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Escribo la palabra “queer” y pienso en algo que golpea e interroga, que examina las identidades de género/sexuales desde la duda y la sospecha, como quien revuelve un cajón. Lo queer es una búsqueda de ‘terceros espacios’ desde los que socavar la lógica dual del poder (eso que Cixous llamó “pensamiento binario machista”); es una forma radical de disidencia contra el patriarcado y su heteronorma. Parte de un deseo de hibridación, de fluidez, que busca destruir las categorías cerradas y señalar la mentira biologicista que marca nuestros cuerpos desde que nacemos tan solo para ponernos a unas por debajo, a otros por encima. Cuando digo “queer” imagino un mapa desmontable, a la manera de Deleuze y Guattari, que solo se cartografía para ser modificado. Imagino una frontera que constantemente se desdibuja y se desplaza, que desplaza con ella los dos territorios que finge separar. Imagino vivir en esa frontera imprecisa, construir allí un hogar.
La poesía queer sabe que el lenguaje del amo es un lenguaje-macho y que el único modo de dinamitarlo es nombrar otra vez, nombrar distinto, buscar otras palabras donde pueda crecer algo, donde pueda, al fin, brotar la idea de un bosque
Lo queer es un modo de pensar sin dejar de moverse (pues es corriendo campo a través como el conejo escapa de los perros y no volviendo a la misma madriguera que estos olfatean). Es una manera de explorar el límite con la única intención de excederlo, porque nunca ha creído que donde el sistema dice fin acabe nada. Esa exploración de los límites desde la que lo diverso (zarza, mano, hueco) se conjura se convierte también en un intento de rebasar los confines de la lengua. La poesía queer sabe que el lenguaje del amo es un lenguaje-macho y que el único modo de dinamitarlo es nombrar otra vez, nombrar distinto, buscar otras palabras donde pueda crecer algo, donde pueda, al fin, brotar la idea de un bosque: “Salgan/ de donde quiera que estén./ Necesitamos reunirnos/ en este árbol/ que no ha sido/ plantado/ todavía” (nos invocaba June Jordan). Huye de la luz-Razón sobre la que se erige la idea de Occidente, de esta estirpe maldita que afila sus bayonetas y sus cantos mientras mujeres, maricones, bolleras, trans, negras, moras, pobres, locas, enfermas, todas las que nos escondemos en los márgenes, seguimos siendo perseguidas y explotadas. La poesía queer se aparta de esa luz que golpea (“Mira las veo muy bien están recogiendo algunas cosas/ abren ruta a tientas van palpando ensayo error llevan/ ojos abiertos pero la luz es dañina”, escribe Sara Torres) y se busca en la umbría (“nuestro crimen/ es solo hacer marcada sombra/ o romper el molde sin vacilar”, dice Adrienne Rich). En la noche más negra del lenguaje encuentra una verdad pequeña, un centelleo de insecto: algo que brilla sin dañarnos los ojos.
La poesía queer se levanta contra la Ley del Padre, maldice mil veces la masculinidad heredada, esa trampa antigua. Sabe que la hombría no es más que un señuelo, algo oscuro y terrible de lo que hay que escaparse: “Si mi padre me dice sé un hombre/ yo me encojo como una larva,/ clavo el abdomen bajo el anzuelo” (dice Ángelo Néstore). Al que nombra como cuerpo-mujer, el Padre le entrega el silencio y un grillete, el miedo, un corsé y un espejo que todo lo deforma. Al cuerpo que identifica como hombre, le exige que esconda el susurro y grite la orden aprendida, que guarde lo suave y se avergüence: “Ahórcate, balanceado entre cada línea que te caligrafiaron: marica./ Entierro bajo el cajón el verso ahembrado./ {sintagma – estigma} / Aquella palabra ya la pronunció el Padre en cada almuerzo/ partiendo el pan que proveía” (escribe Jose de la Vega). La poesía queer borra el estigma, intercambia los cuerpos, los corsés, los nombres, para que las que caemos nos veamos; para que caer sea también un modo de abrazarnos.
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Madre mía, si alguien es capaz de leer esta misandría merece acompañar a esta poetisa a un centro psiquiátrico.
Realmente hay gente pululando por la sociedad con estas ideas??
da miedo