Procés
España dentro de Catalunya

Artículo de análisis sobre el tema que marca la política institucional hoy: el desafío soberanista de Catalunya y el repliegue identitario con el que el Estado español ha contrarrestado el movimiento del Govern.

Puigdemont Carmela
Carles Puigdemont junto a Manuela Carmena.

En su fascinante Historia del poder político en España (sintomáticamente agotado en las librerías), José Luis Villacañas relaciona la debilidad histórica del Estado español con la pervivencia, a lo largo de la modernidad, de la forma imperio, lo que habría generado, de puertas hacia dentro, una insuficiente homogeneización nacional y, como consecuencia de ello, un poder político-militar docto en la represión de su propio pueblo (que nunca llegó a ser tal), e igualmente diestro en coleccionar derrotas exteriores.

El proyecto político inacabado, en los parámetros de la modernidad, que llamamos España mantendría, según Villacañas, una relación problemática con sus territorios políticamente más avanzados. Así, la mayoría de las veces, la viabilidad del Estado ha sido condicionada al acuerdo entre las élites dirigentes del centro y las periferias. Otras veces, y en otros ámbitos, la debilidad del centro político ha propiciado que España sea en muchos aspectos un país de periferias (y Cataluña su motor), lo cual no debería suponer un trauma, sino una oportunidad para afirmar la potencia política de la diversidad en un futuro federal que tendrá necesariamente que llegar algún día.

Sin embargo, Cataluña y España no son realidades suprahistóricas que se relacionan, sino el fruto inmaduro de una relación que las constituye. Al menos en términos de identidad nacional, ya que a nivel institucional España ha conseguido ser Una (y no cincuentaiuna) por medio de arreglos entre élites que han traído, que nadie se engañe, más años de estabilidad que de conflicto y un progresivo perfeccionamiento institucional que explica la solidez, a pesar de la profunda crisis de representación, del sistema político español. La ruptura a la que asistimos actualmente es la consecuencia lógica de la quiebra del modelo que dotó de equilibrio al sistema de la Transición, cuyo paulatino vaciamiento de lo político pudo ser ocupado, parcialmente, por el tira y afloja económico-identitario que emergía del reconocimiento constitucional (con la boca pequeña) del llamado “problema territorial”.

En la historia reciente de España, los momentos de cierta apertura política han ido acompañados de un claro repliegue identitario. ¿Es esto casual? Sostenemos que no, que la apertura democrática que representan los momentos políticos clave, como el periodo transicional y, últimamente, el 15-M, han sido debidamente neutralizados mediante la canalización de las demandas populares, al menos en parte, por la senda conocida de la tensión territorial, del clivaje centro-periferia. Así pues, cualquier intento de afrontar el problema del encaje de Cataluña en España que no considere, a su vez, los problemas de la democracia y la desigualdad, supondrá un mero escamoteo del presente, un nuevo punto de equilibrio que dotará al país de otros treinta años de estabilidad, pero que arrojará una pesada losa sobre las aspiraciones político-sociales del futuro.

Esta forma de construir lo político tiene, indudablemente, sus riesgos, y en unas circunstancias como las actuales todavía más. La crisis del sistema político español ha provocado la radicalización de las fracturas políticas sobre las que se asienta, que han dejado de ser, de esta manera, mecanismos perfectamente integrados y útiles para la canalización del conflicto social, hasta convertirse en una verdadera amenaza al mantenimiento del statu quo. Podríamos decir que, tanto las élites españolas como las catalanas (al fin y al cabo, ambas élites del Estado), sabían de la gravedad de la situación de crisis y del desplazamiento que se estaba produciendo, por lo que vieron la necesidad de tensar la cuerda de siempre, si bien hasta límites antes no conocidos.

Cabe ahora preguntarse si la actual situación de choque de trenes, consecuencia inesperada de la reacción del poder (español y catalán) ante el despertar político de la otrora desmovilizada sociedad española, permite una articulación alternativa de lo político. Esta requeriría de una nueva dislocación de la aporía imperante: legalidad versus legitimidad, un callejón sin salida que devuelve la iniciativa a las manos de siempre y que nos encamina a un abismo anunciado que, con todo, no acaba de llegar.

De la tesis de Villacañas extraemos la necesidad de articular un modelo de convivencia sobre las bases del reconocimiento y el autogobierno de los pueblos que conforman el Estado español. La situación actual evidencia, sin embargo, las dificultades para avanzar en dicha dirección, en un ambiente viciado por un estado de excepción que no termina y que impone, más bien, una forma de desunión políticamente muy productiva.

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