Sindicalismo social
La multitud rara. Por una nueva sensibilidad de clase

Reflexiones de coyuntura e hipótesis del sindicalismo social y las multitudes raras
Movilización del movimiento por la vivienda de Málaga. Activistas y vecin*s de La Palmilla, 2012
Si nos roban el futuro. Activistas y vecin*s de La Palmilla, Málaga, 2012. Foto de Carlos Preil
Suburbia y Sindicato de Inquilin*s de Málaga
19 jul 2023 16:42

1. Una ausencia recorre Europa


Más de un año después de la invasión rusa de Ucrania, estamos en disposición de asegurar que Europa, torpe y desorientada, siempre a la zaga de los nuevos giros de guión del imperialismo estadounidense evoca diariamente analogías históricas sorprendentes, situándose, junto con el nuevo régimen de guerra, en los años inmediatamente anteriores a la Gran Guerra. Ciertamente son asombrosos, al menos a primera vista, los parecidos razonables que podemos encontrar entre aquellos tiempos de disputas entre potencias y clases sociales y la actual coyuntura de crisis capitalista y conflicto armado. Sin embargo, tropezamos con una diferencia fundamental en la ausencia, al menos de momento, de aquellos procesos amplios de lucha de clases.

Entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX, ya no hay duda, un fantasma recorrió Europa. Actualmente es más bien una ausencia la que se estira a lo largo y ancho del viejo continente. Existen destellos fugaces de rabia y dignidad de clase que no podemos minusvalorar, aunque a ratos nuestr*s propios análisis se muestren insuficientes, faltos de las herramientas analíticas necesarias. Desde las protestas masivas de los movimientos por el derecho de las personas migrantes en Grecia hasta las revueltas de las banlieues, la conflictividad social subterránea y proveniente de los «sures» en el norte opulento, oculta bajo la sociedad cívica y cínica de las clases medias, impide ignorar que abrir grietas en la normalidad neoliberal es una posibilidad por descifrar. Es más, no solo es que sea posible, sino que es un imperativo revolucionario justo cuando el propio estado-capital se nos ha adelantado en la tarea de patear el tablero de la gubernamentalidad (1).

Con todo, de momento, no hay fantasma alguno que recorra nuestro pedazo de mundo. Los que sí han comenzado ya a patrullar las calles del continente, empezando por la ciudad francesa de Marsella, son los escuadristas de la extrema derecha ultra y posfascista que reacciona organizando bandas de matones, una suerte de Freikorps en definición. Estas bandas, al menos en la Europa occidental, son herederas directas de la violencia residual de las organizaciones de bonehead —véase el caso de Desokupa en el estado español—. El caso ruso es, claro, harina de otro costal: auténticos ejércitos privados de mercenarios ultranacionalistas al servicio de la neoliberalización de la guerra, como podemos ver de una manera mucho más acabada con la experiencia del Grupo Wagner.

A veces, en nuestro empeño, quizás excesivamente sociologicista, de intentar enumerar, definir y matizar con precisión todas las diferencias y particularidades que multiplican la categorización de estos fenómenos violentos —y que, como es normal, impide las analogías más groseras en términos históricos— nos olvidamos de ensayar con prácticas militantes el acompañamiento efectivo de las resistencias.

Los escuadristas —con relativa capacidad de reacción y organización— salen a la calle cuando la lucha de clases, o si se prefiere, los estallidos puntuales pero brutales de las capas más proletarizadas de nuestras sociedades en descomposición —como es el caso, de nuevo, de las banlieues— desborda el poder de la policía. Y supone, de facto, una violencia complementaria a la violencia del propio estado policial.

Por desgracia, y aunque estas bandas de matones a sueldo —no nos referimos en este caso a la policía— aún no resulten, en apariencia, una amenaza real en el sur de la península —aunque convendría considerar el punto de vista de l*s inqulinin*s, y más aún, del inquilinato racializado en su relación frontal con los neonazis de Desokupa— cuando salen a patrullar las calles de una de las principales metrópolis de la República francesa, no se topan con la resistencia generalizada de las clases trabajadoras ni mucho menos. La solidaridad de clase es el gamusino de nuestro tiempo.

