El éxito de este meme, como el de muchos otros, residía en concentrar una serie de materias primas ideológicas: el capitalismo como exceso consumista, el consumismo como pasatiempo femenino y la mujer como el otro. Actuando de este modo, el meme alejaba el debate de sus potenciales participantes y levantaba una oleada de comentarios indignados en los muros que parecían decir: “el fin del mundo es una fiesta a la que no estamos invitados pero que, de todos modos, vamos a sufrir”. Ese meme y sus respuestas me hicieron preguntarme si, de verdad, no estábamos invitados a la fiesta del consumo o si, por el contrario, como ejemplifican la proliferación de fechas consumistas como el Black Friday anglosajón -el viernes siguiente a Acción de Gracias cuando los comercios salen de números rojos, es decir, pasan a negro (Black)- o el Guanggun Jie, el Día del Soltero chino -el 11 de noviembre, el 11 del 11- va a ser imposible no asistir. ¿De verdad podemos abstraernos del consumismo? ¿De verdad podemos hablar desde fuera de la ideología consumista?
Para los especialistas Yiannis Gabriel y Tim Lang la década de 1950, con el auge del fordismo, va a ser el momento en el que el consumo se democratice en el Occidente anglo. Hasta que el consumo se lograra convertir en un pasatiempo que aliviara alienación de la cadena de montaje habían pasado una gran cantidad de hechos históricos: desde el inicio del comercio en Europa durante la época moderna, con el crecimiento de las ciudades y un aceleramiento de intercambios internacionales que se levantarán durante siglos de guerras y saqueos colonialistas, hasta la explosión comercial de la década de 1850 con la aparición de los grandes almacenes. Unos lugares donde el precio fijo acabará con el regateo con el dependiente -con la conversación- y que situará los objetos a la vista, unos al lado de otros, cobrando sentido en la abundancia. Si la década de 1920 unirá consumo a placer y libertad, la década de 1930, con la Gran Depresión, va a redoblar la dureza de los mensajes, marcando el tono con el que las sucesivas recesiones del capitalismo tratarán el tema del consumo: “Consumir es una obligación”.
La década de 1950 va a ser también el momento en el que se realicen unas de las críticas más virulentas al consumismo. Según la profesora Mica Nava, estos ataques, capitaneados por Herbert Marcuse, estaban realizados por un grupo de autores, la mayoría intelectuales emigrados a Estados Unidos, desencantados con una sociedad de masas que había producido el Fascismo y que vivían en una sociedad que disfrutaba del consenso del bien material tras la Guerra Mundial: en el capitalismo, la libertad de elección a la hora de consumir es reflejo de la libertad personal y política, al contrario de lo que ocurría en los países de la orbita socialista. No en vano, en 1959, Nikita Khrushchev y Nixon, como si fueran dependientes de unos grandes almacenes, se enzarzaron en un debate sobre quien hacia mejores cocinas en la Exposición Nacional Americana en Moscú donde los capitalistas habían construido una casa que, según ellos, cualquier norteamericano podía comprar. Consumir era una carta de ciudadanía.
Para Mica Nava, el tono de esos autores marcó mucha de las críticas de la izquierda hacía el consumismo: la izquierda era una doctrina de la austeridad y los consumidores eran manipulados por la publicidad que les lavaba el cerebro. Estas afirmaciones demostraban la escasa atención con la que la izquierda había tratado el otro extremo de la ecuación capitalista, el consumo. Nava resume muy bien este punto afirmando: <La actividad del consumidor (...) es más probable que sea construida como impulsiva o trivial, sin agencia, mientras que la del productor, a pesar de ser "alienada" tiende a ser descrita como "dura", "real", como una digna fuente de solidaridad y un lugar en el que organizarse políticamente >. Esta afirmación tenía, por supuesto, implicaciones culturales y autores como Richard Hoggart señalaban en 1957 como el consumismo norteamericano estaba erosionando la verdadera cultura obrera que, de manera nostálgica, situaba en los pubs ingleses de unas décadas anteriores, pero también tenía importantes implicaciones de género. Si tal como explicaba Nava, en 1976, en Inglaterra, las mujeres realizaban el 80% de las compras, esa visión del consumo tenía fuertes connotaciones machistas. Las compras, y podemos discutir de la validez de esta afirmación en la actualidad, ha sido un trabajo para muchas mujeres. Un trabajo en el que demostrar sus capacidades, su experiencia y sus conocimientos de economía, una labor supeditada muchas veces a un jefe, el marido -como si fuera la responsable de compra de una empresa, explica Nava- pero absolutamente necesaria para los cuidados en muchos hogares obreros y burgueses. Desde qué posición hablamos de anti-consumismo, ¿desde la de intelectual de izquierdas o desde la de madre que tiene que comprar dos sobrepijamas con un presupuesto de 10 euros? ¿Desde ambas?
