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Fontana siempre resultó un historiador incómodo. Pese a recibir numerosos reconocimientos, entre otros, la Creu de Sant Jordi y ser nombrado doctor “honoris causa” por no pocas universidades, significativo fue que nunca —y mira que se intentó y se conspiró en tal dirección— se le otorgó el Premio Nacional de Historia. Lo que nos aboca al paisaje y al paisanaje —recordando a otro ilustre catalán, Vázquez Montalbán— que siempre le rodeó.
Pongamos las cosas en su sitio: Fontana forma parte de una élite intelectual fundamental para radiografiar la izquierda española.
A la altura de Tuñón de Lara, Julio Aróstegui o Pérez Ledesma. A nivel internacional, en términos historiográficos, era nuestro particular Bloch, Hobsbawm, Thompson o Rude. No exageramos. Fue el introductor, además, de un alto número de obras fundamentales de los historiadores marxistas europeos en España. Un aspecto la más de las veces ignorado y en donde la editorial Crítica jugó un papel fundamental.
Josep Fontana personificó, como pocos otros, el “oficio del historiador”. Contribuyó a la renovación de la historiografía nacional y, además lo hizo con un rigor teórico y metodológico a un nivel incomparable. A lo que se sumó una característica poco usual en el terreno hispano: una combinación de síntesis y de visión global de los acontecimientos históricos. Sus obras hablan por sí mismas y en estos días sus principales títulos han sido rescatados por un buen número historiadores. Lo que nos ahorra las citas bibliográficas de rigor.
Maestro de maestros de historiadores combinó una lucidez, un compromiso y una integridad poca o nada usuales. Sobre todo viendo el “percal” del contemporaneísmo español. Como sucedió con el antes citado Julio Aróstegui, no generó una “escuela” al viejo uso, aunque sus enseñanzas pueden observarse en buena parte de sus discípulos. No corremos el riesgo de ofrecer un posible listado, en tanto, nos dejaríamos a no pocos historiadores e historiadoras que deberían figurar sí o sí. Dentro y fuera de Cataluña.
Desde que falleció mucho se ha hablado de si Fontana provenía o tenía una “raíz marxista”. Pobre análisis que siempre tiende a encapsular las necrológicas al uso. Hombre de izquierdas —sí, proveniente del comunismo y alejado de cualquier veleidad socialdemócrata— y catalanista —pero lejos del nacionalismo simplón y sectario que nos muestran día a día los medios de comunicación, aunque para parte de la izquierda lo de ser de izquierdas y nacionalista nos choque sobremanera, más viniendo de Madrid— Fontana representó el legado de una cultura e identidad vinculada al marxismo, siempre permanente construcción y reflexión y atenta contra cualquier lectura simplista de tal enfoque.
Por supuesto que se preocupó —y mucho— del análisis de los otros “nosotros”, de las “clases populares” o “subalternas”. En otras palabras, constituye el representante historiográfico más cercano y significativo del marxismo en España como evidenciaron sus últimas contribuciones con la Fundación de Investigaciones marxistas.
De hecho, una de sus grandes virtudes fue su potencialidad para llegar a un amplio espectro de lectores. Lo que granjeó un reconocimiento social poco usual fuera de las murallas académicas. Ese deseo nunca declarado pero por el que suspiran no pocos entre el “buenismo” y la “cortesía” académica simplona.
Fontana, tras su jubilación —por no pocos celebrada (no exageremos)—, se transformó en el contra-ejemplo de una historiografía estandarizada, normalizada y del todo previsible, casi siempre, obsesionada por los ascensos y reconocimientos profesionales, por los índices de impacto y por los informes de la ANECA. Le quedó lejos, por fortuna, el sinfín de desdichas a las que nos enfrentamos, día a día, en donde la gestión, en la práctica, se ha asimilado a la docencia y a la investigación.
Se puede hacer historia y ser un hombre libre y comprometido con su tiempo. Lo que nos retrotrae a algo fundamental: el deber social del historiador con su sociedad
Precisamente, el “hilo rojo” de la historiografía que encarnó lo evidenció en sus tres grandes áreas de conocimiento. Primero, la transición del Antiguo Régimen durante las primeras décadas del siglo XX; segundo, la preocupación por cómo se construye la historiografía —probablemente, aquí nos encontramos con el Fontana nítidamente marxista— así como la labor del historiador en trasmitirla a todos los públicos; junto con una desconocida capacidad de examinar su particular “corto siglo XX” como reflejó en sus obras publicadas por la editorial Pasado & Presente en estos últimos años. Sumado a un considerable número de contribuciones en prensa y entrevistas siempre repletas de lecturas sugerentes e inteligentes ante tanto costumbrismo intelectual.
