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Opinión
Una mezcla de libertad adulterada, castas camufladas y populismo magnate
Mientras encaramos el principio del invierno y el final del año, habiendo dejado atrás el solsticio en la Nochebuena cristiana, no nos desprendemos de haber vivido otro otoño para olvidar, nos susurra la pulsión del lenguaje convidado por el sentido común. Sin embargo, este pasado otoño, como ocurrió con el anterior, será otra estación inolvidable. Tratándose del caer de las hojas de un año infame que ha estado atravesado, ininterrumpidamente, por el genocidio sionista en Gaza, y cuyo último cuatrimestre arrancaba con los ataques israelíes al Líbano y terminaba con la ofensiva de Netanyahu sobre la Siria en guerra tras la caída de Al Asad.
Mirando a Oriente Próximo, a las Américas y a nuestro Mediterráneo, el de 2024 será otro otoño imborrable. Algunas, porque el solapamiento —con la amnesia o el silencio— no hace olvidar un impacto traumático, ni tampoco la consciencia de estar al comienzo de un nuevo punto de inflexión en la deriva. Otros, porque ante tales evidencias y la consecuente necesidad “de inventarse una salida” —como cantara Vestusta Morla diez años atrás— no queremos. No lo olvidaremos, interpeladas por la interpretación marxista de aquel verso latino: “Nada de lo humano me es ajeno”. Cosas de estar liberadas —con lucha y curro— de la negación, la indiferencia y el imperativo amnésico, cuya imposición del olvido colectivo opera, penetrando y condicionando las relaciones sociales, de las más diversas formas. Emancipadas de esos dispositivos, al menos en nuestra parte consciente, esquivando algunos mecanicismos de nuestras mentes homínidas y evitando caer en la negación a causa de la omnipresente saturación. Junto al impacto de los acontecimientos que suceden ante nuestros ojos, saltamos inmunes cualquier saturación, incluso la apuntada hace 80 años por Jorge Luis Borges en su relato “Funes, el memorioso”.
Y es que en este último otoño, que recién se fue y no olvidaremos, tuvimos la segunda victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses del 5 de noviembre. Un Ejecutivo que contará con Elon Musk al mando del nuevo Departamento de Eficiencia Gubernamental, para hacer un trabajo de recorte público, envuelto con uno de los eufemismos legitimadores más eficaces, a base de promoción, de la última década: la eficiencia. Mientras, al sur del mismo continente, el 10 de diciembre se cumplía el primer aniversario de Javier Milei en el Gobierno argentino.
El país en crisis del Cono Sur es el caso que atraviesa su segundo o tercer tiempo del experimento neoliberal, como Chile a lo largo de la dictadura pinochetista. Hoy, tras la globalización neoliberal, en su versión reloaded. El Gobierno de coalición mileísta, aunque con práctica pragmática al servicio de la macroeconomía ante las dificultades de llevar a la práctica su plan original, y frenando la gran subida de tarifas que las hacía insostenibles, proclama a los cuatro vientos su aspiración minarquista. Repito, minarquista, porque para llamarse cínicamente ‘libertarios’, me van a disculpar los compañeros argentinos que lo naturalizaron, ya están los aludidos, intentando marcar la cancha vía neocolonialismo estadounidense —el país que recogió e incorporó las teorías de la Escuela austríaca, con Hayek y Von Mises como referentes, a una de las tradiciones que surgieron de su peculiar historia de construcción nacional, con características que en los demás lares del mundo eran inexistentes—.
Milei se refiere siempre con ‘castas privilegiadas’ a todo aquel que tenga relación con lo público, y no al 1% más rico de la población mundial ni los privilegiados globales
De hecho, la primavera, allá en el hemisferio sur, concluyó con el Gobierno del autodenominado “león” llevando a cabo nuevas acciones concretas entre las que encontramos la prohibición de libros en espacios públicos. Una lista de libros prohibidos por un Gobierno, cosas del autoproclamado “mesías de la libertad”. Mientras, para que no se despistasen sus “fuerzas del cielo”, en el exterior del país siguió reproduciendo la adulteración de la libertad que proclama, a través de la naturalización mercantilista de toda la existencia humana, y ocultando, con su discurso populista, para quiénes son y a quién beneficia en realidad la libertad de mercado y de propiedad a la que aluden, cuyo grito debería ser: “viva la acumulación, carajo”. En Roma, “el azote de los zurdos” afirmaba, junto a Meloni, que “nos encontramos ante un cambio de época donde el sistema global de castas privilegiadas está colapsando”.