Si bien la década de los 60 produjo algún discurso reconciliador, como el de los Estudios Culturales, donde se exponía la capacidad de ciertos grupos, especialmente el de las subculturas juveniles, de reapropiarse de objetos de la sociedad de consumo, como la ropa, para crear mensajes anti-comerciales, el triunfo global del capitalismo acabó imponiendo su lógica individualista y hedonista que es, a su vez, muy poco conciliadora. La década de 1980 vivó el triunfo del consumismo y el declive de las barreras culturales para su disfrute en frases como “La avaricia es buena” (Greed is Good) de la peli “Wall Street” y la década de los 90 ese ambiente se endureció aún más con mensajes publicitarios que hablaban de lo exclusiva que se había vuelto la fiesta del consumo. Zygmunt Bauman habló en esa misma década de como los “nuevos pobres” eran vistos no en términos de privación material sino como consumidores fracasados. Personas que habían fallado en sus elecciones -está noción estuvo muy presente, por ejemplo, en la gran estafa hipotecaria en España- y que ahora debían de depender del Estado para que eligiera por ellos.
Espectáculo y consumo en el Black Friday
Los cambios en las últimas décadas han provocado fenómenos contradictorios que mantienen la maquinaria del consumo en un estado de incansable ebullición: si bien la globalización, con su deslocalización del trabajo, ha roto el pacto fordista de trabajadores-consumidores, la explotación racista de personas en situación más desfavorecida en otros contextos geográficos ha hecho el consumo más asequible -la ropa es un claro ejemplo. Si bien la crisis económica ha retraído el consumo -en 2015 el consumo privado había caído en 12,6 % en España- la presión por consumir que producen las recesiones económicas tiene repercusiones en campos específicos como la tecnología y su bajada de precios - según estadísticas del Mobile Smart Phone en España hemos pasado de un 41% de usuarios/as de smartphones en 2012 a un 81% en 2017. Si bien la incertidumbre laboral nos ha puesto en sobre aviso sobre ciertas estrategias capitalistas, la precariedad y su canibalismo económico, temporal y de fuerzas nos impide investigar otras formas de consumo -la comida ecológica de proximidad sería un buen ejemplo.
El activismo consumista tiene, por supuesto, una larga tradición que ha expuesto respuestas parciales a esas situaciones. El boycott es una de ellas: en 1989 una llamada a la embajada de USA avisando de que se había inyectado con cianuro a dos uvas de producción chilena destinadas al mercado norteamericano produjo millones en pérdidas y se llevó por delante decenas miles de puestos de trabajos. Junto a este tipo de acciones, han convivido el movimiento cooperativista, que busca que los consumidores tomen las riendas de la producción, el movimiento de consumidores/as que defiende derechos y evalúa cualidades, así como otros movimientos de consumo ético o que buscan redefinir nuestras compras en clave ecológica o de proximidad y que tienen en las campañas de información uno de sus puntos fuertes.
Frente a este panorama, marcado tanto por la inestabilidad laboral como por una mayor información a la hora de comprar, los grandes conglomerados comerciales, que cada vez colonizan más nuestra cesta de productos básicos, tienen que lidiar con unas compras más azarosas, precarias e impredecibles. Una de sus respuestas en la de subrayar el espectáculo, subrayar los valores estéticos no sólo de los objetos sino de la misma compra. Todo es espectáculo y no en vano, en los centros de nuestras capitales, las tiendas de ropa han sustituido a los cines como lugares que organizan nuestros sueños. El espectáculo ha contaminado hasta el trabajo en esos centros comerciales y la semana pasada una marca de ropa interior entrevistaba a las aspirantes a dependientas en su escaparate, imitando a una cadena hotelera que, hace unos meses, lograba colapsar una céntrica plaza madrileña provocando una hilera de aspirantes con su currículo en mano. El Black Friday como evento -no religioso- centrado únicamente en el consumo es puro espectáculo y ejemplifica muy bien la escalada de tono del neoliberalismo para mantener el cada vez más frágil discurso del eterno crecimiento y de la autorrealización a través de la compra. En su discurso individualista, este tipo de acontecimientos crean unas desviaciones del ocio que caen en lo delictivo, tal y como demuestra la presencia constante de altercados violentos en centros comerciales por esas fechas en los países anglosajones, y que en 2008 provocaron la muerte de un empleado de 34 años, Jdimytai Damour, por una estampida durante el Black Friday. Thomas Raymen y Oliver Smith, que han estudiado este tipo de actos vandálicos en Inglaterra durante el Black Friday de 2014 señalan que los protagonistas de los altercados no son personas de bajos recursos queriendo acceder a compras que no pueden conseguir sino consumidores conscientes que consideran la compra como un ocio serio y especializado, que conocen los mejores lugares, tácticas y estrategias de ahorro. Estos consumidores “extremadamente competentes” o “compradores extremos” están actuando con respecto a la lógica del consumismo, son “hiper-conformistas” con los valores del neoliberalismo: la competitividad individual, la envidia y la exhibición agresiva de bienes de consumo.
Si bien no estamos hablando de masas desinformadas y frenéticas sino lógicas con el clima cultural, el individualismo y la tramoya comercial del Black Friday nos dan una clave del modo en el que podemos plantear alternativas: desde lo colectivo y manteniendo una cierta distancia con el espectáculo. Lo que nos remite a la foto con la que comenzábamos este texto. ¿Cómo construimos esa distancia? ¿Desde la academia? ¿Desde los viejos discursos de la izquierda? ¿Tienen lectura de género nuestros discursos anti consumistas (tienen en cuenta los cuidados)? ¿Y tienen sensibilidad racial (Jdimytai Damour era un trabajador afroamericano)? ¿Qué tipo de capital cultural y social requieren nuestras alternativas? ¿Están nuestras alternativas levantadas sobre la acción y responsabilidad individual?...