Y esto podría ser por dos cuestiones relacionadas entre sí. Primero, porque «la mayoría social» que constituye la nación francesa —incluyendo a la clase obrera tradicional o integrada, esto es, blanca— no reconoce el peligro, esto es, el atentado en términos de libertades que supone un golpe que no perciben que ocurra sobre ell*s sino hacia los suburbios. Los suburbios no son Francia y las banlieues no son classe ouvrière. Los escuadristas salen a «defender la nación de los efectos del multiculturalismo» y la clase media aspiracional —subjetividades aspiracionistas más allá de su realidad material— no llega a reconocer que esa violencia fascista amenaza, sin demasiada resistencia, un conflicto de clase que exige solidaridad a gritos.

Segundo, y siendo muy simplistas, si no te reconoces con las subjetividades en lucha, por norma general, no te compones con ellas y, menos aún, te organizas en las revueltas, en sus revueltas. Y éste es el principal problema: sin un proceso amplio de luchas de clases —y sobre qué podría ser hoy la «lucha de clases»— los parecidos razonables con el contexto político de la Primera Guerra Mundial primero —con relación a la guerra entre imperios— y el periodo de entreguerras después —con el ascenso de los fascismos—, se van a descubrir huérfanos de un elemento fundamental en sentido emancipatorio. Un elemento que una vez llamamos “movimiento obrero” (con su indiscutible potencial revolucionario inmanente).

2. Tras los movimientos sociales...

¿Cuál es la fuerza o el conjunto de fuerzas con capacidad para imponer un proyecto de oposición a la(s) guerra(s) del capital? ¿Qué pinta en todo este embrollo la lucha de clases, y más aún, cómo se hace la lucha de clases tras décadas de pacificación, integración y ampliación del efecto clase media? (2)

Por facilitar las cosas podemos diseccionar con mayor precisión esta cuestión antes de continuar: sin una clase trabajadora masiva y reconocible —en tanto que sujeto autónomo y dotado de sus propias instituciones—, ¿quién protagonizará esa lucha que, a ratos, parece más un animal mitológico que una realidad en presente? Y, por último, ¿estamos en condiciones de pensar de nuevo la revolución, es decir, el límite del capitalismo en la organización definitiva de l*s oprimid*s y sus horizontes de emancipación sistémica? ¿Qué papel pueden jugar en este sentido los movimientos emancipatorios que han protagonizado las mayores movilizaciones de los últimos años?

No es casualidad que hayamos empezando situándonos al interior de los que se han venido a denominar «movimientos sociales». Los movimientos sociales, de manera sintética, se han definido en este último ciclo político por su distancia con el mundo del trabajo, su relación asistencial con los márgenes o las clases lumpen-marginadas, con una composición predominantemente mesocrática y una estrecha relación de necesidad con la nueva izquierda. Esto último ha terminado por arrinconar a los movimientos sociales en una posición cada vez más pasiva de demandante/denunciante, enterrando, en consecuencia, la crítica antiestatal y la construcción de autonomía. Una relación con el estado, o mejor, con la idea/ilusión del estado como garante de derechos, que quizás convendría leer precisamente a partir de la propia composición clasemediana de estos movimientos y su vinculación existencial con el estado como garante, más bien, de privilegios.

El final del ciclo 15M-asalto institucional con Podemos como verdadero símbolo del desastre —no es nuestro objetivo analizar aquí un ciclo que sobre todo, en su vertiente partidista, se ha analizado ya con suficiencia—, certifica también el agotamiento de una categoría (movimientos sociales) inseparable, como decíamos, de unas prácticas (movimientos sectoriales, activismo asistencial, ciudadanismo, identitarismo…) y una composición muy concreta de subjetividades con características, a veces, bastante reconocibles. Entre otras cosas, durante estos años de ambivalencia institucional los movimientos sociales han dejado fuera de la ecuación militante la posibilidad de pensar nuevas alianzas en términos de clase y la construcción cotidiana de una vida en común con la diferencia.

Dos cuestiones, como veremos, ineludibles si queremos superar algunos de los límites de estos dispositivos difusos. Dos cuestiones que inevitablemente deben poner en cuestión el aspiracionismo de much*s de l*s integrantes de estos espacios de movimiento (relaciones profesionales, de propiedad, familia…); la respuesta individual o individualista y privilegiada a problemas colectivos (como la vivienda); y el sentido de la actividad militante de quienes entienden los movimientos sociales como un espacio para la representación yoica y la acumulación de capital simbólico o la salvación de la existencia anodina en el neoliberalismo.

