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Pasado el 1 de mayo, día de la clase trabajadora, empecé a pensar en todas las vivencias violentas que experimentamos en el ámbito laboral. En ocasiones, he podido oír a gente de cierta edad, llamarnos “generación de cristal” cuando exponemos nuestras reivindicaciones y/o malestares. Quiero hablar de acoso laboral (esa violencia que nadie quiere reparar porque se entiende intrínseca al sistema).
Hace dos años que salí de una empresa tras una negociación, situación vital que me llevó a terapia y que periódicamente aparece en forma de estrés post traumático. Cada día me pregunto si tengo valor o no. Si sirvo para lo que estudié o no. Y puedo entrar en bucles para tratar de entender mis fallos. La gente me dice que siga adelante, y sí, debo seguir, pero no puedo saltarme esta herida sin pararme antes a sanar.
Siempre tuve buena relación con los equipos por los que pasé. Hubo situaciones de conflicto, pero asumibles. Existía mucho apoyo, se generaba un espacio seguro y era estupendo compartir trabajo y sentirse arropada. La ética profesional era alta, para con las compañeras y compañeros, pero también para con las personas que acudían al recurso. Tras unos años, el equipo cambió.
Salud mental
Salud mental Generación de cristal, ¿por lo frágil o por lo transparente?
Desde el primer momento percibí diferencias de trato. Intenté convencerme de que no era para tanto y me concentré en hacer mi trabajo. Observé un “amiguismo” que me era sospechoso. No me importaba que en el equipo, coordinadora y empleadas, fueran amigas, pero sí que esto interfiriera en el trabajo. Aquello parecía su club social privado. A menudo, me daban de lado en decisiones, no me informaban de cuestiones importantes, organizaban acciones y/u horarios sin preguntarme (por supuesto, reservándose lo mejor)... Si ponía esto sobre la mesa, me decían que era yo, que no me integraba. Esporádicamente, me aislaba y de pronto, actuaban con bondad. Así que regresaba la esperanza a mi vida. ¡Las cosas iban a ir a mejor! ¡Todo era la tensión típica del trabajo! ¡Todas teníamos días malos!
Con el tiempo, la contratación de nuevo personal y la salida de gente del club social, me hizo sentirme aliviada. Las nuevas empleadas ofrecían una atención digna y profesional y eran clave para forma un buen equipo. En ese momento, existió cierto conflicto que se resolvió intentando equilibrar la balanza entre las partes. Así que dentro de todo, me sentí cómoda y feliz. Pero poco a poco comenzaron a ocurrir las mismas cosas, ya no solo conmigo, si no con el resto.
Quién se pronunciaba, aunque fuera educadamente y ofreciendo críticas constructivas y/o alternativas, perdía la oportunidad de que la empresa le renovara. Yo llevaba muchos años. Las únicas formas de que me pudiera ir eran: 1) Por decisión propia 2) Por acumular faltas y ser despedida. Así que empezó un calvario para mí. Era evidente que me querían amonestar a cualquier precio.
Entre tres personas, empezaron a negarme cosas que ocurrían, a darme trabajos que no querían, a agrandar errores insignificantes, a preguntarme sin parar si me pasaba algo malo, a hacer “bromas” desagradables, a espiarme e hiperviligarme y obviamente, a decirme que nada de esto pasaba (todas estas prácticas son propias de la luz de gas). La coordinadora me llegó a insinuar que quizá mi propósito era quitarle el puesto (nada más lejos de la realidad). Tomaban decisiones absurdas con las que luego culpabilizar a otra gente o a mí e intentaban sancionarme ante situaciones que no suponían ningún tipo de falta, pero que adornaban para que yo me creyese lo mala que estaba siendo.
Pedí ayuda a Recursos Humanos, esa gran farsa que se presenta como una mediación entre partes. Así se sucedieron atenciones telefónicas absurdas donde no se arreglaba nada y excusas baratas para no reunirse conmigo. El equipo de coordinadores en la empresa, eran intocables, aunque todos acumulaban situaciones de acoso laboral barridas bajo la alfombra (algunas, de una gravedad importante).
