Opinión
Putas: ¿de la prostitución a la proletarización? La propuesta republicana

Las posiciones prohibicionista, regulacionista y abolicionista de la prostitución aspiran, cada una a su manera, a imponer al conjunto de la sociedad un concepto y una práctica de sexualidad y reservan al trabajo un espacio más amplio que a la libertad.

Trabajo sexual
Trabajadoras del sexo se manifiestan, en 2014, Madrid en contra de la ordenanza municipal que incluye la sanción a los clientes. Adolfo Luján
14 oct 2019 06:00

El debate feminista actual sobre la prostitución es de la máxima relevancia, pues sacude nada menos que las instituciones del Patriarcado y el Trabajo, además de replantear el espacio de la libertad. Pueden identificarse tres posiciones en el debate, aunque las diferencias y matices son muchas: prohibicionista, abolicionista y regulacionista. En lo que refiere al concepto y sentido de la sexualidad, el prohibicionismo (posición no feminista) la concibe como un don cuyo fin es la procreación en el seno de la familia, a la que debe supeditarse, estableciendo prevenciones sobre toda práctica sexual orientada al placer, en especial de las mujeres. El prohibicionismo censura la prostitución por tratarse de sexualidad no procreativa y extramatrimonial. Es patriarcal o, cuanto menos, familista.

En cambio, abolicionismo y regulacionismo conciben la sexualidad como un don de la persona que, junto a algunos más, es esencial para su libertad, y no solo un medio para la procreación. La soberanía personal es ahora el valor superior y, para no cercenarla, consideran irrenunciable el dominio de cada persona adulta sobre su sexualidad. Por tanto, abolicionismo y regulacionismo son antipatriarcales y, al menos en un sentido específico, liberales, por defender la extensión de los derechos de la persona a todo lo que concierne al ejercicio de la sexualidad.

En lo que refiere a los procedimientos lícitos de relación sexual, cambian las posiciones: prohibicionismo y abolicionismo coinciden en su rechazo al comercio sexual. Creen que hacer de la sexualidad una mercancía supone una desnaturalización, o una degradación, o una perversión; que no es posible mercantilizar ese don humano sin que la misma persona quede comprometida íntegramente, reducida a mercancía o esclava; o deshonrada, ella y también su familia en algunas posiciones prohibicionistas. Porque la sexualidad —sostienen prohibicionistas y abolicionistas—, a diferencia de otros bienes humanos, no puede alienarse de la persona, o de la familia, por ser una condición intrínseca del ser personal, o del honor familiar.

Pero es distinta la fundamentación que lleva a prohibicionismo y abolicionismo a rechazar el comercio sexual: el prohibicionismo, deudor de la cosmovisión judeocristiana, considera la actividad sexual un bien sagrado, mientras que otros atributos y actividades humanas serían profanas. En consecuencia, debe supeditarse al “oficio sagrado” (sacrificio) de la concepción en el matrimonio. El abolicionismo sigue otro camino para concluir también rechazando la mercantilización del sexo.

Porque su fuente no es el libro revelado, sino la Ilustración y su concepto secularizado del ser humano: las abolicionistas creen que son lícitas todas las posibilidades sexuales, pero siempre que no queden sometidas a propósitos ajenos a la afectividad y el deseo, como ocurre cuando se realiza para sustento material o lucro. Esto, aseguran, compromete gravemente (aliena) la libertad de la persona.

Mientras que el prohibicionismo llega a abominar el comercio sexual, el abolicionismo es celoso de las libertades personales y defiende una pedagogía que enseñe el valor intrínseco de la sexualidad

Son distintos también los medios que prohibicionistas y abolicionistas consideran adecuados para impedir la mercantilización del sexo: el prohibicionismo enfatiza la gravedad del comercio sexual femenino, que llega en casos a abominar (pecado), y propugna su ilegalidad o, incluso, su castigo según códigos de honor familiar. El abolicionismo, celoso de las libertades personales, no defiende su ilegalización, sino una pedagogía que enseñe el valor intrínseco de la sexualidad y políticas que eviten la necesidad de venderla, y que denosten a quienes quieran comprarla.

