Autogestión
Del impasse a nuevas autonomías posibles 

Apuntes para una discusión urgente: problematizar la vida, democratizar la política, apostar por la autogestión
Democrazia è il fucile in spalla agli operai. Potere operaio.
Democrazia è il fucile in spalla agli operai. Potere operaio. Foto de Uliano Lucas

Está claro: no tenemos hipótesis. Desde el ciclo municipalista a esta parte, por hablar a trazos gruesos, el área política difusa que se reconoce en la herencia de la autonomía no ha sincronizado sus relojes en ninguna aventura compartida a escala estatal, por no hablar de la escala europea. Allá quedan los días de las Oficinas de Derechos Sociales o el 15M. No nos angustiemos. Reconozcamos que estamos empezando a pensar y no hemos elaborado aún nada claro ni en común. El viento que nos empuja no tiene una dirección cierta. Vivimos un tiempo de impasse, no un callejón sin salida, sino más bien una pausa para la orientación, una fase de creación latente.

Frente a la tentación del repliegue por desconcierto se hace necesario estimular la discusión. En los últimos años, hemos acumulado, sin duda, activos útiles para la coyuntura actual. La apuesta por las empresarialidad política ha dado lugar a una red de proyectos sólidos que bien podrían servir como base para nuevas ofensivas. El propósito de este texto es poner en circulación unas pocas preguntas que nos pongan en búsqueda.


¿Dónde se están formando tempestades de transformación? ¿En qué discursos, en qué lugares, en qué conflictos encontramos las potencias políticas del presente?

Hay un 15M que sigue vivo. Más allá de los procesos de integración en el orden de las cosas, de los nuevos políticos profesionales, de la vuelta al eje izquierda/derecha y su proyección en medios y partidos, de las guerras culturales y de la deriva de los movimientos sociales a generadores de demandas listas para la apropiación institucional, sigue habiendo un anhelo socialmente extendido de hacer de lo político una práctica a la vez de masas y autoorganizada. Ese 15M habría declinado, por lo tanto, en algunas subjetividades políticas capaces de alimentar movimientos autónomos, esto es, asamblearios y no subordinados a partidos ni sindicatos clásicos.

En los feminismos, por ejemplo, el transfeminismo y la lucha por el trabajo sexual están haciendo saltar por los aires la institucionalización de un feminismo de la igualdad profundamente refractario a cambios sustanciales en la división sexual e internacional del trabajo y sus relaciones de poder.

En las luchas LGTBIQ y, muy en especial en estos momentos, desde el orgullo marika, se está atacando de plano el bastión de la estructura de poder patriarcal: el constructo histórico «hombre», en su versión más capitalista/supremacista blanca, esto es, la del todopoderoso, racional, fuerte, proveedor, procreador, defensor de los débiles y constructor de la patria.

En las luchas del trabajo, tanto quienes sortean la nuevas formas de explotación usando las armas del amo (como hacen las plataformas cooperativas de repartidorxs), como las experiencias de sindicalismo social (desde las luchas por la vivienda a las de las kellys, pasando por las de las trabajadoras domésticas o la defensa de los barrios frente a la gentrificación) están revolucionando los dispositivos, formas y voces del conflicto.

En las luchas por la libertad de movimiento y antirracistas, las que tienen toma de tierra, esto es, las que producen organización y conflicto, ponen en el centro a las personas más afectadas por el capitalismo, esto es, las personas racializadas. Es el caso de las jornaleras de Huelva, de los manteros o, de nuevo, de las luchas por la vivienda, por poner solo algunos ejemplos.


¿A qué obstáculos nos enfrentamos hoy en nuestro empeño de seguir construyendo comunismos sin Estado?

Proponemos aquí varias figuras que nos resultan útiles para retratar algunas de las dificultades con las que lidiamos cotidianamente.

  • La úlcera narcisista o la práctica cada vez más extendida de poner el nombre propio por delante del colectivo; el nombre colectivo por delante de demandas transversales; el nombre, a secas, por delante del objetivo fundamental de mejorar nuestras condiciones materiales y subjetivas de vida. Esto no es una condena moral, sino un intento de señalar un síntoma común con derivaciones múltiples que dificulta, cuando no impide, la posibilidad de organizar conflictos con capacidad de morder la realidad.
  • El carguito o la búsqueda de puestos de prestigio y mediación con el Estado. Construcción de carreras que acaban poniendo a disposición de las instituciones unos activos derivados de las luchas y las experiencias organizativas.
  • El agotamiento o el envejecimiento de nuestros grupos, la falta de ilusión y de imaginación, el repliegue de lxs guerrerxs cansadxs, la dificultad de embarcarnos en aventuras intergeneracionales.
  • La pulsión académica o los lenguajes exclusivos, el eventismo y endogamia que con frecuencia limitan el acceso a nuestros espacios de formación y debate.