Por último, y no por ello menos importante, debemos destacar que en el esfuerzo por separar la propia vida (de nuevo, profesional, familiar, etc) de los ámbitos de participación/activismo (el compromiso político de hecho queda relegado a estos “ámbitos”) se ha venido practicando una militancia del tiempo libre.

Tanto es así que, por un lado, se recurre al compromiso para justificar el esfuerzo desinteresado de la actividad asistencial y, por el otro, se desplaza la militancia del ámbito laboral sin discusión. Esto, en la tradición de los movimientos autónomos contra el trabajo, de los feminismos y de otros movimientos, no tendría por qué ser en principio obstáculo para seguir pensando y haciendo de las comunidades militantes un común revolucionario. El problema surge cuando descubrimos que este desplazamiento no tiene como horizonte poner en el centro otras realidades de la vida en el capitalismo (racial y patriarcal), sino simple y llanamente subordinar los espacios de participación política en los propios márgenes del tiempo productivo, algo que supone una derrota histórica y que además expulsa a l*s trabajador*s precari*s, especialmente a l*s esclav*s del sector servicios (entre otr*s) de estos espacios, demostrando la exclusividad de este tipo de prácticas en relación con las clases medias —con las formas de vida de las clases medias—.

En la actual coyuntura —inflación, guerra, empobrecimiento de los segmentos de población sin renta asegurada, reacción patriarcal, racismo policial, fascistización de las derechas, etc.— estas formas de hacer política no tienen mucho recorrido y, al menos nosotr*s, apostamos por repensar la naturaleza de las redes y apuestas militantes.

Insistimos, aunque no tenemos en este texto la oportunidad de profundizar en cada uno de los planteamientos que se abren, sí que queremos matizar que aquí la crítica no está ni mucho menos en el desplazamiento de los centros de actividad política/organizativa/sindical del mundo del trabajo —más cuando el trabajo es, en el desastre del experimento posfordista, un auténtico estropicio insalvable—, ni a la militancia voluntarista que históricamente ha dado la cara en cada asalto y que, curiosamente, suele empapar su mundo de esa lógica militante que intentamos rescatar.

3. … la hipótesis sindical


Como suele ocurrir en este tipo de diagnósticos, siempre se pueden encontrar honrosas excepciones y mutaciones certeras —más de las que parece a simple vista—. Es el caso de muchas de las experiencias del nuevo sindicalismo y, muy en particular, de los sindicatos constituidos en torno al problema del alquiler. Sabemos de sobra que han sido muchas las dificultades con las que se han encontrado estos dispositivos sindicales y hemos conocido de cerca sus límites y sus fracasos, pero debemos reconocer que la vida de estas organizaciones como tal es muy reciente y los debates que se han empezado a revolver en esta segunda etapa van en la buena dirección y, sin duda, nos pueden servir como punto de partida para nuestra hipótesis.

Es importante señalar que no privilegiamos la sectorialidad ni estamos intentando jerarquizar demandas programáticas. En el caso malagueño en particular, sencillamente, pensamos que el ámbito de la vivienda y las luchas por la habitabilidad del espacio (ciudad neoliberal-turistificada) es especialmente interesante en la estrategia de recomposición y multiplicación de los conflictos.

En concreto, recogemos el estado del debate en el seno del Sindicato de Inquilin*s de Málaga, que ha reactivado, tras algunos meses de impás, su actividad de manera organizada —aunque much*s de l*s compañer*s vinculad*s al sindicato han continuado tejiendo relaciones de amistad y apoyo mutuo con otr*s afectad*s durante ese periodo—. Se han recuperado así las tareas de comunicación y difusión; las asambleas de bienvenida y asesoramiento de afectad*s, y finalmente, junto con el desarrollo de esos debates de sentido que mencionábamos, se han empezado a poner en marcha nuevas estrategias de acción sindical, nacidas, y esto es importante, en la dificultad viscosa del conflicto.

Este nuevo intento, humilde pero decidido, de generar (auto)organización, se podría sintetizar en unas pocas líneas.

Se entiende que para superar las dinámicas paralizantes del asistencialismo altruista y escalar la conflictividad social, la apuesta sindical debe centrarse en la potencialidad de los conflictos colectivos sobrepasando lo antes posible las lógicas sectorialistas y situando estratégicamente los problemas comunes en el centro de las luchas.