Por su parte, el regulacionismo sostiene que el comercio sexual adulto no coaccionado es una opción lícita: según ellas, la autonomía de la persona, que valoran con igual énfasis que las abolicionistas, queda a salvo, aun cuando la propia sexualidad se comercie. Piensan que vender la capacidad sexual es una más, entre otras opciones, en el ejercicio de la autonomía del individuo.

Porque, según ellas, la persona es, por así decirlo, un reducto, una esencia previa, que no sufre menoscabo por alienar su sexualidad, mientras esa sea su decisión. Más aun —piensan—, hacer lícito y legalizar el comercio sexual ampliaría el espacio de la libertad en nuestras sociedades. Es llamativo que el regulacionismo coincida con el prohibicionismo en admitir que la sexualidad pueda ser un medio para otro fin, aunque sean fines distintos: el oficio sagrado de la procreación unas, el ganarse la vida o enriquecerse las otras. El abolicionismo se queda solo en la propuesta moral de una sexualidad siempre autotélica.

El debate sobre la licitud de la venta de la sexualidad lleva, inevitablemente, al debate de si la prostitución es “trabajo”. Si “trabajo” es, según las ideologías triunfantes, todo atributo humano que se pone a la venta, ¿por qué no la prostitución?; o ¿qué tiene la sexualidad que no tienen el resto de atributos humanos mercadeados, que justificaría que se la excluya de los trabajos? Y otra interrogante, desde otro ángulo: si se acepta que quienes se prostituyen son gente proletaria o trabajadora, ¿hay que aceptar entonces que es prostituta toda la gente que está atenida a un jornal o un salario? Esta es precisamente la gran cuestión en el debate de la filosofía política republicana. Para el republicanismo, la primera condición para ser libre es que la propia existencia material no dependa de otras personas sino que esté garantizada mutual e incondicionadamente por toda la ciudadanía que constituye la comunidad política. Y a ello se orientan centralmente las propuestas republicanistas, a que la existencia material de cada ciudadano/a quede garantiza por toda la ciudadanía, como inalienable propiedad o derecho. Porque la propiedad para el republicanismo no es tanto la garantía de la suficiencia material como la garantía de pertenencia y de pertinencia política del sujeto, que es pleno sujeto político solo si es autónomo entre los otros. Por eso, el republicanismo contemporáneo, universalista, quiere extender la propiedad, así entendida, a cada persona integrante de la comunidad (a cada una, no a todas, colectivizada, como quiso el marxismo), como requisito primero de un nuevo pacto de ciudadanía, para que cada uno tenga su propiedad y nadie tenga la de otros. La propiedad republicana ha de tener límites precisos: suficiente para proveer la autosuficiencia a cada uno/a, insuficiente para excederla.

Si se acepta este planteamiento, quienes tienen en la prostitución, o en el jornal o salario, su medio de vida están en posición servil, desposeídos/as; no son libres. Harán seguramente del sustento material y el enriquecimiento el fin de sus vidas (como quieren los productivismos smithiano, marxista o socialdemócrata), pero difícilmente pueden acercarse a la virtud cívica y alcanzar la madurez política, valor supremo republicano, solo posible cuando se ha dado de lado a la necesidad, sea de subsistir o de acumular. Porque “los lazos de la necesidad no necesitan ser de hierro, pueden ser de seda” (Hannah Arendt).

