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El guatemalteco Augusto Monterroso escribió en 1959 uno de los microrrelatos más breves de la literatura en español. Titulado El dinosaurio, las siete palabras de este pequeño cuento dejaban tras de sí un halo de misterio, incomprensión y ganas de saber. “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. ¿Qué simboliza el dinosaurio? ¿Quién estaba durmiendo y durante cuánto tiempo lo hizo? ¿Estaba solo? ¿Qué lastre supone ese animal prehistórico y por qué no se ha marchado todavía? Existen infinitas interpretaciones. Una de ellas podría ser la sensación de estar combatiendo contra algo mucho más grande, mucho más antiguo. Que después de una calma aparente, todo sigue igual. El dinosaurio aún está.
Cuando la pandemia explotó —por primera vez— , se declaró el estado de alarma y muchas nos tuvimos que quedar en casa. Mirábamos por la ventana, aplaudíamos de vez en cuando y se nos empezaba a llenar la boca con una de las palabras que más se repitió durante los primeros meses: esencial. Las que estaban al frente en los peores momentos haciéndose cargo de todo lo que no podía parar: sanitarias, limpiadoras, cajeras. Las que sostenían la vida en lo público, pero también en lo privado: las trabajadoras del hogar y los cuidados. Como una ola, el covid-19 llegó y lo arrastró todo. Desde las asociaciones y colectivos organizados desde hace años alrededor de este sector laboral incidieron en el mismo punto cuando aún ni se empezaban a atisbar los daños: todo lo que pase no tendrá tanto que ver con la corriente de resaca, sino con la inestabilidad de los cimientos.
La aprobación de un subsidio extraordinario de desempleo se celebró como una victoria amarga. Lo que se quedaba fuera era demasiado como para levantar los puños en alto. Las compañeras en situación administrativa irregular, las que trabajan sin contrato, las que habían despedido antes del 14 de marzo… y a todo ello se sumaban las tramas burocráticas para poder realizar el trámite. En el mismo anuncio de la medida ya empezaba la derrota. Celebrar la condición extraordinaria de esa prestación también implicaba pasar por alto que hace ya diez años, con la aprobación del RD 1620/2011, se recomendaba la conformación de un grupo de expertos que evaluase la creación de un subsidio de desempleo en el sector. Nunca pasó, y con la enmienda 6777 a la Ley de Presupuestos del Estado del 2018 también se pospuso la cotización por los salarios reales de las trabajadoras del hogar.
“No queremos nada extraordinario, queremos lo que el resto de trabajadores tienen”, decían tajantes. Los pañitos calientes que suponían las medidas aprobadas durante la pandemia se iban quedando tibios por la tardanza y la espera. Mientras los cuidados no se podían postergar ni cancelar, las condiciones laborales de las llamadas esenciales bailaban entre la explotación sin descanso y el abandono sin techo. Despedidas sin una alternativa habitacional las internas, obligadas a vivir con sus empleadores las externas. “Esto nos sirvió para pellizcarnos”, me contaba una trabajadora del hogar con mucha experiencia en organizaciones. A pesar de los años que llevaba reivindicando y señalando la ausencia de derechos laborales en el sector, al quedarse sin trabajo durante los meses de pandemia fue realmente consciente de que la cosa no iba de empleadores buenos y malos, sino de una desigualdad estructural.
Pero en los peores momentos surgieron las cajas de resistencia, las redes vecinales, la coordinación entre asociaciones, la plataforma #RegularizaciónYa, el apoyo en los trámites burocráticos. Fue la muestra del músculo latente de quienes llevaban décadas guardándose las espaldas y dándose aliento. Allá donde no llegaron las instituciones, lo hicieron ellas: no complacientes, siempre con la denuncia en la boca de que ese no debía ser su papel, pero que de ello dependía la vida.
Como con cualquier proceso de transformación social, la lectura de un microrrelato también requiere de una colaboración activa, una reinterpretación del sentido, un proceso de doble dirección. Cuando ellas se despertaron, el dinosaurio todavía estaba allí. Pero ellas no estaban solas.
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No. En los años que llevo luchando, he aprendido que no se puede conciliar mientras se acaba con el trabajo.
Son muchos años de militancia, la mayoría clandestina (y no digo ilegal), y por eso pienso que es mejor profundizar en la cuestión de la autogestión.
Para mí, la vida, nunca ha sido buena, y es mejor, como dice Richie, mentir que claudicar.
Aún no sé si Richie es soriano, pero habla de Soria, y, ella, parece que está en su corazón.
Por lo demás, parece que se os ha colado un ídolo, y para mí los ídolos no valen nada.
Os digo la verdad: no me gustan las negociaciones, no me gustan nada aquellas en las que tienes que perder y ellos no.
No os digo nada.
Os dejo en paz.
Ni saludos, ni sorianense.
Solo:
Adiós.