Evidentemente cuando intentamos extirpar las conclusiones teórico-conceptuales del calor inmediato de estos procesos complejos, podemos caer en abstracciones sin mucha sustancia (al menos aparentemente). Aunque no podemos explicar con detalle en qué se traduciría este cambio de paradigma de nuestra praxis sindical, sí que vamos a dar algunas pistas que pueden ayudar:

1) Uno de los grandes males del asistencialismo es la separación activista/expert*-afectad*. En esa dicotomía insoportable, como podemos ver a simple vista, no se puede reconocer la figura del* sindicalista. Sencillamente no puede existir.

Para superar este estado hay que romper dicha separación a toda costa. Por ello es crucial encontrar la manera de hacer efectiva la cooperación entre sindicalistas. Esto es, nos vamos a incluir, de hecho y cueste lo que cueste —más adelante hablaremos sobre este «coste»— en esa comunidad en lucha a pesar de las distancias (culturales, materiales y otras). Debemos devenir multitud rara.

2) Las pulsiones asistencialistas de l*s propi*s activistas se retroalimentan y componen con la exigencia pasiva de l*s afectad*s. Creemos que el asistencialismo no es inevitable (al menos en términos absolutos) y estamos convencid*s de que depende mucho más de lo que hemos querido aceptar de nuestra práctica sindical y militante.

Para terminar con estas pulsiones irresponsables nos disponemos a ensayar procesos donde la estrategia marque los ritmos del conflicto organizado, siempre, desde el propio conflicto (es decir, de abajo hacia arriba).

3) Continuando con la apuesta por desectorializar los conflictos, es imprescindible federar formas de vida autogestivas, relaciones de apoyo mutuo, experiencias de empoderamiento vecinal y otros procesos de lucha, pues el objetivo último de estos estallidos organizados en torno al problema del alquiler es generar una gran multitud de comunes revolucionarios a lo largo y ancho de la ciudad. Una ciudad en ruinas donde los barrios están por (re)inventar: el inquilinato como trampolín hacia un sindicalismo integral o de barrio.

Así las cosas, intentamos desarrollar una nueva sensibilidad de clase que nos permita cartografiar los cuerpos, que nos permita tejer nuevas alianzas en los márgenes de los propios movimientos.

Como se puede observar, no rehuimos el debate sobre organización y estrategia pero lo incorporamos —porque tras varios años de movimientos de baja intensidad y estructuras más flácidas que fluidas creemos que es pertinente— o más bien lo actualizamos, en el seno de nuestras tradiciones militantes, donde el dirigismo y las estructuras de partido están más que descartadas. Por supuesto, esto no quita que los sindicatos se relacionen en sentido amplio con otros espacios de producción de saberes y formación que puedan enriquecer el desarrollo de estos procesos.

Ahora bien, dicho todo esto ¿qué hacemos con nuestras preguntas iniciales?, ¿cómo se relacionan con las tres proposiciones del Sindicato? De momento, y aunque resulte un tanto exasperarte, vamos a ver si podemos, al menos, adaptar las preguntas: ¿en qué podría consistir una nueva sensibilidad de clase?, ¿cómo definiríamos una multitud rara? y, por último, ¿qué relación hay entre el común revolucionario y las guerras?

4. Conciencia ¿de clase qué clase?

Partimos de una premisa que nos resulta relativamente obvia aun a riesgo de ignorar «nuevas» corrientes obreristas en los espacios de la izquierda no partidista o, mejor dicho, no parlamentarista: la clase trabajadora industrial, masculina y nacional/blanca ya no existe. De hecho, la clase trabajadora así definida nunca ha existido como tal o al menos no ha ocupado con exclusividad y en lo concreto el epicentro del movimiento obrero en el estado español.

Por un lado debemos reconocer que la constitución del movimiento obrero en tanto que clase social con capacidad de (auto)reconocimiento —a través de unas formas de vida, instituciones y luchas singulares— y fuerza en la intervención política más allá del electoralismo burgués (lucha de clases) es posible a partir de una multitud de alianzas complejas entre subjetividades distintas que incorporó tensiones, relaciones de poder y disputas invisibles (y no tan invisibles) en el corazón del «sujeto de sujetos» durante el largo siglo veinte. Por otro lado, la racialización de las fuerzas del trabajo vivo es incuestionable y absolutamente inseparable de las posibilidades de una nueva concepción de las clases subalternas.