Lo peor de todo, es que esto no me salpicaba a mí solo: afectaba a la gente atendida. Se cometían negligencias al no ofrecer una atención directa de calidad. Luego les daban una palmada en la espalda para hacerles creer que pensaban en ellas, lo mismo que me hacían a mi: usar un refuerzo intermitente y profundamente manipulador. Algo repugnante que te confunde y poco a poco te aprieta y te hace dudar de todo y de ti. Llegaban a mentir en informes, a querer sancionar a personas que no habían hecho nada con el fin de que se marcharan del servicio porque sencillamente no les caían bien, se tomaban decisiones que poco o nada tenían que ver con una finalidad terapéutica ni pedagógica, si no con la absoluta comodidad de estas empleadas. Por supuesto, el agravio comparativo era constante: si una compañera o yo pedíamos algo, se nos negaba, pero si lo pedía “fulanita” del club social, se le aceptaba. Unas y otras se frotaban la espalda para mantener el chiringuito y encubrir sus faltas.
Empecé a sentirme insegura. Pensaba que me fallaba la memoria, que me pasaba algo, que quizá no era válida, tenía miedo de hacer un trabajo que llevaba años haciendo
Empecé a sentirme insegura. Pensaba que me fallaba la memoria, que me pasaba algo, que quizá no era válida, tenía miedo de hacer un trabajo que llevaba años haciendo. Sufría mucho, no solo por mí si no por la falta de calidad humana en el trato con las personas atendidas. Acompañar a la gente nunca me supuso un problema (¡era mi trabajo!) y era muy gratificante. Además, el feedback que me daban siempre fue bueno.
Fui citada para una mediación que no lo era, tras un acontecimiento completamente sacado de madre. Aquello casi era un juicio sumario donde dejarme claro que me fuese. Apelaron a mi salud mental tantas veces (ya sabéis, es que las mujeres somos todas unas locas) que no tuve más remedio que decirles que el problema no era mío, individual, si no estructural, de la empresa y que usar algo así contra mí era manipular la situación.
La última discusión que tuve fue por atender a una mujer enferma. En este momento, la gente trepa, la mentira y el ego salieron sin filtro alguno. “Eres injusta, te gusta hacerte la víctima, has mentido” (cuando la que mentía era la persona que pronunciaba dichas palabras). Sólo una compañera ponía sentido común e intentaba explicar mi postura y buscar puentes entre ambas partes. Pero los puentes ya habían volado por los aires hacía tiempo.
No denuncié y fui por la vía de la negociación con un abogado. El esfuerzo que la empresa no había mostrado en un año para buscar soluciones, lo pusieron en querer que firmase la primera cifra que me ponían sobre la mesa en pocos días. Por supuesto, estuve bien asesorada. Todo terminó. Pero lo peor no fue terminar.
De pronto me encontré a mi misma sin autoestima, creyendo que era lo peor, que era mi culpa, que era débil. Además me quedé sin un trabajo que me gustaba y, porque no decirlo, se me daba bien. También viví el poder hiriente de los silencios… Los silencios de quiénes me conocían de años y ni tan solo se despidieron de mí. Los silencios ante actitudes de maltrato psicológico normalizadas, tapadas y/o ignoradas. Obviamente, empecé a ir a terapia.
Tribuna
Cuando el acoso laboral y el abuso de poder son formas de violencias machistas normalizadas
Tras mi salida, se difundieron mentiras de mí e incluso se me vigiló (ya que vivo próxima a la empresa). Al principio, llegué a pensar que era una exageración mía, que estaba perdiendo el juicio, hasta que una persona me confirmó que buscaban controlar mis movimientos para ver si hablaba con alguien del tema.