Muchas feministas se esfuerzan en convencernos de que el modo de que desaparezca el estigma de la prostitución es convertirlas en “trabajadoras del sexo”, manteniendo una ideología trabajocéntrica

El republicanismo despoja de aura a la necesidad y a sus instrumentos el trabajo y la producción, colocando en el centro el valor de la libertad. Pensamos que el feminismo ganaría mucho incorporando esta noción de libertad como no dependencia a otr@s, pero señaladas teóricas han contribuido, quizá sin proponérselo, a mantener estas ideologías trabajocéntricas, por ejemplo, cuando llamaron “trabajos reproductivos” a las actividades asignadas convencionalmente a las mujeres, pretendiendo así equipararlas a las asignadas a los varones. Hoy volvemos a encontrar muchas feministas, consciente o inconscientemente productivistas, esforzándose por convencernos de que el modo de que desaparezca el estigma de la prostitución y de que las prostitutas tengan protección pública es convertirlas en “trabajadoras del sexo”: “Las putas también somos clase obrera”, proclaman ufanas Putas Indignadas.

¿Hemos de pensar que las putas que reclaman derechos asumen el discurso trabajocéntrico? ¿O lo que quieren en realidad es protección pública (propiedad) ante los golpes del destino, la enfermedad y el envejecimiento? ¿Se reivindican trabajadoras porque están henchidas del aura que Marx insufló al proletariado o solo porque saben que, hoy por hoy, debido a la salud del trabajocentrismo, el trabajo sigue siendo la puerta principal de entrada a los derechos ciudadanos?

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La censura de la Universidade da Coruña no evitó unas jornadas donde finalmente las trabajadoras sexuales tuvieron su voz.

De otro lado, las feministas que niegan que la prostitución sea trabajo deberían explicar qué las ha convencido de que sí es alienante vender la sexualidad y no es alienante vender otras capacidades humanas. ¿No es también importante la capacidad de diseñar, de construir, de pilotar, de hablar, de curar, de cuidar…? Si siguen cerrándose a admitir que no solo es alienante entregar a otros la sexualidad “por un puñao de parné”, sino otras muchas capacidades, tendrían que explicar al menos qué las diferencia del prohibicionismo, que separa como bien sagrado la sexualidad del resto de atributos humanos.

Por último, las tres posiciones, cada una a su modo, aspiran a imponer al conjunto de la sociedad un concepto y una práctica de sexualidad. Se alejan del pluralismo de los valores y la inclusión del otro (Rawls, Habermas) a que debe aspirar toda comunidad política que, en lugar de al Trabajo, reservase el espacio más amplio a la Libertad. No tendría que ser así, porque, en lo que refiere a las prácticas sexuales y a su consideración como fin o como medio, la polis debería favorecer la mayor diversidad y huir de cualquier perfeccionismo moral: protegiendo al conjunto de la ciudadanía con los bienes primarios elementales (sanidad, educación, vivienda, información, participación política, medio ambiente saludable y renta básica universal e incondicional). Para que fuera igual de factible a cada quien optar por la abstinencia o la promiscuidad, por la heterosexualidad, la homosexualidad o la bisexualidad, por la monogamia o la poligamia, por la prostitución o la procreación sagrada. Para que el único límite infranqueable fuera que nadie pudiera imponer a otr@s cualquier práctica, cualquier creencia. Pero esto exigiría tomarse en serio el pluralismo y la libertad, no el trabajo, el crecimiento y la economía.

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#41058
14/10/2019 20:10

Yo no hubiera puesto a un hombre para escribir de feminismo y de prostitución.

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1
#41074
14/10/2019 23:41

nadie te ha preguntado

5
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#40998
14/10/2019 13:09

Está bien avanzar en los derechos de las prostitutas... Pero, ¿si suprofesión se regulariza sus clientes serían normalizados y vista su conducta como algo normal? ¿Dónde se coloca al putero?

4
3
minúscula
14/10/2019 12:08

Muy buen texto en un interesantísimo y complejo debate, gracias... Me quedo con las conclusiones y especialmente la parte final del último parrafo [...] Para que el único límite infranqueable fuera que nadie pudiera imponer a otr@s cualquier práctica, cualquier creencia. Pero esto exigiría tomarse en serio el pluralismo y la libertad, no el trabajo, el crecimiento y la economía. [...]

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