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Opinión
Memoria del agua
No se olvidan. Hay regueros que permanecen en nosotros, aunque ya no recordemos ni bordeemos sus orillas en busca de cantos. Veníamos de ver pájaros, esa mañana nos acompañaron pinzones, jilgueros, herrerillos sin miedo a revolotear encima de nosotros, mirlas, petirrojos, verdecillos, abubillas, una oropéndola que se acercó demasiado y nos regaló unos instantes que se guardarán dentro junto al agua y volverán en el momento menos esperado.
Caminábamos de vuelta. Me planteaba que, probablemente, por donde yo pisaba ahora en otros tiempos pasó un río, se hizo un arroyo. Recordé que los bosquimanos pensaban que la lluvia era también un ser vivo: toro de agua, khwã kã xóro, animal que vive en el lecho del río y que tiene una condición de ser, ya que debe ser capturado por los hechiceros del lugar y trasladado a las tierras con sed para que comience la lluvia. Tratando de imaginar esta ceremonia en la cabeza, vino el agua de otro tiempo, la imagen de mi abuelo llevándome a ver cómo rompía un venero. Claro, justo ahí está, me señala mi padre. Antes, cuando llovía bien, alrededor de los 650 litros caídos, el manantial reventaba y todo el mundo venía a verlo, celebraban las nuevas aguas.
No alcanzo, no recuerdo cuándo fue la última vez que vi cómo la espuma de agua recién nacida nos saludaba a todos los que habitamos aquí arriba. Quizás, hacer memoria del agua, señalar la ausencia o el cambio de los cauces es otra forma de recordar nuestros parentescos, otra manera de lidiar con todo aquello que devora el olvido. Tal vez nos encontremos en un solo caudal que fue posible gracias a otros ríos que hoy bajo este sol se evaporan demasiado pronto. Berracones, así se llama esa espuma que se forma en los arroyos cuando llueve mucho. Aquí los antiguos decían que era señal de que seguiría lloviendo, de que el agua vendría en abundancia.
El agua nunca dejó de narrarse, nunca dejó de contarnos. Puede que solo tengamos que dar paso, dejar de preguntarnos qué podemos sacar de la tierra para comenzar a interpelarnos qué es lo que realmente puede sostener. ¿Cómo dibujaremos estos cambios y vacíos en nuestros mapas? ¿Cómo los leerán aquellos y aquellas desde el futuro? ¿Dejaremos que continúe esta sola historia de hiperextractivismo y erosión o romperemos el relato como desgarra la tierra el agua al nacer? ¿Tendremos que aprender tal vez de la oropéndola que tiene querencia y anida en aquellos árboles que se preparan para morir? Cada organismo, cada ser, siente, escucha y ve este mundo de un modo diferente al nuestro. A cada instante sucede una conversación, un encuentro. Con nosotros, aquí, también viven miles y miles de mundos únicos y diferentes. Quizás necesitamos reaprender para entender, no solo a ellos, sino también a nosotros, porque lo que nos sostiene necesita de otras memorias, de otros devenires, al fin y al cabo también ellos necesitan de otros que los sostengan.
Mientras escribo, entono una palabra, la ensucio, pienso en el barro que hace desaparecer poco a poco el agua de los charcos donde se congregan los pájaros. ¿Volverán a desbordarse estos arroyos? En la libreta, la poeta mojave Natalie Diaz me responde: “La lluvia vendrá en algún momento, o no. Hasta entonces, tocamos nuestros cuerpos como heridas —la guerra no terminó nunca y de algún modo comienza de nuevo”. Y elijo el agua y la palabra, pero también la esperanza compartida, la alegría, el movimiento, la paciencia, otra forma de amor.