Opinión
La guerra que mató el Gernika

Cuando se cumple un año de la guerra no se vislumbra una rebaja de los discursos grandilocuentes y de la comparación maniquea con la Guerra Civil española.
visita de Pedro Sánchez al Parlamento ucraniano.  7
Visita de Pedro Sánchez al Parlamento ucraniano. Foto Jorge Villar/Pool Moncloa - 7

No quería sumarme a los miles de artículos y reportajes que se publicarán estos días para conmemorar un año de la guerra en Ucrania. Me produce una profunda pereza, como los directos de Ana Pastor desde Kiev o las columnas solemnes de quita y pon. Para empezar, porque esta guerra no cumple un año, cumple un año y 2.879 días, si las cuentan no me fallan. También cumple veinte mil muertos y ocho millones de refugiadas, y otro sinfín de cumpleaños tristes que seguro, otras relatarán mejor que yo.

Pero es difícil resistirse a la guinda del surrealismo patrio que ha sido cerrar este aniversario de la guerra que mató al Gernika. Me refiero al Paseo de los Valientes que Pedro Sánchez ha realizado en su visita de cumpleaños a Kiev, escenificado para anunciar solemnemente el envío de diez Leopards que se suman a los 238 millones de euros en exportaciones autorizadas por Moncloa como ayuda militar. Aunque yo no me haría mucho caso con las cifras, pues bailan cada semana, como cada semana en el Consejo de Ministros se deslizan nuevos gastos para el esfuerzo de guerra en un goteo silencioso que no siempre queda claro en los Presupuestos Generales del Estado.

Sánchez, flanqueado de hombres color caqui, cargado de Leopards y de razones, ha sacado pecho y tirado de memoria histórica para defender su apuesta militar de alumno aventajado. “Fuimos un país olvidado” lamenta, sacando el comodín de la Guerra Civil. A nosotros, dice, en el 36, no nos ayudó nadie.

Hacer brocha gorda con la historia, forzando comparaciones, que siempre son odiosas, es arriesgado. Claro que no ha sido Sánchez el primero en hacerlo, el propio Zelensky ya lo hizo ante al Congreso de los Diputados el mismo día que cargó contra Porcelanosa, como igualmente han tirado de guerracivilismo algunas voces que exigían armar al ejército ucraniano. A ellos parece que también les queda grande el Gernika. 

La guerra de Ucrania no es una guerra de ideas, como lo fue la española, en la que un golpe de estado militar, aupado por el fascismo europeo, arrasó con una democracia de izquierdas que desestabilizaba el mapa del poder continental. Por eso los aliados —los ingleses, los americanos y, dolorosamente, los franceses, never forget— se quedaron quietos, esperando, dejando pasar los bombarderos de la Legión Cóndor, apaciguando a Hitler en una política de no intervención que garantizaba entonces ganar tiempo y proteger de paso el liberalismo europeo del fantasma rojo que recorría Europa.

Las cosas en Ucrania son bien distintas, para empezar, por la propia configuración del país, dividido hace décadas entre dos mundos. El golpe de Estado también lo dio la derecha y la ultraderecha, pero fue en 2014. Y aunque también fue aupada desde fuera de sus fronteras, en las revueltas de la plaza de Maidán había un hartazgo legítimo de una población que arrastraba las consecuencias de un estado fallido, de una transición del sovietismo al libre mercado en la que las oligarquías  a este y oeste del telón les habían robado el futuro.

Lo explica estupendamente una voz discordante desde Ucrania, Volodomyr Ishcenko, que definió el Maidan como una “revolución deficiente". El gobierno de Poroshenko, surgido de las protestas, no era un gobierno legítimo, pero su propia ingobernabilidad sí que legitimó posteriormente a Zelensky, que supo leer el descontento popular y ganar unas elecciones. En su programa, por cierto, prometió la paz en Donbass, la región que, desde el golpe de estado, se había declarado en rebeldía, y que en 2022 sumaba ya 14000 muertos en una guerra en permanente estado de coma pese a los acuerdos de Minsk, que hasta hace un año no importaban a nadie. Ni siquiera a los rusos.

