Opinión
Luz de gas: el camino hacia la nueva histeria

¿Cuánto de misoginia, tradición patriarcal heredada y presunción de histeria arrastramos a la hora de valorar el testimonio de una mujer?
8M 2022 en Madrid - 5
8M: derechos para todas todos los días Elvira Megías
1 abr 2022 06:00

Sucede con frecuencia en este mundo de globalización que despreciamos términos de nuestro castellano en favor de su pobre versión yankee. A veces nos arrojamos a tal deriva de manera voluntaria; otras, simplemente, caemos en ella sin querer. Sea como fuere, apostamos por el running, y no por correr; por el coaching, y no por entrenar; por el feedback, y nunca por la retroalimentación. Es el caso también del concepto originario del dramaturgo Patrick Hamilton, gaslighting, el cual vendría a traducirse literalmente como “hacer luz de gas”. Pese a contar este término con casi un siglo de historia —la pieza teatral homónima de Hamilton se remonta a 1938—, no ha sido hasta los últimos años que se ha extendido coloquialmente.

Cuando un individuo “hace luz de gas” a otro se debe a que está siendo increpado por un previo comportamiento reprobable. Para no tener que sucumbir a la realidad y reconocer que puede haberse equivocado, emplea esta táctica de manipulación

Gaslight o luz de gas hace referencia a un particular tipo de abuso psicológico dirigido a minar la confianza que la víctima tiene en la validez de su memoria, percepción, criterio o salud mental en general. En su mayoría, cuando un individuo “hace luz de gas” a otro se debe a que está siendo increpado por un previo comportamiento reprobable. Para no tener que sucumbir a la realidad y reconocer que puede haberse equivocado, emplea esta táctica de manipulación. Si hacemos dudar a la víctima de su testimonio, el debate sobre nuestra actuación queda suspendido.

El procedimiento es siempre sutil e indirecto. Son frases mordientes, a la vez que lo suficientemente resbaladizas como para sortear las alertas que a cualquiera nos podrían saltar ante un agravio así: “qué exagerada, solo era una broma”; “son imaginaciones tuyas”; “anda, no seas dramática, cómo te pones así por eso”, y un largo etcétera. De este modo, en caso de descubrirse el pastel, el maltratador en cuestión podrá negar hasta el mínimo atisbo de luz de gas.

El maltrato psicológico que supone recibir este cuestionamiento de la integridad y capacidad personal de manera constante se traduce en ocasiones en una verdadera enfermedad mental, desde serios problemas de autoestima hasta ansiedad o depresión

Por desgracia, estas prácticas pueden llegar a convertirse en una profecía autocumplida. El maltrato psicológico que supone recibir este cuestionamiento de la integridad y capacidad personal de manera constante se traduce en ocasiones en una verdadera enfermedad mental, desde serios problemas de autoestima hasta ansiedad o depresión. Es debido a ello que el concepto de gaslighting ha hecho recientemente su entrada en los círculos de investigación psicológica. No obstante, su naturaleza es previa a la clínica, pues nace de unas estructuras cuyo análisis nos corresponde a quienes nos consagramos a las humanidades y ciencias sociales.

Gaslighting fue la palabra que la American Dialect Society estableció como “más útil” en 2016 en su clasificación anual. Tal condecoración no se debe a que la generación actual sea más sociópata que las anteriores. Tampoco más misógina, aun cuando el 46% de las mujeres en Estados Unidos afirmaba en 2017 haber sufrido alguna vez este tipo de abuso psicológico según un estudio realizado por YouGov. En su lugar, este fenómeno en auge se correspondería más bien con aquello que la filósofa inglesa Miranda Fricker denominó epistemic injustice para resaltar la dimensión ética de la epistemología.

La injusticia epistémica pone el foco en prácticas que desacreditan el discurso y testimonio de un individuo, invalidándolo como sujeto de conocimiento. Fricker diferencia entre dos tipos: injusticia testimonial e injusticia hermenéutica. En un esbozo a vuelapluma, podemos decir que la primera se produce cuando una serie de prejuicios desacreditan al hablante por su condición identitaria, anulando aquello que expresa. Por ejemplo, lo vemos con más frecuencia de la deseada en profesionales sanitarios que retrasan el diagnóstico de enfermedades como la endometriosis. El testimonio femenino acerca del dolor siempre ha estado en desventaja frente a los hombres, más aún en lo concerniente a la menstruación: somos exageradas, gemebundas y cargantes. Mientras, la injusticia hermenéutica es algo más compleja.

