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Coronavirus
El coronavirus, efecto bumerang de la globalización
Desde hace mucho vivimos en un orden mundial donde no hay ningún poder o grupo de poderes interesados en gobernar sobre las cuestiones de carácter global. Ante la crisis planetaria provocada por el coronavirus una máxima se ha impuesto: “Sálvese quien pueda”.
San Francisco, Nueva Orleans, Río de Janeiro, Roma, Kinsasa, Karachi, Bangkok y Pekín. Son las ciudades que, en el curso de una semana, tiene que visitar el Dr. Peters para poder liberar el virus fatal que habría de exterminar al 99% de la población del mundo en la película Doce monos. Probablemente ni siquiera el genial Terry Gilliam podría imaginar en 1995 que, 25 años después, el plantear tal travesía alrededor del mundo como el requisito que un sociópata tendría que realizar para desatar una pandemia global resultaría ser bastante exagerado. En 2020 ha sido suficiente con que el virus se origine en una ciudad como Wuhan para que este pudiera replicarse en todo el planeta en menos de dos meses. Pero no es de extrañar, en poco tiempo la globalización se ha vuelto radicalmente más intensa que en 1995 y quienes somos partícipes de esta, más interdependientes. Hoy viajamos y comerciamos más del doble de lo que lo hacíamos entonces y el PIB de China, por ejemplo, es veinte veces mayor.
Sin embargo, en términos de instituciones de gobierno global las cosas no han mejorado desde mediados de los 90, en realidad parecen haber empeorado bastante. Basta con analizar la situación actual para dar cuenta de que el panorama es crítico. La Organización Mundial de la Salud (OMS) adquiere protagonismo cuando se suscitan pandemias como las que padecemos ahora, es una de las voces más escuchas y fuente de esperanza para muchos, pero esta agencia de las Naciones Unidas está abismalmente lejos de tener un papel verdaderamente crucial dentro de la búsqueda por resolver un problema como el que tenemos entre manos. De hecho, ni siquiera parece capaz de satisfacer una de sus funciones más modestas, como la de coordinar la respuesta global frente a las emergencias de salud. Al final del día no pasa de ser una voz más que se pierde entre las de tantos actores globales de relevancia.
Las catástrofes globales siguen siendo abordadas (glocalizadas) desde estrategias eminentemente nacionales, es decir: de manera fragmentada. Como señala Luigi Ferrajoli, incluso los países miembros de la Unión Europea han adoptado sus propias medidas, consultado a sus propios expertos y están empleando todos los recursos a su disposición exclusivamente dentro de sus propias fronteras. En los últimos días ha aparecido en medios la noticia de que China ha enviado doctores y equipo médico a diferentes países, incluyendo Italia —el país que más muertes registra a causa del virus por ahora—. Hasta se habla de que médicos cubanos están viajando a este país a ayudar. Pero nada se ha leído sobre muestras de ayuda proveniente de, por ejemplo, Suecia o Portugal, u otros países donde el brote hasta ahora sigue siendo relativamente leve. La ausencia de medidas contundentes por parte de la Unión Europea, resultado de las reticencias financieras de Alemania y Países Bajos, solo ilustra más esta realidad. Lo que sí se ha hecho casi de inmediato ha sido el cierre de fronteras, claramente la concordia en la Unión Europea radica en torno a la máxima: “Sálvese quien pueda”.
¿Pero qué otra cosa se puede esperar de la famélica gobernanza global con la que contamos? Desde hace mucho vivimos en lo que Ian Bremmer llama el G-cero, ese orden mundial donde no hay ningún poder o grupo de poderes interesados en gobernar sobre las cuestiones de carácter global. Cada país está por su cuenta frente a eso ante lo que son demasiado pequeños y precisamente ante aquello más grave: los grandes problemas, los que cuando se manifiestan matan a miles o a millones de personas.
Cada vez se apuesta más por potenciar los intereses meramente nacionales. Si algo se ha globalizado en los últimos años sobre este tema es el America First de Trump
Lo peor es que la tendencia va en sentido contrario, cada vez se apuesta más por potenciar los intereses meramente nacionales. Si algo se ha globalizado en los últimos años sobre este tema es el America First de Trump. Como si se tratara a su vez de un virus, lo que en un inicio fue duramente criticado por proteccionista ha ido replicando sus postulados localistas incluso entre los gobiernos más cosmopolitas. Hace poco escribió Bruno Latour que para saber a dónde debíamos ir bastaba con ponernos a espaldas de Donald Trump y trazar una línea recta hacía adelante, hoy parece que nos estamos quedando a mitad de la instrucción.
Lo peor es que este repliegue no se limita a la mera jerga populista de los políticos en ambos extremos del espectro político clásico —izquierda-derecha—, sino que se traduce en acciones concretas. Tan solo en febrero de este año el gobierno estadounidense propuso reducir a la mitad su contribución al presupuesto de la OMS para el año 2021.
