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Música
Para vivir
A sus 22 años, Pablo Milanés ya era inmortal. Entonces, escribió una canción mítica, cuya letra desgranaba su agonía ante la muerte, la tristeza, la pérdida, todo el repertorio de preocupaciones que más tarde armarían su poética. El título de esa canción fue, precisamente, “Mis 22 años”. La musicología ha certificado que esa pieza establece, además, un puente entre el filin, género disonante de la música cubana, y la Nueva Trova, de la que Milanés fue fundador y, junto a Silvio Rodríguez, máximo exponente.
Con esa canción, y a esa edad, dejó claro el enemigo contra el que lanzaría todas sus batallas: el tiempo. El “implacable”, el que solo deja huellas tristes, el socio inefable de la muerte. Si Alejo Carpentier habló de la guerra del tiempo, Pablo Milanés se alistó en la guerra contra el tiempo. Una batalla perdida de antemano.
Nunca luchó para ganar, sino para luchar. El poso de sus canciones es una antología de esa paradoja entre la voluntad de mejora humana y la sospecha de que nada nos salvará de nosotros mismos. Milanés perteneció a un mundo en el que la revolución era sangre y olía a pólvora, no se estudiaba en las academias de Estudios Culturales ni se exponía en los museos. Un tiempo en el que enrolarse en la política consistía en escoger entre opciones embarradas.
Son muy pocos los artistas de su dimensión que están dispuestos a aprender y pasar el testigo a los más jóvenes, a sospechar de las palmadas en la espalda o el ruido del aplauso perenne
Su legendario oído no solo lo usó para la música. Tuvo el don de escuchar a los demás. Son muy pocos los artistas de su dimensión que están dispuestos a aprender y pasar el testigo a los más jóvenes, a sospechar de las palmadas en la espalda o el ruido del aplauso perenne. Pocos los que se exponen tan vulnerables y llenos de dudas.
Sus canciones son un legado de amor a la imperfección. Empezando por la suya propia.
Si Pablo Milanés estuvo a la altura de su tiempo es, precisamente, porque muchas veces se posicionó contra su tiempo. Defendió al mundo LGTBI mucho antes de sus reivindicaciones y siglas actuales. No necesitó del Black Lives Matter para su inapelable conciencia racial. Era un mulato de Bayamo que conoció el cabaret y sufrió la ignominia del internamiento en las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, aquellas tenebrosas UMAP que operaron como campos de reconducción para descarriados, homosexuales, gente con ideas heterodoxas. Fue también un vocero connotado de la Revolución cubana, lo que no le perdonaron unos, y un decepcionado de lo que quedó de esta, lo que no le perdonaron otros. Era un genio del dominó y cantó casi todos los géneros de la música cubana hasta el punto que dedicó una antología al filin y otra al son, mucho antes de que Ry Cooder lanzara Buena Vista Social Club. Todas estas facetas configuran ese monumento a la cultura popular llamado Pablo Milanés.
Herido de muerte, se despidió de su público cubano en un acto insólito de rebeldía social, cuando la gente no aceptó el teatro pequeño que se le había asignado y las autoridades se vieron obligadas a trasladar el concierto a la Ciudad Deportiva, lugar donde habían tocado los Rolling Stones. Allí, se mostró en toda su fragilidad y se despidió de Cuba.
Nada cubano le fue ajeno. Aunque él, uno de los músicos más grandes de un país de músicos enormes, no tendrá un funeral de Estado
Nada cubano le fue ajeno. Aunque él, uno de los músicos más grandes de un país de músicos enormes, no tendrá un funeral de Estado. No será expuesto en la Plaza de la Revolución, como Alejo Carpentier o Alicia Alonso. En Cuba se ha decretado un perfil bajo en el tratamiento de su muerte.
Pablo Milanés creyó, dudó, se equivocó, estuvo bajo sospecha, perdonó. No se justificó por creer ni descreer. El suyo es un insobornable legado por lo terrible que resulta “eso que llaman amor para vivir”.
Su elipse dibuja una curva de compromiso y decepción. En cualquiera de sus posiciones, siempre eligió la izquierda, solo que no siempre identificó a esa izquierda con un Estado que, como el cubano, se ha arrogado su representación. Digamos que Pablo Milanés fue un cantor de la Revolución cuando existía la Revolución.
En su portazo definitivo, no hace falta que descanse en paz, sino que siga dando guerra. Aunque sea, como tantas de sus batallas, por causas perdidas de antemano. Por la belleza erosionada que solo deja huellas tristes. Por todo lo jodido con lo que, sin embargo, se construye un mundo mejor.