eli, sin embargo, era parsimoniosa como todas sus primas por parte de uno de sus padres, pero cabezota como su madre primaria. El lío de las parejas simultáneas y los tríos podía llegar a sumir a las chavalas en un mar de dudas, pero a la larga liberaba de la opresión de la familia nuclear, o al menos eso decían las tías más mayores, las que vivieron el tiempo antes del colapso.
Pero ojo con llamar criaturas a Eli y a Lota. Ese verano habían cumplido la edad de paso a la segunda época. Precisamente por ello, hoy, después de doce años campando a sus anchas por su distrito, podrían salir de él solas en bicicleta. En su caso, Pacificuela, municipio 13 de la mancomunidad de Majerit Manchada, meseta, en la zona conocida antes de la violencia como Madrid/Toledo. El trayecto iba a ser fundacional, como lo era todo aún en su corta vida.
Las babhuskas, mujeres de más de 60, tenían para ellas solas un municipio privilegiado, no muy lejos de Pacificuela. Se trataba de la Puerta del Retiro y ocupaba la parte de lo que había sido el Madrid más monumental. El cometido de las babhuskas era salvaguardar el Legado. Gestionaban horizontalmente la Biblioteca de Dispositivos, el Museo de la Biodiversidad y la Real Academia del Relato. “¡A punto estuvo de perderse el recuerdo y capacidad de narrar en la etapa de la gran fragmentación!”, repetían siempre.
Les gusta sentarse en torno a la fuente verde del dios romano Neptuno, jugar a la petanca por equipos y al mus, hacer solitarios. Las más tranquilas hacen punto de cuerda con plástico antiguo. Las partidas de hebras sacadas durante la Moratoria de los Océanos que dictaron los grandes juicios al genocidio medioambiental fueron fenomenales. Gracias a la sombra de sus toldos, su distrito es el más fresco de la región MM.
Para alcanzar la linde, Lota y Eli tienen que atravesar una malla de voley que unas niñas han puesto entre las dos plazuelas de Luca de Tena, las farolas con placas solares son buenos postes para ello. Pfffim, se cuelan por debajo, les encanta merodear la velocidad máxima fijada para las bicis. Básicamente, llegan tarde. Hoy, en su primera visita solas. Temen la ira de Betsabé, la segunda babhuska de Eli, que lleva preparando meses este encuentro. “Increible que la vayamos a liar justamente hoy, Lota”.
Ahí está: el verdadero rubicón de esta aventura, de este rito de paso. La pradera de Atocha que separa los dos distritos. El gran Museo del Ferrocarril descolla junto a las ruinas de un McDonalds, la M fue pintada de azul por unas grafiteras simulando una ola gigante. La referencia a las inundaciones no hizo gracia a muchos, especialmente a los mayores, quienes las vivieron, pero se decidió dejar como recordatorio del horror. Y del error. El museo ha sido progresivamente ampliado a medida que las necesidades de transporte por vía férrea se han hecho cada vez más exiguas. Un tren de mercancías con troncos de Peguerinos atraca en el andén, la distribución de la leña para las calderas colectivas este invierno ha comenzado hace sólo unas semanas y la majestuosidad de la operación atrapa a las dos. “Vamos, Eli”.
—Prisa mata, criaturas. Sentaos —saluda parcamente la babhuska Betsabé desde el otro lado de la verja al escuchar derrapar las bicis.
Las chicas se acomodan con las camisetas sudadas, no se ha conseguido frenar la ampliación del verano hasta entrado noviembre, pero a la sombra de los almeces del jardín de la residencia no se está nada mal. Babhuska Zaina sirve el té moruno con las hojitas de hierbabuena recién arrancadas de un arriate, justo al lado de las letras oxidadas donde se lee “Hotel Ritz”.
—¿A que no ha sido para tanto venir solas?
Está estipulado que el primer trayecto en soledad de los doce años, siempre en pareja, ha de realizarse para ver a dos de las babhuskas de cada cual, biológicas o elegidas. Ellas han de dar lo que, para las nietas, es un sermón —hay cosas que no cambian— y para las abuelas, un mensaje revelador. Aun así, el pastel de madroños esta buenísimo. Y dos vasos de chupito han sido sacados como dos dedales por Zaina, la más juguetona, la que trata de tamizar el efecto del imperdonable retraso.
—Desde hoy, os nombramos aprendices del Legado. En los próximos cuatro años os enseñaremos los rudimentos del oficio archivero. Aprenderéis a transmitir, a recordar, a organizar y, por último, a narrar los cambios. Es importante narrar.
Las niñas ya tienen ganas de volver, volver a cruzar la impresionante pradera. Con suerte podrán admirar los troncos Paseo de las Delicias abajo antes de la cena.
—A partir de hoy, podréis además usar nuestros terminales comunes. Las placas de Arduino son sensibles, pero confiamos en vosotras. Pronto podréis aplicar todos estos años de aprendizaje del lenguaje de programación. ¿Cuántas horas vais a esa escuela?
—No se llama escuela, abuela, se llama liceum. Está en las yurtas del río.
—Vamos tres horas. O menos.
—Uy, nosotras pasábamos en la escuelas de hormigón casi las tres cuartas partes de nuestro día. Clases, actividades, siempre a cubierto. Apenas salíamos al parque.
—Sí, babhus. Un auténtico rollo… Ya nos lo has contado.
—¿Trabajabais también tanto?
—Más, entre 8 y 10 horas diarias. Yo era azafata. Volaba de un lado a otro pero estaba siempre en el mismo sitio.
—Yo importaba carne de Argentina.
—¿No había aquí?
—Sí, pero se creía que aquella era buena, y lo era, pero…
—Había gente que tardaba hasta una hora en llegar a su trabajo. Y nadie se lo pagaba.
—¿Y quién cuidaba de la casa, de las personas?
—¡Las abuelas!
—¿Y quién cuidaba de las abuelas? ¿Los abuelos?
Se hace un silencio y luego las babhuskas estallan en risas.
—En verdad, perder fue lo mejor que nos podía haber pasado. Perdimos los coches, las horas de trabajo, las casas y los electrodomésticos individuales… Y ganamos el tiempo. Antes solo se perdía. Y ese era el peor de los miedos, el peor de los pecados. Ahora podemos hasta matarlo.
—¿Entonces por qué te enfada que lleguemos tarde?
—Porque os iba a contar esto: todo lo que tuvimos que perder para salvar parte de lo que aún no habíamos perdido.
La babhus Zaina llena por fin los dedales de vidrio templado con un líquido ámbar que sale de su petaca, repujada con arabescos en relieve. Matar el tiempo.
—A la salud del Legado.
—Y del arte de aprender a perder algo para no seguir perdiéndolo todo.
Lota y Eli emprenden el camino a casa. Quieren sentarse en lo alto del Observatorio Astronómico para ver, como Huckleberry y Tom, el último tronco sobre el cielo rojizo. Algún día, mucho tiempo después y andando el tiempo y el siglo, tal vez en la frontera con el siglo XXII, recuerden las palabras de sus babhuskas… El lujo de matar el tiempo. El arte de perder para no perdernos definitivamente.