La clase trabajadora ha normalizado el maltrato. Incluso los que son tan pobres como el resto, son capaces de adoptar una actitud de “nuevos ricos”, como si fuesen a heredar una cuantiosa suma de dinero y/o la empresa. A la gente le da miedo denunciar, aunque en muchos más casos de los que se publican, las personas que denuncian, ganan. Pero está ese peso del estigma, del miedo, del “nadie me volverá a contratar” y por supuesto, el malestar emocional que puede suponer un proceso así.
Lo terrible, es que recursos del tercer sector, valoren tan poco a las personas en situación de vulnerabilidad que atienden. La mala praxis está a la orden del día, otra cosa es que la gente se atreva a denunciar. Se saltan sistemáticamente protocolos de buenas prácticas y todos los manuales de intervención social centrados en la persona y sus necesidades particulares, el respeto y la dignidad.
Sigo teniendo estrés post traumático. Me cuesta dormir, estoy hipervigilante y tengo miedo a volver a trabajar. Por supuesto, mi autoestima está por el subsuelo. Sé que ninguno de mis pensamientos son verdad, pero están anclados a mi. Tu gente te apoya, pero siempre empiezan con un: “aguanta, no será para tanto”, “los cargos superiores son así”, “trabajar es esto, no exageres”… Cuando tú lo único que quieres es que validen tus emociones y te digan que no estás perdiendo el sentido común.
La generación de cristal quiere dormir sin ansiedad y depresión por culpa de prácticas abusivas, porque se ha dado cuenta que sus madres y padres sacrificaron todo y solo quieren una vida digna
No es secreto que a las mujeres nos cuesta más ser respetadas en el ámbito laboral. Tampoco, que sufrimos más del síndrome de la impostora. Así que es fácil entender que cuando se da un caso así, los fantasmas vinculados al género, aparecen: “No soy la gran mujer trabajadora que debía ser, no soy la mujer empoderada que me gustaría ser”. Este sufrimiento ha estado condicionando mi vida. Hasta mis relaciones personales y sociales se han visto afectadas. Me he alejado por desconfianza.
El acoso laboral ocurre en muchas partes y constantemente, pero algo tendremos que hacer para avanzar en este sentido, como se ha ido haciendo con otro tipo de violencias, por ejemplo, el acoso escolar o la violencia de género.
¿Qué pasa con esos Recursos Humanos incapaces de buscar soluciones factibles para todas las partes? ¿Qué pasa con esas mediaciones donde gerentes, coordinadores, participan siendo amigos íntimos de una de las partes y sesgando todo el proceso para emitir unas decisiones totalmente condicionadas? ¿Qué pasa con todas esas negociaciones que llegan a las administraciones públicas y que seguramente tengan detrás un caso de acoso laboral? ¿Alguien ha investigado estas cifras? ¿Qué pasa con las empresas que encubren al maltratador o maltratadora y por las que pasan cientos de personas? ¿Nadie se da cuenta que aunque no se denuncie, es una muestra clara de que ocurre algo?
Dicen que somos una generación de cristal y que no nos esforzamos. Muchas y muchos hemos trabajado y estudiado a la vez y hemos seguido formándonos después. Acumulamos en el currículum puestos precarios y luego, con suerte, algún puesto con mejores condiciones y/o “de lo nuestro”. Solo estamos poniendo sobre la mesa lo que antes se ocultaba bajo la misma.
La generación de cristal igual es la generación que no quiere más abusos laborales ni maltrato, que pide condiciones y no se cree el timo de que el trabajo dignifica. La generación de cristal quiere dormir sin ansiedad y depresión por culpa de prácticas abusivas, porque se ha dado cuenta que sus madres y padres sacrificaron todo y solo quieren una vida digna.
No soy de cristal, solo me tiraron contra el suelo y me pisotearon para hacerme añicos, pero de una forma tan bien coordinada y con tanta sutileza que a veces tengo que recordar que no es una imaginación de mi cabeza. ¿Quién no se va a romper así, decirme, quién?
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