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Medio ambiente
El Siglo de la Nostalgia
Los nativos eran África en carne y hueso. El alto volcán extinguido de Longonot, que domina el valle de la Falla, las grandes mimosas que se alzan a lo largo de los ríos, los elefantes y las jirafas, no eran más africanos que los nativos —pequeñas figuras en un vasto escenario—. Todas eran expresiones diferentes de una idea, variaciones sobre el mismo tema. No era un revoltijo congénito de átomos heterogéneos, sino un revoltijo heterogéneo de átomos congénitos, como ocurre con la hoja de roble, la bellota y el objeto hecho de roble. (…) Los nativos están en armonía con él y cuando esa gente de talla elevada, esbelta, oscura y de ojos negros viaja —siempre en fila india, así que hasta las grandes venas del tráfico nativo son estrechos senderos—, trabajan la tierra, cuidan del ganado, celebran sus grandes danzas o te cuentan un cuento, es África la que vaga, danza y te entretiene.
Isak Dinesen
El espacio y la identidad
Nuestra percepción del tiempo es espacial. También el tiempo lo percibimos (y lo describimos) a través del espacio. Ahora mismo que escribo estas líneas está nublado, dos golondrinas revolotean alrededor de mi balcón. Los estorninos pintos llevan una mañana muy ajetreada portando en sus picos trocitos de hierba, insectos o vete tú a saber qué. La luz es grisácea, pero en esos instantes en los que el sol intenta asomarse, las lavandas de mi balcón resplandecen contra el cielo en una hermosa luz sutil y dorada. Dentro de un año, cuando recuerde este momento, recordaré esta imagen y los sonidos que la envolvían. No puede ser de otra manera, del mismo modo que cuando cerramos los ojos sabemos donde es arriba y donde abajo estamos indisolublemente unidos al territorio. Un claro ejemplo de esto es cómo expresamos el pensamiento abstracto, siempre mediante metáforas estructurales que se apoyan en nuestra realidad material y espacial. Identificamos los términos de orientación espacial con conceptos abstractos. Decimos: “levanta el ánimo” o “cayó en una depresión”. Identificamos, por ejemplo, arriba con feliz o abajo con triste (Lakoff y Johnson, 1986).
Pero no solo nuestra percepción temporal está ligada al territorio, además éste nos conforma, conforma nuestra identidad individual y colectiva. Así nos lo cuenta la antropología lingüística: los finlandeses tienen 40 vocablos para describir el color blanco. De la misma manera, la geografía cultural está atravesada por el territorio; no es casualidad que en Valencia los platos más típicos sean los arroces, tampoco es casualidad que los pueblos del desierto utilicen turbantes. Nos apropiamos del espacio y lo modificamos, pero al apropiárnoslo, casi siempre, construimos un sistema de símbolos y signos desde el propio espacio que da forma a nuestra identidad y que constituye el núcleo del arraigo y del hecho social.
Ecofeminismo
Derecho al paisaje en una isla
Depositamos nuestro yo más íntimo en el lugar más inmediato, nuestro inmediato universo, nuestra casa ―en el amplio sentido de la palabra― ese lugar en el que nuestra infancia se desarrolla, desde el que conectamos nuestro yo con el exterior. Y es allí donde albergamos nuestros primeros recuerdos (Bachelard, 2012). El siguiente nivel sería el del territorio próximo, el que prolonga nuestra casa un poco más allá, en nuestro pueblo y en nuestro barrio. El territorio sobre el que se organiza nuestra vida social y sobre el que construimos nuestra identidad tribal y comunitaria. Después de este, saldríamos al espacio intermedio entre lo local y el amplio mundo. El siguiente nivel nos llevaría al Estado-nación, donde predomina la dimensión político-jurídica del territorio (Giménez, 2005). No es posible entender a una persona o a una comunidad sin conocer este contexto, el contexto geohistórico que habita y viceversa. Es un intercambio dinámico (Roth, 2000).
Pero es obligado ir un paso más allá y ahondar en los territorios supranacionales o, dicho de otro de modo, en los territorios que la globalización ha conectado otorgándoles una materialidad que antes no tenían. Son territorios abstractos que los hidrocarburos y las redes mundiales de transporte han hecho posibles, pero lo cierto es que se sobreponen a las otras territorialidades y, en un proceso de brutal polarización y desigualdad, homogeneizan y desdibujan la identidad del más pequeño, arrancando en múltiples ocasiones aquello esencial que une a cada a ser humano con el rincón del mundo en el que es, está y hace, desfijando y despojando y desdibujando el nosotros comunitario.