Además, después de varias décadas de investigaciones y revueltas feministas, debemos poner en el centro de la «cuestión de clase» dos elementos fundamentales:

Primero, la clase, pensada como un espacio de producción de lazos y alianzas revolucionarias entre oprimid*s y explotad*s no puede insistir en su obsesión mitológica del trabajo y debe intentar hacerse a partir del reconocimiento de todas las opresiones de las vidas violentadas y explotadas por el capital —sin que ignoremos, claro, la centralidad de la renta en esta difícil ecuación—. Segundo, el encuentro radicalmente horizontal entre esa multitud de subjetividades violentadas y segregadas por el estado y el necrocapitalismo está en la génesis del propio sentido de la clase mutante, en el devenir constante de las luchas.

A todo esto, debemos añadir que en la actual coyuntura de crisis climática la lucha de clases es irremediablemente la última de las batallas (que no la primera) contra la propia extinción de la especie humana y de las ecologías de la vida, o dicho con Jason Moore, es la lucha por la abolición del capitalismo en la trama de la vida.

Por lo tanto, el fetiche manido del obrero con mono azul es, además de un sujeto imaginado e inútil en sentido transformador, indiscutiblemente reaccionario respecto de las olvidadas y ajenas al canon —personas racializadas, trans, mujeres pobres, trabajador*s sexuales…— en la medida en que jerarquiza y excluye.

Finalmente compartimos la idea de que aun así, esta composición amalgamada de segmentos proletarizados —sin que se pueda reconocer como clase organizada de algún modo, al menos, de momento— es aún una minoría (en el estado español) respecto de todas aquellas personas que, como consecuencia del efecto clase media, no se consideran coaligadas a la clase —a ninguna posición fija en el esquema de clases— y tienen por ahora la posibilidad de sostener esta «consideración» en términos materiales. La vieja clase obrera integrada en el estado y subjetivada de diversas formas en el aspiracionismo de las clases medias y su ideología propietaria están, de momento, fuertemente ligadas.

Solo la alianza con los márgenes puede volver a situar la lucha de clases en el lugar que corresponde en tanto que debemos atacar el rentismo depredador y, por lo tanto, el régimen de la propiedad con todas sus consecuencias. Esos márgenes están por ensanchar con quienes serán expulsad*s definitivamente de este largo sueño de progreso social asociado al crédito y el patrimonio familiar. La alianza inmediata con las clases medias supervivientes a la crisis no tiene ningún interés estratégico en este sentido y menos si vuelve a suponer la subordinación de los márgenes. Esto no va a excluir que nuestra apuesta por hacer y vivir en común pueda abrir de mil formas distintas esos lazos más allá de las viejas definiciones de las clases —vinculadas a la propiedad de los medios de producción— pero sí que supone el final del idealismo clasemediano en los propios movimiento sociales.

Debemos cartografiar y desarrollar nuevas sensibilidades componibles en situaciones increíbles. Hay que forzar la cooperación efectiva con l*s excluíd*s del estado de derecho y para ello debemos devenir multitud rara.

En todo momento damos por hecho que no solo es que la clase se haga en las luchas y que el sujeto de la revolución o las multitudes se compongan en acto, sino que además, tras un lustro de neoliberalismo sin oposición, de aquel sujeto revolucionario «de leyenda» —o de aquellos sujetos, si aceptamos la diversidad de definiciones como una multiplicación del sujeto en sí—, no queda en la conciencia colectiva ni en el recuerdo. Si esto es así y acordamos también que la famosa conciencia de clase no es un saber o una comprensión abstracta de las relaciones de poder —que no precede ni sobrevive al sujeto— sino una necesidad política que nace en el desarrollo de una estrategia común, esto es, en las luchas que gestan la definición compleja del propio sujeto; ¿a qué nos referimos cuando invocamos la conciencia de clase en la situación actual?

Desde nuestro punto de vista existen dos posibilidades. En el caso más evidente, la conciencia de clase invoca una serie de supuestos, de necesidades compartidas e intereses de clase que se asumen en la idealización del sujeto extinto o en peligro de extinción irreversible. En una sociedad compleja y engendrada en el fango neoliberal del capitalismo deseante —dominado por el consumo y la deuda, por la ficción aspiracional— el interés de la mayoría social es precisamente un interés sin conciencia ni clase.