Milei se refiere siempre con “castas privilegiadas” a todo aquel que tenga relación con lo público —“el modelo de la casta”, repetía en su discurso del primer aniversario de su toma de posesión—, y no al 1% más rico de la población mundial ni los privilegiados globales. Ni Trump, Mark Zuckerberg o Elon Musk son casta, pero sí lo son un administrativo o un maestro de la educación pública. “La casta global”, a partir del foco de rechazo a los políticos, serían todos los trabajadores del Estado, cualquiera sea su relación con el ente público, sin diferencias. Por eso vuelve a despedir a miles de trabajadores estatales para terminar el año y devalúa las condiciones laborales y contractuales de otros tantos, porque en los siguientes años de gobierno piensan aprobar “3.200 reformas estructurales más”, mientras aún mantienen el 30% del apoyo poblacional, según las encuestas.
En Roma, “el flautista de Hamelín” de la depauperada y precarizada clase media argentina y de los engrosados sectores populares, informales y empobrecidos, fue coreado con vivas a la libertad por los italianos presentes, afines al gobierno de ultraderecha que se llena la boca con su conservadurismo extremo, mentando la civilización occidental y sus valores, pero se suma a la reducción más severa de la condición humana planteada hasta ahora. La reducción de la condición de ser humano al mercado. Defienden la amputación de la libertad del ser humano por su homologación reduccionista de ésta a ‘la libertad de mercado’. Eso hacen los defensores de la civilización cristiana y el iluminado, guiado y elegido, según su visión y la de su hermana, por el dios judeo-cristiano.
Javier Gerardo continuó entonces, en la ciudad del Vaticano, mentando a los enemigos de su conservadurismo profundo: “La enfermedad del alma woke está encontrando cada vez más resistencia de una sociedad en búsqueda de nuevos representantes, líderes que marquen el camino”, como él. Por qué, sencillo, porque son “superiores”: “Nosotros somos mejores en todos —nervioso—, y ellos, digamos, van a perder contra nosotros” (Supremacist Milei dixit).
Con todo, lo cierto es que cerrábamos el otoño con la promoción macro y neocón del “milagro argentino” en los medios afines, y no tanto, de estos lares, pese a lo sufrido por el pueblo debido a la gran transferencia de ingresos llevada a cabo por la ideología de la concentración del capital. Algo así como encandilarse con el protagonista simbólico de la especie humana dibujado por aquella canción, “Do the Evolution”, que Pearl Jam compuso hace 30 años: “Es la evolución, nena (…), puedo matar porque creo, confío en Dios(...) Soy un pieza, soy un hombre comprando acciones el día de la quiebra (…). Soy un camión, voy a aplastar todas las colinas/ Es comportamiento de rebaño/ Admírame, admira mi hogar (…). Esta tierra es mía, esta tierra es free (libre/gratis) haré lo que yo quiera en ella, pero con irresponsabilidad (…). Soy un ladrón, soy un mentiroso, ahí está mi iglesia, yo canto el coro (…) admira a mis clones (…). Considera todos los tiempos con el apetito de un banquete nocturno/ Esos indios ignorantes no tendrán nada de mí, nada ¿Por qué? Es la evolución, baby ¡Evoluciona! Estoy al frente, soy más avanzado, soy el primer mamífero en hacer planes. / 2010, obsérvalo quemarse. / Me arrastré por la tierra, pero ahora estoy en lo alto. Es la evolución ¡Evoluciona! ¡Haz la evolución, baby!”.