Esta hace referencia a un estadio previo en el cual carecemos de las herramientas epistémicas para poner palabras a nuestra experiencia, así como la sociedad en la que estamos insertos para comprenderla. Un ejemplo claro de esta injusticia hermenéutica se encuentra en las violaciones en el seno de una pareja, pues para la gran mayoría de individuos y culturas sigue sin interpretarse como una violación en sí misma.

Que no existiera un término para denominar a este descrédito hacia las mujeres que recoge ahora “hacer luz de gas” solo corrobora que venimos de una trayectoria ampliamente machista y patriarcal

Durante muchos años pudimos excusarnos en la segunda injusticia para no admitir un ejercicio de la primera. Que no existiera un término para denominar a este descrédito hacia las mujeres que recoge ahora “hacer luz de gas” solo corrobora que venimos de una trayectoria ampliamente machista y patriarcal. Confío en que ningún lector se asombre si afirmo que las estructuras de poder siempre han dejado en un lugar privilegiado a lo que María José Capellín llamó BBVA (blanco, burgués, varón y adulto). También es así cuando se trata de epistemología, pues los saberes más sofisticados no son castillos en el aire, exentos de dinámicas de poder.

Si todas aquellas frases a las que hacíamos referencia al comienzo logran su cometido a la hora de desacreditarnos a las mujeres como sujetos de conocimiento se debe a que se construyen sobre estructuras socioculturales de desigualdad patriarcal. Si cualquiera de ustedes le dedicara unos minutos, estoy segura de que encontraría un sinfín de ejemplos, de la vida diaria, pero también de las narrativas de la literatura, el cine o la historia. He de confesar que mi caso favorito, con diferencia, es el de la filósofa francesa de origen judío Simone Weil, conocida como “la virgen roja”.

Weil era un personaje incómodo a ambos lados del espectro ideológico. Estaba comprometida con el proletariado francés y sus huelgas, pero era crítica con el estalinismo de la época. Defendía ante todo el pacifismo, pero no dudó en unirse a la Columna Durruti y sostener un fusil tras el golpe de estado franquista del 36. Tuvo varios encuentros místicos con el Dios cristiano, los cuales relata en sus escritos de forma bellísima, pero jamás quiso bautizarse debido al oscuro dogmatismo de la Iglesia.

Es en este último aspecto donde psiquiatras, filósofos e historiadores —por casualidades de la vida, todos hombres, vaya usted a saber por qué— han basado sus análisis sobre la mística de Weil en un flagrante ejercicio de luz de gas. No les privaré de conocer sus nombres: Javier Álvarez, Paul Giniewski, José Antonio Marina, Wolfram Eilenberger o Charles Moeller son algunos de ellos. Con diferencia, estos dos últimos son los más audaces. Uno achaca las experiencias religiosas de Weil a delirios causados por la fuerte medicación para el dolor que tomaba. El otro, a carencias casi psicoanalizables por no haber llegado nunca a ser madre.

¿Es realmente un caso excepcional el descrédito hacia Simone Weil? Por desgracia, no. La manipulación psicológica que supone hacer luz de gas es, en su mayoría, sufrida por mujeres

¿Es realmente un caso excepcional el descrédito hacia Simone Weil? Por desgracia, no. La manipulación psicológica que supone hacer luz de gas es, en su mayoría, sufrida por mujeres. No se trata de un fenómeno novedoso: la sociedad siempre nos ha retratado como unas “locas del coño”, en el sentido más literal de la expresión soez y cisnormativa. Al parecer, en este caso, en lugar de quedarnos en los anglicismos, hemos logrado apropiarnos desde el castellano del helenismo, traído desde Francia, “histeria” (ὑστέρα, que significa útero).

Ni Patrick Hamilton ni Miranda Fricker estaban inventando nada cuando escribían. La diferencia es que, gracias a ellos, ahora contamos con las herramientas interpretativas para dar nombre a una injusticia epistémica que se ejerce sistemáticamente sobre los discursos y experiencias que brotan de la alteridad: de la mujer, del racializado, del discapacitado, de quien tiene una sexualidad o expresión de género disidente.

Por último, y antes de sucumbir a malinterpretaciones que me categoricen como abanderada del nihilismo, haré un último alegato. La solución a la luz de gas y a la injusticia epistémica no se halla en dar por válido, acríticamente, cualquier discurso. La honradez, por el contrario, se sitúa en la pregunta previa de autocrítica que debemos realizarnos a nosotros mismos como supuestos jueces del conocimiento: ¿cuánto de misoginia, tradición patriarcal heredada y presunción de histeria arrastramos a la hora de valorar el testimonio de una mujer? Aunque, quizás, el problema del gaslighting no sea para tanto y solo esté exagerando.

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