Rusia apela a Dios, Familia y Tradición para ganar apoyo popular en un estadio lleno de banderas, sí, pero rojas, ninguna

También debería saber Sánchez, antes de tirar de clásicos, que a España no la olvidaron todos: la Unión Soviética o México ayudaron a la República, pero sobre todo, lo hicieron personas voluntarias. El internacionalismo solidario  que representaron las Brigadas Internacionales, antifascistas de todo el mundo que fueron a combatir al fascismo, fue uno de los episodios de dignidad más hermosos del siglo XX europeo. Tampoco es así en Ucrania. Si bien al inicio del conflicto hubo brigadas y combatientes que acudieron llamados por la guerra de las ideas, su configuración era bastante diferente: al oeste llegaron, sobre todo, desde la extrema derecha centroeuropea, que vieron en el etnonacionalismo y los ultras institucionalizados en la Rada una oportunidad para jugar con pistolitas. Al este llegaron desde una izquierda que quiso ver en Donbass un frente antifacista de otros tiempos, pero a los que arrasaron en gran parte las propias lógicas internas, los sospechosos atentados contra los líderes militares de las revueltas y la difícil convivencia de idearios que bullían en la zona, del imperialismo ruso al socialismo que evocaba épocas mejores.

Hoy hay ultraderechistas y etnonacionalistas a ambos lados del frente (y si quedan dudas, solo hay que escuchar el último discurso de Putin) y la guerra de las ideas no es tal. Ucrania no es una democracia a la europea: lleva desde los 90 lastrada por la corrupción y la pobreza y, guerra mediante, ha ilegalizado a medio parlamento para borrar cualquier rastro de disenso e instaurar un nacionalismo identitario peligrosamente ultra. Rusia no desnazifica, ni limpia, ni da esplendor al antiimperialismo que muchas anhelamos. Rusia apela a Dios, Familia y Tradición para ganar apoyo popular en un estadio lleno de banderas, sí, pero rojas, ninguna.

Mientras que a España se le negó adquirir armas en los arsenales internacionales, a Ucrania se le ha armado hasta los dientes a un ritmo insostenible que exige más madera

En la Guerra Civil, los mercenarios venían de la guardia mora a sueldo del franquismo para entrar en los pueblos a sangre y fuego. Hoy, la privatización de las guerras a gran escala permite que los gobiernos contraten a Blackwater, a Wagner, a Defion, o Garda con dinero público, engordando una creciente industria militar que no mueve solo armamento —con beneficios récord este año en todo el mundo como muy bien ha reflejado Yago Alvarez sino que moviliza a cada vez más personas —hombres jóvenes y pobres en su mayoría— a sus filas. Tampoco son las mismas las lógicas de la propaganda de entonces, ni el papel que jugaba en la contienda el resto del mundo, la periferia que desprecian Sánchez y Borrell, ese Sur global al que llaman jungla y donde otros vemos la esperanza. Mientras que a España se le negó adquirir armas en los arsenales internacionales, a Ucrania se le ha armado hasta los dientes a un ritmo insostenible que exige más madera.

Y sobre todo, la guerra civil española, como cualquier guerra, fue un proceso complejo, lleno de aristas, que probablemente yo, que no soy historiadora, no pueda siquiera articular, y también esté pecando de brocha gorda al analizarla. El hecho es que dejó millones de muertos en combate, exiliados, presas, desposeídos que murieron de hambre en una eterna posguerra, y que siguen esperando la verdad, justicia, y reparación que nunca llegan. Por eso es especialmente doloroso e hipócrita que Sánchez mande tanques para llenar otras cunetas y otras fosas comunes, teniendo en casa una histórica deuda con las nuestras, las propias, para las que solo deja alguna limosna simbólica en una política de desprecio y de olvido genuinamente PSOE.

Y sin embargo, sí les concedería a los “comparadores de guerra” un paralelismo bien traído, una sola verdad: la derrota de la II República se saldó con la reestructuración económica de un país en el que los vencedores robaron a los vencidos hasta la última peseta y con ella, edificaron un imperio empresarial, político, y militar que hoy perdura. Perdura tanto, que siguen siendo los grandes beneficiados de esta nueva guerra: Endesa disparó su beneficio un 77% el año pasado, hasta los 2.541 millones. Iberdrola cerró el año de la crisis energética con el mejor ejercicio de su historia, con un beneficio neto de 4.339 millones de euros. Los cinco grandes bancos del país han logrado en el primer semestre del año 22 un beneficio total de 10.295 millones de euros, que no supera al de hace un año, 11.127 millones de euros. Naturgy, ahora que están tan de moda los gasoductos, logra beneficios récord en 2022: 1.649 millones de euros, un 35,8% más. Lo mismo ocurre con gigantes internacionales como Exxon, Shell, o Chevron. El esfuerzo de guerra no es igual para todas.