Y el vídeo, una película de animación brutal, nos acompaña, con nuestro pasado violento y egoico, hasta la destrucción atómica. En realidad, hasta el presente genocida y el punto de inflexión planetario de 2010 en adelante. Testigos de cómo nos quemamos y ahogamos en nuestra propio ejercicio destructivo como especie, y contra el propio funcionamiento planetario a partir del desarrollo de este modo de producción, del sistema capitalista.
Lo cierto es que pensando en la tierra y el pasado otoño, después de la sacudida de finales de octubre en Valencia, fue la estupefacción la que me acompañó los primeros días de noviembre, marcados por la dana, al ser una testigo más, tras el impacto de las riadas, de lo impensable. Lo inimaginable para una veinteañera universitaria que fue a limpiar chapapote a las playas afectadas por otro de los desastres gestionados criminal e impunemente por el Partido Popular: el del petróleo derramado por el Prestige en la costa gallega, y portuguesa, en 2003. Me asaltó un asombro aspaventado imposible de digerir para aquella persona que un día fui. Un desconcierto devenido tras la tragedia de pérdidas humanas y producido por la apropiación ultraneoliberal, ultraderechista y negacionista climática de una movilización de solidaridad directa, de aquellas que implican “poner el cuerpo”.
Con todo, lo cierto es que cerrábamos el otoño con la promoción macro y neocón del “milagro argentino” en los medios afines, y no tanto, de estos lares, pese a lo sufrido por el pueblo
Fuimos testigos del rédito reaccionario de una marea popular en colaboración con los afectados, las víctimas de ese zarpazo de la emergencia climática que llegó sobre una estructura urbanística marcada por el negocio inmobiliario —alimentado durante décadas— y una planificación de construcción inmobiliaria a espaldas de los límites naturales. Unos límites que conocemos a través de la observación y los estudios científicos: como los compositores de Pearl Jam apuntaba a 2010 por los estudios de científicos y ecologistas que marcaron toda la segunda mitad del siglo pasado, para quien quiso enterarse. Es una obviedad, pero caló la renovada propaganda que recibieron, vía bulos, los pantanos del desarrollismo franquista. Y es que una vez más había que rememorar la memoria del “Caudillo por dios y por España”, repitiendo la vieja justificación de la dictadura según la cual Franco era el pater familias patrio necesario porque, es bien sabido, a base de repetir la justificación negadora, que la característica principal e innovadora de su régimen fue que se hicieran muchos pantanos. Lo hemos oído mil veces las personas que nacimos el siglo pasado.
Esa mentira, que recuperó propaganda del tardofranquismo, se espetó junto al uso, por segunda vez en menos de un lustro, de los muertos. Un uso que irremediablemente nos recordó al de los primeros meses de la pandemia pero, esta vez, con mentiras descaradas y desorbitadas que jugaban a la droga dura de la conspiranoia, desatada tras la llegada de aquel nuevo virus, como si ese evento fuera inaudito en la historia. Con el uso de los desaparecidos y los muertos volvimos a presenciar el intento de desestabilizar al gobierno central que ya vimos desplegar durante 2020.
Sin embargo, esta vez fue acompañado del supuesto discurso anti-Estado —popularizado por Milei como presidente, pero con los acólitos nacionales de esos criterios multiplicándose en las redes desde hace bastantes años—. Un discurso que se hizo presente sin complejos, mientras al mismo tiempo se alababan a las fuerzas del monopolio de la violencia estatal. En plata, lo que se promulga con travestismo neoliberal duro es un Estado aún más entregado al mercado que el que hemos conocido los últimos 35 años, pero con los medios de coerción reforzados, simbólica y materialmente. Ambas cosas nos darían un ‘no-Estado’ bastante raro ya que en realidad se trata de un Estado gendarme y punitivista. Es decir, el fortalecimiento de la esencia última del Estado, su característica coercitiva sobre las personas, sin derechos políticos ni sociales, dependiente del capital —“tanto tienes, tanto vales”—. Lo que daría lugar a más Estado represivo y menos Pueblo, como sociedad vinculada con derechos políticos y sociales.