Frente a la falta de un presupuesto adecuado no se puede esperar de la OMS que sea mucho más que una entidad que clasifique el tipo de problema que enfrentamos —pandemia o epidemia— y haga algunas recomendaciones generales
Ahí está el fondo del problema, frente a la falta de un presupuesto adecuado no se puede esperar de esta agencia que sea mucho más que una entidad que clasifique el tipo de problema que enfrentamos —pandemia o epidemia— y haga algunas recomendaciones generales, como si se tratara de un experto en dictaminar si alguien está o no enfermo, pero que es incapaz de implementar cualquier tipo de tratamiento. El presupuesto de la OMS —que no ha aumentado en los últimos diez años— para el bienio 2020-2021 es de 4.000 millones de dólares, menos de la mitad que ha presupuestado gastar el gobierno de Costa Rica en un solo año, o lo que es lo mismo, menos de lo que el Gobierno de México se gasta en 6 días.
En 1995 probablemente las consecuencias de comer algún animal comprado en un mercado mojado de Wuhan no habrían traspasado la Gran Muralla China, pero aunque la diferencia clave radica que ahora la globalización es mucho más intensa, el problema no es la globalización por sí misma, sino el tipo de globalización que hemos forjado.
Vivimos una globalización a distintas velocidades donde, por ejemplo, la globalidad de los mercados no se compara con la de los estándares de salubridad. Al final ha sido la economía capitalista la que ha determinado la lógica de las relaciones globales y, de acuerdo con esta, lo mejor era que China formara parte de la vigorosa red comercial solo en algunos aspectos.
De otro modo habría sido imposible explotar el dumping que un país con más de 770 millones de pobres a finales de los años 70 tenía para ofrecer. Las cosas son así porque cuando se empieza a exigir que un país adopte ciertas medidas, como derechos laborales, leyes de protección ambiental o políticas públicas de salubridad, la mano de obra y las importaciones ya no resultan tan baratas y los sensibilísimos bolsillos del 1% más rico del planeta empiezan a sufrir. La ecuación con la que se rige la globalización económica actualmente es simple: preserva la desigualdad, explota la ventaja comparativa que esta propicia y niega la posibilidad de que esto acarree graves riesgos globales.
Todo es felicidad hasta que sucede el efecto bumerang, hasta que se manifiesta ese riesgo que obviamente habrá de llegar tarde o temprano y que es una consecuencia lógica del esquema bajo el que funciona el mundo. Se trata de algo que, al menos desde 1986, Ulrich Beck había comentado casi a manera de presagio:
A diferencia de la pobreza, la pauperización por riesgo del Tercer Mundo es contagiosa para los ricos. La potenciación de los riesgos hace que la sociedad mundial se convierta en una comunidad de peligros. El efecto bumerang afecta precisamente también a los países ricos, que se han quitado de encima los riesgos, pero importan a buen precio los alimentos. Las extremas desigualdades internacionales y las interrelaciones del mercado mundial traen los barrios pobres de los países periféricos a las puertas de los centros industrializados ricos. Se convierten en semilleros de un a contaminación mundial que también afecta (de manera similar a las enfermedades contagiosas de los pobres en las apretadas ciudades medievales) a los barrios ricos de la comunidad mundial.
Buscar refugio dentro de las fronteras de nuestros Estados-nación es la respuesta más inmediata a este tipo de problemas, la enorme figura del Leviatán siempre ha tenido la función de ser el gran protector de las sociedades que lo constituyen, sin embargo, como dice Byung-Chul Han, “se trata de una huera exhibición de soberanía que no sirve de nada”.
Pese a todo se habla seriamente de la posibilidad de que este virus termine por acelerar el proceso de desglobalización dentro de una búsqueda por parte de las unidades políticas en las que se divide el mundo de romper con la interdependencia y volverse autosuficientes. El problema es que la globalización ha desatado fuerzas que se han liberado de los poderes que les dieron origen y han adoptado dinámicas propias, ya no se puede meter al genio de nuevo en la botella. Tal como están las cosas ahora, incluso el mejor de los viejos leviatanes está condenado a verse aplastado por el juggernaut de la modernidad.
Se debe buscar construir una globalización de la política que pueda gobernar sobre los espacios globales a los que los Estados-nación simplemente no pueden llegar
La gobernanza global con la que contamos actualmente no puede garantizarnos que, dentro de unos años, en esos laboratorios de alquimia biológica llamados mercados mojados, no se va a trasmutar algún nuevo virus más mortífero y contagioso que el que ahora nos asola. Por más que lo intenten, las naciones, incluso las más ricas, no serán capaces de erigir muros que sean lo suficientemente altos como para impedir que los traspasen los efectos bumerang de aquello que han causado en su ambición capitalista: pandemias, oleadas migratorias, terrorismo, cambio climático.
Por eso la respuesta debe ser en sentido contrario: se debe buscar construir una globalización de la política que pueda gobernar sobre los espacios globales a los que los Estados-nación simplemente no pueden llegar. Solo de esta forma podremos procurarnos algún tipo de seguridad frente al siempre presente riesgo de que, en el rincón más olvidado del mundo, se desate el germen de aquello que acabe con el resto de nosotros, sin importar detrás de qué bandera nos escondamos.
Politólogo. Doctor por la Universidad Autónoma de Madrid.
flores.gaucin@gmail.com @kadenian