También me han enseñado que la paz es radical, y defenderla en medio de esta luz de gas es el verdadero compromiso internacionalista, solidario, anticapitalista y antiimperialista

Así pues, no cuela encoger y estirar la historia a nuestro gusto para justificar la adhesión a una política de muerte y de acumulación capitalista. Usar a las víctimas del franquismo y a las víctimas ucranianas para justificar esta jugada del Risk tampoco cuela. Como no cuela apelar a los “valores europeos” como un ideal que defender en una Europa fortaleza en plena reacción conservadora. Como tampoco cuela ya la falacia de David y Goliat para seguir pidiendo armas y munición, porque David, a razón de miles de millones invertidos, con un acuerdo firmado con Black Rock para la reconstrucción de posguerra y con el FMI soplándole en la nuca, tampoco es ya tan pequeño, siempre tuvo detrás al primo de Zumosol, (perdón por este símil tan simplón) y Goliat, que es un monstruo —disclaimer: nadie lo niega aquí— lo es tanto como otros monstruos en otros lugares del mundo pero a esos otros, Israel, sin ir más lejos, Occidente no pone tanques, ni Leopards, ni un triste huequito en un telediario. 

Claro que hay comparaciones aún más surrealistas, y mientras Pedro paseaba por Kiev, la OTAN decía hoy en sus redes sociales, a través de las palabras de un combatiente voluntario en Ucrania, que sus ejércitos eran Han Solo, William Wallace, Harry Potter frente a Voldemort y sus mortífagos, volando desde dentro la estrella de la muerte, quitándole el guante a Thanos. Es delirante, pero supongo que, cuando los muertos no pesan a la espalda, cuando se asumen tan fácil como con un Avada Kedavra (la maldición asesina de los libros de Harry Potter), uno puede permitirse esas frivolidades.

No quería escribir este artículo, en una promesa por mantener la serenidad —y la cordura—, a sabiendas de que el delirio belicista alcanzaría cotas nunca antes imaginadas en este aniversario, y para no escribir unas líneas —otras más— sobre la paz que quedasen enterradas bajo tanques desvencijados y el fuego de artillería. ¿De qué serviría? Ni siquiera sabría decir con qué imagen ilustraría esta escalada de delirium belli que ha pasado frente a nuestros ojos. Recuerdo a Pablo Elorduy diciendo aquello del miedo a quedarse fuera de la foto pocas semanas después de que arrancara la contienda. Y vaya fotos. Borrell enajenado, vestido de camuflaje, sheriff y jardinero de las Europas. Putin solo ante su mesa barroca, más propia de zares que de bolcheviques. Margarita Robles, nuestra Albright de León, pasando revista a Podemos. Zelensky en los Oscar. Zelensky en los Grammy. Zelensky en la Vogue. Zelensky en tu sopa. Aplausos en el Congreso. La OTAN en Madrid, un placer y un orgullo, como dijo Rita. Biden saludando al vacío. Las primeras damas frente al Gernika. ¿Inflación? es por Ucrania. ¿El hambre en África? la guerra en Ucrania. ¿Te cortan la luz? será lo de Ucrania. 

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Pero si volvemos la vista a los movimientos pacifistas, antimilitaristas y por el desarme —que siempre estuvieron ahí—, aún creo que cualquier esfuerzo para la paz es útil e importante, aunque sea un pacifismo de descansillo, de boca a boca, de olivo a olivo. Y si miramos fuera del jardín del sheriff, quizá en el Sur, hallemos la ilusión perdida. A mi me han enseñado a dejar de glorificar las guerras, porque hasta la más justa —si la hubiera— podría haberse evitado. Esta también, pero no quisieron. También me han enseñado que la paz es radical, y defenderla en medio de esta luz de gas es el verdadero compromiso internacionalista, solidario, anticapitalista y antiimperialista, ese que mira de frente a los mortífagos que siempre ganan las guerras. Son ellas el lado luminoso, la Orden del Fénix, la última esperanza en el abismo de Helm, las milicianas de la paz.

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