En otras palabras, un ‘Estado anti-democrático’ —como las formas de Estado previas en la Historia a la democracia liberal o burguesa—, porque el pueblo deja de ser una comunidad política para pasar a ser esencia de un nacionalismo que, por tanto, está fascistizado y, a su vez, fascistiza al sujeto ‘pueblo’. Hayek ya lo decía: “Prefiero una dictadura liberal a un gobierno democrático carente de liberalismo”.
Así, la sorpresa desnortada, unida al desasosiego de aquellos primeros días tras la dana, se despertó no con los reaccionarios de siempre —la propaganda del Opus Dei o las intervenciones de diputados de Vox, que pueden sacar el rédito—, tampoco con el acontecimiento traumático —porque conocemos la situación climática que afrontamos como especie—, sino con la nueva reapropiación derechista. La que incluyó al lema: “Sólo el pueblo salva al pueblo”. “Vivir para ver”, pensé.
La incredulidad se cierne sobre el alcance de las tácticas y estrategias derechistas neocón reloaded, a pesar de que fue sólo un eslabón más en una línea táctica incesante y sobradamente señalada desde hace una década y de no ser la primera vez en la Historia que la reacción de turno las emplea. El pueblo sin conciencia de clase en la ecuación, y en esta fase del sistema capitalista, con las mutaciones del mercado posfordista, globalizado y tecnologizado expandiéndose constantemente desde la hegemonía neoliberal, a costa de lo público y mutando también algunas de las características del Estado, deja el camino abierto para una adulteración del lema popular. Para que el concepto ‘pueblo’ vuelva a ser el centro de nacionalismos, fascismos, intereses de las grandes burguesías concentradas y nuevos monstruos de época con características distópicas de Robber Barons [barones ladrones].
La victoria de Trump en la presidencia de la potencia en crisis no supuso sorpresa y desconcierto sino un augurio preocupante del giro de tuerca hacia la distopía por la que camina un país hegemónico que también chirría por sus costuras. Ganó Donald Trump, un estrambótico robber baron, que devendrá, por voto popular, en tirano.
Con súper millonarios en todas las máquinas estadounidenses, me acuerdo otra vez del acerbo musical con el que crecimos, y Green Day aparece con su “American Idiot” habiéndolo anunciado hace 20 años: “No quiero una nación bajo los nuevos medios. / ¿Puedes oír el sonido de la histeria? / La mente subliminal. / Bienvenidos a un nuevo tipo de tensión./ Todas las dimensiones de la alienación. / Donde nada parece estar bien. / Sueños televisivos del mañana. / No somos los que estamos destinados a seguir. / Eso es suficiente para discutir. (…). ¡Ahora todos hacen la propaganda! Y cantan en la era de la paranoia (...). Una nación controlada por los medios. / La era de la histeria de la información va a convertir en idiota a América”.
Y de la mano de su letra, abrumada por los recuerdos y el presente, pienso en Trump, y en sus clones del sur. Entonces, el hilo de la conexión y la memoria continúa deslizándose hasta traerme aquella canción de Bowie, “The man who sold the world”, que inauguraba los 70 y versionó Kurt Cobain en el 93: “Pensé que habías muerto sólo, hace mucho, mucho tiempo; oh, no, yo no, nosotros nunca perdimos el control, estás cara a cara con el hombre que vendió el mundo”.
¿Esos son los nuevos “salvadores” delegados? El ‘yo’ atomizado, encumbrado, frustrado e identificado sólo con identidades territoriales está aupando, mediante el efecto del populismo magnate contra lo público, a los grandes empresarios, que pasan de modelo triunfalista a señores del salvataje para un ‘pueblo’ que, desclasado y despolitizado, se canta así mismo con digna rabia pero “sin atributos” (W. Brown). Volvamos a recuperar la lucidez popular que llamó a los poderosos y ricos industriales de entonces: los robber barons. Miremos nuestra realidad percibiendo y desvelando la construcción de adoración que han conseguido desplegar “los barones ladrones” de hoy.