Pero sobre todo la obra del profesor Fontana —en mis escasos y contados contactos con él, nunca rehusé de tal trato, lo que me pareció una norma fundamental de cortesía y de admiración— constituye la contracara de la absurda como supuesta contradicción que en su día estableció Max Weber en El político y el científico y que ha hecho furor entre los nuevos doctorandos si pretenden hacerse un precario hueco en la profesión.
Se puede hacer historia —y de la buena en cantidad y calidad— y ser un hombre libre y comprometido con su tiempo. Lo que nos retrotrae a algo fundamental: el deber social del historiador con su sociedad. Sobre todo viniendo de un “militante” que conoció de primera mano las grandezas y miserias del comunismo español hasta principios de la década los años ochenta del siglo XX de la mano del PSUC como el gran partido del antifranquismo de Cataluña.
Observar su posterior capacidad de autocrítica en torno a su pasado comunista en su conferencia inaugural en el II Congreso de Historia del PCE, allá por el año 2007, refleja, en buena medida, las contradicciones en las que se movió lo más granado de la inteligencia tanto española como catalana. Hay que recurrir a los recuerdos de Francisco Fernández Buey, Rossana Rossanda o el propio Eric Hobsbawm para establecer una capacidad analítica similar. En esa liga jugaba el profesor.
No es baladí lo anterior en una coyuntura académica en donde se ha sustituido el debate por el etiquetaje. Ahí se localiza el Fontana incómodo del que casi nadie hablará. Pues, queridos lectores, en muchas ocasiones los nuevos y viejos profesionales de la historia, de la historiografía, parecieran haber encontrado y descifrado la “cuadratura del círculo”: presentarse ante los suyos y ante la sociedad como meros profesionales despegados de ideologías y cercanos a la tan ansiada “objetividad” académica; y en donde quien se significa o se hace notar demasiado rápidamente se convierte en alguien de quien sospechar.
Fontana nunca renegó, antes al contrario, de la imperiosa necesidad de una historia de combate pero que tan lejana queda de la historia militante como nos intentan aleccionar quienes designan las “modas historiográficas”. ¿Acaso estos mismos historiadores, siempre con el beneplácito de todos los poderes públicos y privados, no hacen su propia historia de combate? Por lo menos, seamos sinceros.
Si el legado de Fontana puede hacernos pensar y repensar sobre el devenir de la enseñanza y la construcción del conocimiento histórico es, justamente, por lo contrario: la Historia es una Ciencia Social. Como tal, siempre se encontrará sujeta a diferentes visiones, controversias y debates de todo tipo empezando por los políticos. En tanto, el control de la Historia —y la memoria colectiva común— constituyen un poderoso mecanismo de dominación y de consenso como señalaron el propio Marx y Engels.
Tampoco estaría de más leer al propio Fontana y a Gramsci, en paralelo. No nos vendría mal en nuestro contexto. Teoría y práctica, y viceversa, al mismo tiempo. Sin una y otra visión podemos convertirnos en meros aprendices de una historia oficial y oficializante. Habrá quien se sienta más que a gusto con ser meros voceros la ideología de la clase dominante, pero si algo nos han enseñado sus obras —algo que se acrecentará con el paso del tiempo– es la de desconfiar de los historiadores para quienes su oficio constituye, en lo básico, una nómina y una corta proyección social antes que un trabajo en mayúsculas.
Sí, un trabajo incardinado en los “modelos de producción” del conocimiento y en donde la reivindicación del pensamiento marxista constituye hoy un anatema. La profesión del historiador constituye algo más que un mero trabajo asalariado y funcionalizado. Fontana lo evidenció.
En caso contrario, de qué manera explicar cómo, prácticamente, hasta el último momento mantuvo la pasión por este oficio, las más de las veces poco agradecido.
Concluimos con otra enseñanza: en momento alguno los historiadores comprometidos con la historia de clase podemos, ni por un momento, renunciar a dar la “batalla” por la interpretación y la lucha por el significado pasado. Algo que nunca se agradecerá suficientemente —y significativo es el silencio mantenido por los historiadores del Régimen del 78 en estos días— es la extensa bibliografía que nos deja el profesor Fontana. Como él mismo avanzó —en tiempos en quien esto escribe apenas se sostenía en pie—: “Si para alguna cosa sirve la historia es para hacernos conscientes de que ningún avance social se consigue sin lucha”.
Procés
Historia El referéndum catalán, según Josep Fontana
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Bonito artículo. Buen compendio y mejor análisis. Gracias por ilustrarnos los a veces sórdidos caminos de la historiografia.
Se está yendo mucha de la gente de izquierdas más talentosa y serenamente radical , sin filisteísmos, ayer Antoni Doménech, hoy Fontana. Y para hacer frente a unas derechas donde se suman el protofascismo y el neo liberalismo más agresivos tenemos lo que tenemos en la Academia y los partidos "de izquierdas". No desarrollo para no ensombrecer el obituario. Pero vaya, qué pena.
Adios, Josep Fontana y gracias a El Salto y Sergio Gálvez por el buen artículo.