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Así ha titulado José Mota su programa especial de Nochevieja en Televisión Española para este final de año. Sálvese quien Putin. La trama del show es la siguiente: la Vieja del Visillo (un personaje recurrente en el imaginario del humorista) seduce a Carlos III del Reino Unido para que regrese a la Unión Europea y, de esa forma, unidos de nuevo, puedan hacer frente al villano Putin.
Esto no es una crítica: de hecho, quienes tenemos un humor curtido en los años 90 probablemente —casi seguro— caigamos en la tentación de verlo mientras pelamos langostinos, incluso aunque salga Joaquín el del Betis. Es realidad, y quitando a la vieja del visillo, la trama política que ha guionizado Mota no se diferencia demasiado de la narrativa que desde casi cualquier medio de comunicación se escribe sobre esta guerra: hay un héroe, un loco, mujeres rubias y unos cuantos secundarios de lujo.
El hecho es que, como de año en año, José Mota y sus parodias sonarán de fondo en los salones familiares, en esta ocasión seguido de Ana Obregón y los Morancos, que darán las campanadas desde la Puerta del Sol, porque nuestra televisión pública, en su deber de informar, formar y entretener, se ha tomado en serio esto de la nostalgia como herramienta política y así combina perfectamente con el resto de la parrilla de la televisión, cocinando el consenso cada día al calor de las mañanas de Ana Rosa y de las noches de Masterchef. En fin, siempre nos quedará Cachitos.
Antes de todo esto, de la añoranza bañada en caspa y del feliz año nuevo, vendrán las crónicas del telediario con sus balances de 2022, que se llenarán con las imágenes de esta guerra del sálvese quien Putin que ya hemos hecho costumbre pero que no dejan de ser horribles. Veremos de nuevo esos reconocibles bloques de vivienda, los paneláks, hechos escombros; esos sótanos oscuros de hormigón con colchones y mantas en el suelo; la nieve cubriendo las calles mientras alguien se lamenta frente al micrófono; las crónicas desde el exilio de las refugiadas que cenan solas en Navidad. Si un invierno nos parece duro, ¿no son ocho años de guerra ya suficientes?
A veces conviene saltar la valla del jardín de Borrell e irse a otras junglas, en otros continentes, para poder verlo todo más claro y sacarnos ese vergel de privilegio de nuestro blanco y occidental ombligo
Por eso, como rendicionista en nombre de la paz que es una, y como tantas que deseamos el final de esta escalada demencial, no dudaría en envainarme todos los “te lo dije”, aflojar las líneas rojas, y apostar por un proceso de paz dialogado que frene este conflicto y que construya los mimbres de una vecindad y una reconciliación que será dura, durísima, pero que no podemos dejar de permitirnos.
Leo en La Vanguardia una entrevista a una experta en geopolítica del CIDOB que insiste en la derrota rusa como el único camino posible, porque Putin es un trastornado, y porque con un dictador no se negocia, a no ser que sea emir de Qatar o que lo que haya en juego no sean muertos sino la Supercopa, y me pregunto si no habrá para ella un papelito en el especial de Jose Mota. Leo también a Margarita Robles, que dice que “la paz es una batalla que vale la pena librar" y a razón de los 27.000 millones de euros para Defensa de los Presupuestos Generales del Estado —más todo lo que cada semana se desliza en el Consejo de Ministras— vaya si la está librando. Leo que Iberdrola, Repsol, Shell y TotalEnergies han obtenido beneficios récord por el aumento del precio de hidrocarburos, y que Blackrock, el fondo buitre que saquea las crisis en todo el mundo, financiará la reconstrucción de Ucrania. Leo asimismo que Zelensky ha dicho que la histórica inversión en armamento que realiza Estados Unidos no es caridad, sino una inversión, y leo que en Reino Unido, los torys acusan a las enfermeras en huelga por la sanidad pública de ayudar a Putin con sus demandas. Y la verdad es que me pregunto si igual lo que pasa es que leo demasiado. Por eso a veces conviene saltar la valla del jardín de Borrell e irse a otras junglas, en otros continentes, para poder verlo todo más claro y sacarnos ese vergel de privilegio de nuestro blanco y occidental ombligo, comprobando así que, como advertía Fernán Gómez, no es lo mismo que llegue la paz que que llegue la victoria. Sería muy de agradecer que quienes esgrimen una por la otra no las usen como sinónimos.