Paisaje y memoria
Ya que he trazado la conexión ineludible del territorio con las comunidades humanas, debo profundizar en la mirada y en cómo construimos nuestra memoria ambiental. Así que vuelvo sobre aquel momento inicial en el que el sol iluminaba a ratos las lavandas de mi balcón. Lo proyecto en mi memoria y visualizo la escena como un panorama, como un paisaje. Este paisaje es la traducción visible de un ecosistema construido a través de mi manera sensorial de percibir el mundo. Es una metonimia del todo, una representación subjetiva del territorio condicionada por el bagaje cultural, sensorial, emocional y corporal de la observadora. Es la parte emergente del iceberg territorial (Giménez, 2005). Pero el paisaje no solo es un cuadro percibido en dos dimensiones, tiene una tercera y hasta una cuarta que envuelve el cuerpo: la mente y el alma de quien lo mira. Un paisaje se percibe con los ojos y se respira. Un paisaje huele, tiene un aroma particular y tiene una melodía concreta que se adhieren a la representación tan vívidamente como los colores. Un paisaje tiene además el potencial metafísico de despertar una emoción, un sentimiento, y al cobijo de la contemplación se eleva a sentir poético, aquello que Góngora llamaba el dulce mirar. Parafraseando a Rilke, un paisaje puede ser grande, pero en nosotros es profundo como el mar.
Territorios abstractos que los hidrocarburos y las redes mundiales de transporte han hecho posibles, pero que se sobreponen a las otras territorialidades y, en un proceso de brutal polarización y desigualdad, homogeneizan y desdibujan la identidad del más pequeño
Pero además el paisaje es un escenario, un escenario en el que colocamos una a una las piezas imperfectivas de nuestros recuerdos y de nuestras vivencias. Un escenario compartido con nuestra comunidad, con aquellos seres que queremos, como un lugar común en el que nos significamos no solo como individuos sino también como miembros relevantes de nuestros grupos. Forma parte de la identidad comunitaria y es objeto de nuestro afán por la autoreferencialidad y por ello difícilmente podremos separar el paisaje de nuestro primer beso. La historia de nuestras vidas y nuestro autoconocimiento episódico, se apoyan en él. Los ecos de nuestras memorias ―no solo individuales, también colectivas― están elaboradas con fragmentos imprecisos de aquellos rincones, geografías y lugares en los que hemos morado, en los que hemos amado, en los que hemos reído y en los que hemos llorado.
Pérdida y nostalgia
Joan Martínez Alier coordina el Atlas Mundial de Justicia Ambiental, un esfuerzo ímprobo que mapea los conflictos socioambientales en todo el globo. El mapa crece día a día y hoy cuenta con 3448 casos cartografiados y, para hacernos una representación de la envergadura que tienen, si todos esos casos estuvieran impresos equivaldrían a más de 55 libros de 350 páginas. Se clasifican en diez categorías: uso del agua, energía nuclear, minería, combustibles fósiles, extracción de biomasa, residuos, infraestructuras, industrias, conservación de biodiversidad y turismo. Millones de personas y miles de comunidades afectadas por conflictos relacionados con temas tan dispares como la minería a cielo abierto, la fundición de cobre, plantaciones de palma de aceite o de eucaliptos, las presas hidroeléctricas, conflictos por residuos urbanos, megaconstrucciones viarias, centrales eléctricas de carbón, fracking, minería de uranio o centrales nucleares, molinos de viento, etc... Como, por ejemplo, nos ilustraba Manuel Nogueras en un texto publicado recientemente en el Salto y elocuentemente titulado El negocio eólico: lo que se va a llevar el viento
Es el precio del supuesto “progreso”, consecuencias de la expansión ya universal del capitalismo que amenazan no solo los elementos esenciales que permiten la vida en esas comunidades, sino que también son procesos de destrucción de los paisajes de referencia de millones de personas. Procesos de despojo y menoscabo en muchos casos irreversible.
Por si fuera poco, como en una tormenta perfecta, el cambio climático está desatando fenómenos extremos a lo largo y ancho de todo el planeta. Pudimos ver con dolor como miles de hectáreas forestales ardían sin piedad en Australia o en California y año tras año contemplamos como enormes inundaciones o temporales devoran la costa devolviendo las obras de los hombres a la nada ―este año en el corazón de la propia Europa―. Los glaciares también se pierden y con ellos la posibilidad de vida buena de millones de seres vivos. Un doloroso ejemplo que ilustra esto es el destino de más de 600 millones de personas que dependen del río Ganges entrelazado, a su vez, al destino de los glaciares del Himalaya. El 9 de agosto, el demoledor informe del primer grupo del IPCC nos lo confirmaba: nadie está a salvo de los desastres provocados por el cambio climático.