Encontramos además un uso incluso peor del concepto, y en este caso, ese uso se puede reconocer en los espacios de reproducción de los movimientos sociales y la autonomía. Ocurre cuando leemos como reaccionarios o incluso derechistas a ciertos sectores/segmentos de la población —en razón de determinadas actitudes y prácticas, por demás, sorprendentemente contradictorias o incluso impugnables—. El uso de la conciencia o de la «falta de conciencia» sirve para justificar el encierro, o en el mejor de los casos, la pureza de los encuentros, preservando nuestros privilegios frente a la contradicción. Paradójicamente se defiende así el interés de una multitud ideal; el interés mío y de l*s míos, eliminando de los procesos el esfuerzo por construir una vida en común con la mayoría de l*s explotad*s; por hacer clase con l*s de más abajo, eliminando también cualquier rastro de potencialidad revolucionaria de esas «multitudes» de clase media (movimientos sociales).

Ya sea porque el sujeto se cierra sobre una serie de prejuicios históricos y cabalga muerto a lomos de Babieca o porque los espacios estrechos y distantes de los movimientos sociales impiden la composición incómoda y monstruosa, el lugar común de esta «conciencia de clase» es el rechazo a la conjunción imprevista de clase y el eterno retorno al obrerismo por un lado o al civismo progre por el otro.

De momento preferimos dejar de lado la conciencia de clase y los prejuicios ideológicos, y nos invitemos a sospechar de aquellos resortes que nos empujan sobre lógicas conservadoras e identitarias. Creemos que, antes de nada, debemos mapear y cartografiar los cuerpos resistentes.

5. Cartografía sensible de los cuerpos en lucha: cooperación efectiva y común revolucionario

Nos disponemos a rebuscar, con una nueva sensibilidad de clase, las alianzas imposibles. Una nueva sensibilidad de clase que no sirva para determinar el interés de un sujeto sin cabeza, sino que nos ayude a rastrear la potencialidad de las composiciones desterradas más allá de los márgenes (sociales, ideológicos). Una nueva sensibilidad de clase que nos empuje por los costados de las multitudes limpias y homogéneas de los movimientos sociales hacia multitudes raras.

¿A qué nos referimos con multitud rara? Primero, seguimos hablando de multitud y no de sujeto —a pesar de que lo hayamos considerado al menos en términos históricos— porque sin entrar a dirimir elementos más complejos sobre la cuestión subjetividad-sujeto, de concretarse la necesidad de rescatar «el sujeto» de las profundidades de la filosofía política y de acuerdo con lo que ya hemos indicado en razón del sujeto en tanto clase, el sujeto no podría ser de inmediato y aquí estamos intentando descifrar un fenómeno que intuimos en presente: la multitud como encuentro brutal entre las diferencias desde una serie de lugares comunes (por ejemplo, inquilinato) donde la ausencia de propiedad y de renta recupera buena parte de la centralidad perdida. Es por esto mismo que empezamos a hablar de que esa misma multitud, cuando se deja notar, resulta una multitud rara.

Es rara porque en el ámbito de los movimientos sociales cuando nos referimos a las multitudes reales (multitudes articuladas políticamente) solemos referirnos a una composición movimentista muy específica en la mayoría de los casos. Lo más interesante no estaría entonces en discutir los consensos políticos que las hacen impermeables a determinados segmentos de la población, sino en pensar cómo podemos seguir ampliando, socializando y defendiendo esos consensos a la vez que las multitudes se hacen más porosas. Es entonces cuando concluimos que no hay reforma posible. El común denominador de esos «consensos impermeables» no son tanto razones ideológicas sino el propio lenguaje como afinidad; son códigos, espacios de seguridad y formas de vida a las que much*s no están dispuest*s a renunciar.

La multitud de las alianzas impensables es rara porque nadie, en su sano juicio como «ciudadan*», esperaría semejante deriva mutante del ala izquierda del estado de derecho; porque ni siquiera quienes se ven a pique de un repique, están dispuest*s a abandonar todos aquellos elementos que marcan las diferencias (materiales, principistas, intelectuales…) con l*s otr*s (ya sea por pobres o por poco progres). Para devenir proletari*s, para devenir multitud rara, hay que renunciar a muchas de las secuelas del efecto clase media empezando por nuestra relación con la propiedad, la deuda o el crédito.