Pero ¿cómo se construye autonomía hoy? ¿Sigue siendo un lugar/hogar político en el que buscarnos, reconocernos y componernos con lo que hay fuera de nuestras zonas de confort?

La autonomía, como lugar de referencia política, remite, más allá de tradiciones, a una forma de entender lo político o, más bien, de habitar la vida. 

Las tradiciones son importantes porque recogen una memoria de prácticas de resistencia y de rebeldía que enseñan, inspiran, ofrecen matrices de reconocimiento y conectan con experiencias susceptibles de traducirse a nuevos contextos. Una se puede reconocer, por ejemplo, en las luchas de la autonomía obrera, en la resistencia del pueblo gitano al poder disciplinario del Estado español o en las luchas de los pueblos originarios contra el poder colonial de turno. Pero, aunque no se suelan reconocer entre sí, todas ellas comparten, a nuestro juicio, ciertos rasgos constitutivos: 

  • la apuesta radical por la autoorganización y la horizontalidad que va de la mano de una desconfianza/rechazo hacia las instituciones representativas que ostentan el papel de decidir sobre los asuntos comunes
  • el desafío de politizar la vida o un afecto inesquivable por hacer propios los malestares de los mundos grandes y pequeños que transitamos, desde los hogares a los lugares de curro, pasando por los barrios, las ciudades, el planeta
  • la no delegación a futuro de transformaciones consideradas urgentes, como la puesta en marcha de  institucionalidades propias en el campo del trabajo (soberanía alimentaria, economías informales o empresas políticas), de la justicia (mediaciones gitanas), de la cultura (ateneos, centros sociales) y, muy especialmente, de las tomas de decisión comunitarias (asambleas de fábrica, de barrio, de centros sociales, comunitarias,...).

A nuestro modo de ver hay uno o, mejor dicho, varios hilos rojos de la autonomía. Y la historia nos invita a seguir tirando de ellos ya sea trenzándolos, actualizándolos o reinventándolos. 


Partiendo de la hipótesis de que seguimos componiendo un área política específica, el área de la autonomía, ¿qué capacidad tendría esta de seguir mutando en los espacios más juveniles, transgresores, populares y subversivos de las luchas políticas?

Tiene capacidad, en el sentido de lo que se puede, de la potencia, pero también muchas dificultades. Entre las instituciones propias más productivas de lo que consideramos una política de la autonomía contamos con los centros sociales, con las empresas políticas, con algunas formas de cooperativismo. El sindicalismo social está tan puesto en el centro como desenfocado. Las luchas por la vivienda son las que más se ajustarían a lo entendido como un conflicto por la reproducción de la vida y la interrupción de los circuitos de acumulación. Existen, además, experiencias y prácticas de autonomía (acordes a las líneas constitutivas apuntadas más arriba) en todos los conflictos vivos: en los feminismos, en las luchas del trabajo, en las luchas contra la mercantilización de las ciudades, en las luchas antirracistas, etc.).

Pero el nombre común «autonomía» ha dejado de activar, desde nuestro punto de vista, mecanismos de reconocimiento mutuo o sentidos de pertenencia. No es capaz de generar, por lo tanto, herramientas (discursos, propuestas compartidas) que den más músculo a los espacios de lucha. Quizá la clave resida, entonces, en desvestirse de un nombre que ya no convoca. En dedicarse con mucha atención a escuchar. En dejarse contagiar por lo que ocurre. En estar dispuestas a desdibujarnos, a redibujarnos, a mutar. En abandonar la autonomía como etiqueta pero sin dejar de aferrarnos a su principal certeza. La certeza de que los saberes políticos surgen de los espacios de conflicto, de que los sujetos revolucionarios se configuran en las luchas.

La pregunta central a la que nos conducen todas las anteriores sería pues la que sigue: ¿cuál podría ser nuestra próxima batalla?





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