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Migración
Los ‘Gabellotis’ de almas
—Ya, pero… ¿le mastate o no?
—Qué voy a matar… —contesta Mahdi, que no se esperaba la pregunta tras casi una hora narrando en detalle cómo fue su juicio en Afganistán. Va a cumplir veinticuatro años, pero su cara de niño bueno le hacía pasar por menor de edad durante las distribuciones de comida en el campo de refugiados de Lesbos (Grecia). Sus brazos, alicatados con tatuajes de marino mercante ex-convicto, le delatan. Mahdi tiene más mundo que Marco Polo. —Desde fuera se percibe la guerra de Afganistán como un partido de tenis: a un lado están los talibanes, que son los malos; y al otro están los buenos, los demócratas que se afeitan —explica, intercalando tiros al cigarrillo con sorbos a una lata de Hell, una bebida energética con más azúcar que vergüenza. —En realidad, los talibanes lo permean todo; están dentro de la sociedad y del Gobierno, así que no hay mucha escapatoria. Puedes estar con ellos o contra ellos, pero eso no lo decides tú, sino tu apellido; y el mío no les gusta —sentencia, asumiendo que no volverá a Afganistán hasta que se sienta seguro.
Mahdi, nacido, criado y jugado en las calles de Hazarajat, nunca fue un cualquiera: su abuelo se había pasado media vida luchando contra los muyahidines, y eso, aparte de quedar muy revolucionario en el currículum, le había generado un estigma hereditario difícil de camuflar. Los talibanes, integrados en el tribunal militar de su región, le denegaron el acceso a la Academia Militar, y tres meses después, le acusaron de matar a un vecino. —Si es que yo ni le conocía. Le habría visto dos o tres veces como mucho, y ni siquiera estaba en el pueblo el día que le asesinaron…, pero dos testigos dijeron que fui yo. Uno era el primo del chico que murió. Un pastún que odiaba a mi familia. Días después, el otro testigo confesó que él nunca estuvo en la escena del crimen— Mahdi lo cuenta pausado, resoplando para quitarse el flequillo de los ojos, y como si hablara de lo que ha desayunado esta mañana. —Los talibanes me lo pusieron claro: o te unes a la causa o despídete de tu familia. Me sentenciaron a cinco años de cárcel y me prohibieron estudiar en la academia militar para siempre. Esa misma noche me subí a un camión con destino a Irán.
Del camión al tren, del tren a la caminata, del andar al correr, y del correr al esprintar para evitar las redadas de la policía turca en la costa de Izmir, donde Mahdi se montó una Start-Up de facilitación de procesos migratorios, conectando grupos de viajeros con transportistas, y guiándoles a través del bosque y los acantilados durante la noche. —Me sabía bien el camino hasta la playa, y no tenía dinero para continuar mi viaje, así que empecé a verlo como un trabajito de temporada. Era 2016, en Izmir había más gente de Siria que en la propia Siria, y mi teléfono no dejaba de sonar: la gente me llamaba para ver qué ofrecía y cuánto costaba, y por 300 dólares yo les aseguraba espacio en la lancha para toda la familia. Claro que, luego en la televisión dicen que eso es cosa de mafias y de traficantes, pero yo nunca exigí nada a nadie. No necesitaba extorsionar a nadie, eran las familias quienes me buscaban porque no veían una forma de huir más segura, y mira que era peligroso. Aún no sé si era muy bueno o muy barato, pero ahorré mucho, lo suficiente para que mi socio me vendiese a la policía y huyese con todo el dinero. Seis meses en una cárcel de Estambul acusado de tráfico de personas.
Los mismos que bloquean la entrada de personas escapando de la guerra y la pobreza, son los que luego te llaman mafia… No sé, las mafias me parecen algo peligroso, y aquí lo único peligroso es que te pillen mientras tratas de emigrar hacia Europa
Mahdi esboza una sonrisa irónica al escuchar la palabra mafia, proveniente del árabe mahya, que es jactancia o chulería, y a uno le da la risa pensando en Mahdi fumándose un puro, con traje de raya diplomática y una recortada escondida en el estuche de un violín. —¿Qué es eso de mafia?, ¿lo sabes tú? —pregunta él, con la mirada perdida en el solazo que cae por las bambalinas del Mar Egeo.—Nunca he sabido si lo malo es el tipo de servicio o que no se paguen impuestos por comercializarlo, pero los mismos que te venden cigarros y whisky, y que bloquean la entrada de personas escapando de la guerra y la pobreza, son los que luego te llaman mafia… No sé, las mafias me parecen algo peligroso, y aquí lo único peligroso es que te pillen mientras tratas de emigrar hacia Europa —.
