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Opinión
Ajuar
Bolsas de lavanda, naftalina, pequeños sacos zurcidos con semillas, pastillitas de jabón. Artilugios con los que siempre se topaban mis manos rebuscando en cajones de cómodas y armarios de mis abuelas. No en todos, el amuleto se reservaba a aquellos lugares que albergaban lo importante, lo que merecía la pena proteger. No solo ropa, también cartas, alguna fotografía, ramilletes de papeles anudados con un cordel. Pero las polillas, tarde o temprano, terminaban por hacer su trabajo. Porque ese es su cometido, su necesidad innata para crecer. Antes de convertirse en mariposa nocturna y pequeña, la larva comienza a devorar papel, ropa, enseres, trapos, alimentos. Convierte en polvo lo que va royendo, lo hace desaparecer. Del objeto guardado y apreciado a la nada. Dormimos mientras ellas se alimentan, leves, silenciosas, de partículas que también fueron parte de o junto a nosotras.
Escribe Annie Ernaux en su libro Mira las luces, amor mío (Cabaret Voltaire, 2021) que “escogemos nuestros objetos y lugares de memoria o más bien el espíritu de la época decide qué merece ser recordado”. Y pienso en el relato, en la extensión doméstica y confinada siempre unida al cuerpo de una mujer. Intento adivinar el sonido que hacen las larvas mientras se alimentan. Quizás mis oídos no están hechos para su lenguaje. Pero en la escritura no hay polillas que devoran, que separan, que trituran, que arrasan, que delimitan de forma muy clara y precisa la ausencia. Hay cuerpos, hay manos, hay ideas y acciones, actitudes y pensamientos. Hay una acción y una intención política siempre detrás. No hay posibilidad de larvas ni de crías que hagan desaparecer narrativas y vidas, memorias, genealogías, vínculos.
La mayoría de los relatos que nos rodean, con los que crecemos y seguimos alimentándonos, continúan sustentándose sobre la ausencia, sobre el desconocimiento y desprecio por las historias y vidas de las mujeres que nos precedieron
La mayoría de los relatos que nos rodean, con los que crecemos y seguimos alimentándonos, continúan sustentándose sobre la ausencia, sobre el desconocimiento y desprecio por las historias y vidas de las mujeres que nos precedieron. Aunque al fin comienza la grieta y vislumbramos otras voces, esta desmemoria invisible y reaccionaria sigue sentándose a la mesa con nosotras, muchas veces normalizada, disfrazada de nostalgia y anhelo por un tiempo en que muchas fueron devoradas, apartadas, maltratadas, calladas. Quizás, por eso, las mujeres de mi familia desde pequeña me prepararon un ajuar. Mi abuela lo llamó ajuar de mujer independiente. En él, objetos sin valor, pero sobre todo palabras. La de sus vidas y sus renuncias. La de todos los instantes y acciones en los que otros decidieron por ellas, en los que nunca fueron dueñas de sus vidas, de sus cuerpos, de sus elecciones. Por eso, la frase que más se ha repetido en este ajuar es la de “lo que yo nunca tuve que lo tenga ella” para referirse no solo a cosas materiales, sino a la libertad y a la independencia. Al derecho a decidir.
En este ajuar no hay anhelo de un ayer mejor, ni envidia por la vida de una abuela que fue dos días a la escuela de analfabetos, ni recelo de la de mi madre, que con doce años tuvo que dejar el colegio para coger aceituna. En este ajuar hay polillas, pero no tocan la memoria ni olvidan las renuncias, el machismo, la desigualdad, el pasado. Hay polillas que se alimentan de nosotras y crecen, sin posibilitar el olvido y la ausencia. Hay polillas, y ganas, y afán, mucho afán por mirar otros relatos fuera del que se impone, oficial y dañino para imaginar otros presentes y futuros. Por eso, hoy quito de esta columna lavanda y naftalina. Que las larvas y las crías hagan con esa nostalgia reaccionaria y desmemoria su trabajo.