Cada discurso institucional que combina guerra, pandemia y crisis climática como marco para cualquier decisión política, como excusa para encoger los hombros, alimenta la idea de que la guerra es una especie de vicisitud, de catástrofe natural, a la que nos hemos resignado. Llegadas a este punto, con un número de muertas imposible de asumir —sea cual sea, porque el baile de cifras es delirante, de las 240.000 entre civiles y militares que calcula EE UU a los casi 7.000 civiles que acaba de confirmar Naciones Unidas—, y con casi ocho millones de refugiadas y desplazadas que estima ACNUR, por no hablar de la destrucción de infraestructuras y el desmantelamiento de los servicios más básicos, habría que estar muy loco, o ser muy cínico, o un gran inversor, para seguir aplaudiendo el sadismo de una victoria y no la sobriedad triste pero necesaria de una paz.
Hay quienes sueñan con derrotas que tienen más que ver con su timeline de twitter, sus enemigos de andar por casa y sus ganas de tener razón que con cualquier lógica bélica o pacifista
Un final a este conflicto no es una ingenuidad ni un imposible: ingenuidad es pensar que solo una derrota, una humillación que sacie sus antipatías, sería un final justo para esta locura. Hay quienes sueñan con derrotas que tienen más que ver con su timeline de twitter, sus enemigos de andar por casa y sus ganas de tener razón que con cualquier lógica bélica o pacifista. Pero proponer una paz dialogada ni nos hace rendicionistas ni triunfalistas, ni arroja a quienes la defendemos a los brazos de los “apologetas del genocidio”, que los hay, también, porque ojo con el antiimperialismo que se nos está quedando, que a veces nos hace tener compañeros de cama bastante oscuros, y una quiere acostarse con Lenin y acaba madrugando al lado de Berlusconi.
De lo contrario, —y ojalá, de nuevo, me equivoque, como cuando creí que la guerra nunca escalaría, y que de hacerlo, sería corta y rápida— las excusas se convertirán en consecuencias y, en la otredad deshumanizada del enemigo, asumiremos como inevitables posiciones que no deberían defenderse desde el internacionalismo o desde las izquierdas, donde se supone que estamos, digo yo, para ser buenas personas.
Volviendo a Los Morancos y a las campanadas, quizá haya quien recuerde aquella vez en que Miss Melilla subió al escenario en el Certamen de Miss España 2001. Ella llegó, finalista, con su banda y el más bonito de sus vestidos de cóctel dispuesta a responder, lo mejor que sabía, las preguntas que disparaba el jurado. Le tocó contestar la del embajador ruso de entonces en España, Borís Mayórskiy. ¡Ah, el flow 2000! Rusia era entonces un país amigo —hasta potencial aliado de la OTAN—; Putin, un tipo cabal, y el Rey Emérito, un socio fiable que casi, casi, le vende Repsol al Zar. La gala transcurría en Xátiva, edén mediterráneo para la clase media aspirante a la multipropiedad y a la pensión completa, y ser miss, era un sueño que muchas niñas abrazábamos fantaseando con desfiles en bañador y tacones.
Entonces, el embajador ruso preguntó a Miss Melilla: “¿Qué sabes de mi país?”. Ella, temblorosa, dubitativa, pidió que le repitieran la pregunta. ¿Que qué sabes de mi país, Rusia? La joven solo atinó a titubear una respuesta, humilde y sincera: “No sé mucho. Es un país donde vive gente maravillosa, y ha habido en el tema de política algunos cambios… y no sé mucho más”.
No hubo piedad con Miss Melilla. No había YouTube ni Tiktok entonces, pero su respuesta quedó como una mofa en el imaginario popular y todavía circula en la red. ¡Qué tonta! ¡Qué básica! ¡Qué ignorante, Miss Melilla!.
Pero, ¿quién no ha sido Miss Melilla en esto del análisis internacional? ¿Qué tenía que saber aquella chica de Rusia? ¿Qué sabemos en realidad del mundo que nos rodea? ¿Qué sabemos nosotras de cualquiera de los salvajes que habitan allende el jardín de Borrell?
Que lo personal es político lo aprende una poco a poco. Que lo personal también sea internacional es algo más complicado. Es difícil hacer de lo internacional una causa propia cuando el mundo se narra en clave de vallas de Melilla y de “sálvese quien Putin”. Pero el pacifismo militante ha tenido siempre claro el horizonte, que es justo el opuesto a las grandes cumbres de señores de la guerra y a los diplomáticos de traje y corbata, y que pasa por hacer personal lo internacional, para que lo humano no nos sea ajeno. Así que, como siempre nos desean las Misses, como dicen todos los villancicos, y casi seguro, como también nos griten Ana Obregón y los Morancos desde la Puerta del Sol, paz en el mundo para este 2023. Paz. Pero de la buena.
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Creo que es uno de los artículos que mejor reflejan la realidad de la guerra en Ucrania.
Mis felicitaciones.
Un artículo maravilloso: sin sesgos, sin parcialidad y honesto.
¡Cuánto me alegro de haber llegado a El Salto!