Desde 2016 hasta hoy se han documentado más de 16.000 casos de devoluciones violentas e ilegales desde países de la Unión Europa. Croacia se lleva la palma: su policía de fronteras, financiada por quienes pagan sus impuestos en Europa, desoye las peticiones de asilo mientras ahoga con cuerdas, abrasa con cuchillas y sodomiza con porras. Ni Sonny, el capo en Una Historia del Bronx, habría tenido la sangre fría de repeler personas como si no fueran personas. Mahdi pega el último trago a la lata de Hell y rechaza probar el calimocho: —Me la sopla que sea haram o no —dice, aludiendo al precepto islámico de no beber alcohol porque es pecado. —Eso de la religión jode más vidas de las que salva. Mira, en Afganistán el pecado es no ser buen musulmán, mientras en Europa el pecado es ser musulmán. Yo ya debo de tener un apartamento reservado en el infierno.
Mahdi piensa, siente y habla en hazara, una derivación del farsi persa, muy similar al dari, y lengua co-oficial en un Afganistán donde conviven más etnias, clanes y tribus de las que caben en este relato. Las gentes hazara resisten junto a otras minorías turcomanas, tajik o uzbekas la imposición de un régimen pastún-sunita-talibán, sin obviar que en muchos casos esa resistencia conlleve persecución, tortura y muerte. A Mahdi eso no le da igual, ni eso ni que el Artículo 1 de la Convención sobre el Estatuto del Refugiado estipule que una persona fuera de su país de nacimiento, con un miedo fundado de ser perseguida e incapaz de servirse de protección en su propio país, puede acogerse a dicho estatus de protección internacional.
Las gentes hazara resisten junto a otras minorías turcomanas, tajik o uzbekas la imposición de un régimen pastún-sunita-talibán, sin obviar que en muchos casos esa resistencia conlleve persecución, tortura y muerte
Mahdi salió absuelto de la cárcel turca, donde hizo callo y pesadillas; zarpó en bote hinchable hacia Lesbos, se tiró al agua para descubrir que ni su flotador flotaba ni él sabía nadar en el mar como en el río de su pueblo, e ingresó en el campo de Moria, hoy convertido en prisión de ceniza, donde solicitó protección internacional. Era verano y se presentó en camiseta de manga corta para la entrevista con la policía judicial. Le vieron los tatuajes de Popeye y le denegaron el estatuto de refugiado. Apeló, pero para entonces ya no tenía ni pasaporte ni la carta con amenazas de los talibanes, ni tampoco esperanzas de convencer a nadie que no quisiera escucharle. Dos años después le volaron hasta Atenas y le dijeron que esperara hasta que denegasen su recurso para después pedir amparo de última instancia. Esperó un año. Nadie llamó a nadie. Se hizo novio de una chica afgana y a falta de refugio se acariciaron el corazón. Luego llegó hasta Patras, y aquí consiguió el contacto de un grupo que facilitaba el salto en ferris hacia Italia.
—Así es la vida, chico. Antes era yo el mafioso, y ahora soy el mafiado —bromea Mahdi, que en el reparto mundial de honestidad se la quedó toda para sus ojos.
Es bajito, poca cosa, pero todo fibra; el Bruce-Lee afgano, le digo, el Mahdi de Hong-Kong, dice él. Su familia ha puesto 900 euros en la consigna de una tienda de electrónica en Kabul y allí se quedará el dinero hasta que Mahdi llegue al puerto de Bari. Una vez allí, su familia le dará a los smugglers —contrabandistas, en su peculiar traducción al castellano— un código para que puedan recaudar el dinero, tal y como hacían en Sicilia los llamados gabellotti que en el siglo XIX recolectaban impuestos y administraban las propiedades de la nobleza a cambio de un porcentaje de las cosechas obtenidas. Los gabellotti usaban su poder para extorsionar a los campesinos y especular con el abasto de alimentos en las ciudades, tanto que hoy son considerados el antecedente directo de la mafia y su manera de hacer negocios.
Eran otros tiempos, claro, había mucha miseria y el estado era considerado un enemigo del pueblo, así que los gabellotti resultaban eficaces para mediar y controlar la ira de la muchedumbre. Nada que ver con ahora, donde ya no hay miseria de la que huir, donde los traficantes surgen por vicio, y donde ya no hay pobres a los que frenar.
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Gran sensibilidad para hacernos comprender un tema tan complejo.