«La revolución empieza en decir no», sentencia con contundencia Silvia Federici en una clase marco del Diploma Superior «Mapa de guerras. El catálogo editorial como producción de conocimiento político-militante» (Clacso y Tinta Limón). Y lo dice tras preguntarse; «¿dónde está el movimiento laboral? ¿Por qué el movimiento laboral sigue produciendo cosas que destruyen la vida?». Como explica perfectamente Federici, en el actual marco político impuesto por la guerra (civil capitalista) nos vemos empujad*s sobre lógicas productivistas y destructivas que justifican el uso de combustibles fósiles o la propia industria armamentística con el más vulgar de los argumentos: la producción.

El movimiento feminista no solo ha peleado por el reconocimiento de los cuidados como el verdadero motor de la vida, sino que ha pujado por desplazar el fetiche del valor y el intercambio de mercancías por una organización efectiva de los cuidados y contra el productivismo de guerra. Sería un error imaginar la incorporación de las mujeres al ejército como una victoria de los feminismos y de nuevo con Silvia, más bien deberíamos exigirles a l*s trabajador*s de la industria armamentística que se plantaran y dijeran «no».

Pues bien, este es el «no» que queremos traer a los procesos de lucha y espacios de construcción de autonomía. Cuando hablamos de devenir proletari*s en el esfuerzo de propiciar ese encuentro raro, no estamos reivindicando una moral anacoreta ni nada parecido. De hecho, es importante que no caigamos en dinámicas de culpa y coherencias personalistas. Los logros particulares del* buen* militante nos interesan más bien poco. Pero si nos pensamos colectivamente, en la vida de esos procesos disidentes, es imprescindible que pongamos en cuestión todo el lastre de los movimientos de la clase media que limitan la cooperación efectiva con quienes sabemos (nueva sensibilidad de clase) que pueden abrir grietas y rupturas en el continuo de la normalidad neoliberal. Y no es ningún secreto, para acabar con la mediación y el asistencialismo, como parece que empieza a descubrir el Sindicato de Inquilin*s, es indispensable generar formas de vida nuevas en las luchas. Es crucial romper las distancias y hacer común.

Para terminar, otra vez de la mano de la autora de Calibán y la bruja, queremos reivindicar la fuerza del concepto común para imaginar las posibilidades y necesidades inmediatas de esa multitud rara en la lucha de clases que se impone bajo el fuego de la guerra:

En mi caso, como much*s otr*s compañer*s, hablo de lo común. Común es crear formas colectivas de reproducción. El discurso del común no es solo ideológico. La solidaridad se debe construir creando condiciones materiales de producción en común de la vida cotidiana. Estas formas colectivas de reproducción son las que crean un tejido social capaz de resistir el avance de esta guerra. Es muy importante la creación de entramado comunitario.

Un común que solo se podrá generar con esfuerzo y capacidad de renuncia —y en ocasiones, de poner la propia materialidad de la vida en juego— y que por ello, es y debe ser común revolucionario y no aquel otro común que hacíamos con afinidad y quietud.

La guerra que las clases medias de los países del norte ven de repente a unos kilómetros de casa, es la guerra que el capitalismo nunca ha dejado de hacer contra las mujeres, las proletarias, las marginadas, las racializadas pobres y las explotadas del sur global; una (política de) guerra que ahora amenaza con imponerse en las democracias de la Europa continental. Las revueltas ya han empezado a estallar en países como Francia y tras la reacción de la mafia policial y las bandas de neonazis armados, seguimos esperando las grandes movilizaciones solidarias de la gran «sociedad civil» francesa. Nos podemos quedar esperando.

Para enfrentar el fascismo y la(s) guerra(s) es necesario organizarse y hacerlo de manera amplia, generosa y contundente. Para parar el fascismo, necesitamos sindicatos y estrategias nacidas de las propias luchas; necesitamos compartir y socializar los saberes producidos por los feminismos y las luchas del sur global en las guerras que nunca se fueron y, sobre todo, necesitamos experiencias de cooperación efectiva en términos de clase.

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Ni es descentralizada ni está fuera de la influencia de los ‘criptobros’ que han aupado a Trump a la Casa Blanca, pero ofrece funcionalidades útiles para recuperar el interés por participar en redes sociales.