El capitalismo neoliberal y los largos tentáculos de la globalización, el cambio climático y su potencial de quebrar el eterno retorno, son fenómenos que disponen de una colosal capacidad de cambiar la faz del mundo y devorar los mapas
¿Cuántas comunidades cuyos territorios están amenazados tendrán que partir y abandonar sus hogares? ¿A cuántas de nosotras un mar invasor nos arrebatará algo precioso de nuestra identidad? Y ya dispersas ¿cómo volveremos a reconstruirnos? Eduardo Galeano, eterno portavoz de los despojados, nos lo relataba así:
¿Qué se ha hecho de la tierra que nos había sido dada para crecer y creer y ser libres como en un juego? La que veíamos y nos devolvía el poder de mirar. La que nos hacía señas al otro lado de la noche y la tristeza. La pobrecita maga chambona. ¿Qué se ha hecho de ella? ¿Es ella este cadáver que los caballos arrastran? ¿Qué somos nosotros si ella ya no es? Inventarnos, nacer juntos: ¿podremos volver a no estar solos?
La historia de la humanidad comparada con la de nuestro planeta es minúscula. Apenas hemos atravesado el Holoceno y hemos llegado hasta este siglo XXI, el siglo de la Gran Prueba como Jorge Riechmann suele llamar. Avanzamos hacia delante con cada vez más incertidumbres, con un desgarrador déficit de futuro, en un mundo en el que empezamos a percibir con claridad que el suelo desaparece bajo nuestros pies. Lo que llamamos «valores que hay que defender» son respuestas a desafíos propios de un territorio que tiene que poder describirse (Latour, 2019). Pero los habitantes del sur, del norte, del este y del oeste perciben día a día como las viejas referencias, la memoria ambiental y colectiva de sus padres y de sus propios yoes del pasado se diluye. El capitalismo neoliberal y los largos tentáculos de la globalización, el cambio climático y su potencial de quebrar el eterno retorno, son fenómenos que disponen de una colosal capacidad de cambiar la faz del mundo y devorar los mapas.
¿Y qué sucede cuando perdemos los mapas? ¿Qué sucede cuando una infraestructura de hormigón devora la playa de tu infancia? ¿Cómo sostener el arraigo, sentir que estamos donde debemos estar, si la tierra bajo los pies ya no nos sostiene? ¿Cómo no repudiar la tierra en la que masacraron a tus hijos? ¿Cómo descansar si no tenemos donde demorarnos?
¿Y qué sucede cuando perdemos los mapas? ¿Qué sucede cuando una infraestructura de hormigón devora la playa de tu infancia? ¿Cómo sostener el arraigo, sentir que estamos donde debemos estar, si la tierra bajo los pies ya no nos sostiene?
Millones de personas amenazadas por la miseria, el hambre, la enfermedad, los conflictos por el agua y por los recursos; millones de personas que ya hoy y en las próximas décadas serán empujadas al éxodo, apátridas, indocumentadas y en ocasiones condenadas a malvivir en territorios emponzoñados como fantasmas de lo que fueron. Avanzará el siglo y se contarán por miles las comunidades condenadas al lamento y a la perpetua añoranza, a ese sentimiento de pena por la lejanía o la pérdida de alguien o algo queridos, eso que definimos como nostalgia, anhelando regresar a esa arboleda perdida que nos evocaba la prosa de Alberti.
Lo sé, escribo desde mi estrecha perspectiva eurocéntrica y reflexiono así sobre la historia: al primer siglo de la era cristiana se le llamo el siglo de la Redención; al siglo X, el de la Ignorancia; al siglo XVII ―el siglo de La vida es sueño― quisieron apodarlo el Siglo de Oro; Al siglo XVIII, un siglo que tantas sombras arroja a nuestro presente, tuvieron a bien nombrarlo el Siglo de la Luces. ¿Cómo llamaremos a este siglo XXI que nos ha tocado vivir? ¿Lo llamaremos, derrotados, el Siglo de la Gran Prueba o, tal vez, el Siglo de la Nostalgia? Si continuamos inmóviles, como espectadores impotentes o indiferentes, terminará y quién sabe si llegaremos arrastrando los pies con los bolsillos llenos de nostalgia y huérfanos de dicha golpearemos la puerta de la vieja memoria.
(Nota: Las frases en cursiva con las que termina este texto pertenecen a dos poemas de Juan Gelman: Un viejo asunto y Fuerzas. Este artículo forma parte de un trabajo adscrito a la asignatura de Introducción a la Psicología Ambiental perteneciente al MHESTE, actualizado con los últimos acontecimientos).