Temporeros
El cantón Valais, un valle perdido en los Alpes suizos

El sector vitícola como escenario de la explotación de mano de obra migrante: crónica del trabajo de temporero y de las dificultades en establecer vínculos de apoyo mutuo entre inmigrantes.
Agricultura en Suiza
Cultivo de viñas en el cantón del Valais, en Suiza. Galvão Debelle dos Santos
Miembro del Observatori d'Antropologia del Conflicte Urbà
26 ene 2022 06:47

El funcionamiento de la viticultura suiza está llena de particularidades que hace de ella un ejemplo ilustrativo del actual régimen de frontera. Shahram Khosravi, invitado a las jornadas sobre Migración, Frontera y Vivienda organizadas por el Observatori d'Antropologia del Conflicte Urbà (OACU), recordó a las personas presentes que las prácticas fronterizas no solamente buscan excluir poblaciones indeseables, sino penalizarlas y regularlas. Lo esencial, dice, no es tanto la localización física de las fronteras, sino para quienes son frontera. En efecto, Suiza se conoce como el país de los banqueros, del chocolate, de los relojes, del queso… Y mucho menos por su explotación de mano de obra inmigrante poco cualificada en trabajos agrícolas. Este país produce cerca de 90 millones de litros de vino destinados casi exclusivamente al consumo interno en alrededor de 15.000 hectáreas.

Casi ningún suizo trabaja en las viñas, y, aún así, no se habla de las trabas que este país pone a la obtención de la nacionalidad. Son necesarios doce años de residencia para solicitar la nacionalidad suiza, durante los cuales el inmigrante tiene que ir dando pruebas de su integración, conocimiento de los idiomas y culturas del país. Un proceso que cuesta 5.000 francos suizos —4.833,42 euros según el cambio del 24 de enero de 2022— y durante el cual la Administración preguntará a seis personas nacionales del país —vecinos, empleadores, profesores, etc.— sobre el inmigrante y su familia.

El 70% de las viñas cultivadas en Suiza se encuentra en la parte francófona, en el sudoeste del país. Se trata de una zona montañosa, en donde se llega a cultivar a 1.100 metros de altitud en terrazas construidas con muros de piedra. Como en pocos lugares se logra aplanar del todo el terreno, el trabajo con máquinas es complicado. Un compañero que trabaja con ellas explica que, para poder usar máquinas, se añaden placas de cemento sobre la orilla de cada terraza para evitar que los muros de las terrazas se desmoronen cuando las máquinas dan media vuelta. Quienes trabajan en la viña pasan su jornada de trabajo subiendo y bajando parcelas inclinadas. Se trabaja siempre del mismo lado, para no arrancar las hojas que protegen las plantas de los golpes del sol de la tarde, mirando hacia Oeste, con la pierna izquierda abajo, siempre en desequilibrio. Estamos en el cantón de Valais, en el que hay más de 50 picos de más de 4.000 metros de altitud que encierran la región. Un compañero polaco subraya que estas montañas constituyen una cárcel natural, que dificulta los movimientos y el contacto con otras localidades. Se trata de un cantón bilingüe, en cuya parte o se habla francés y el alemán en el este. En ambos lados del valle predomina una mentalidad tradicional, que se vuelve más conservadora cuando nos adentramos en la parte germánica.

Las mujeres no conducen las máquinas agrícolas ni los coches de la empresa para la que trabajan, ni se les ofrece la responsabilidad de gestionar equipos

Una muestra de ello es el hecho de que, en la viña, las mujeres no conducen las máquinas agrícolas ni los coches de la empresa para la que trabajan, ni se les ofrece la responsabilidad de gestionar equipos. Son los hombres los que acceden a estas funciones, que permiten realizar un trabajo cualificado que, con el paso del tiempo, puede permitir aumentos salariales. El salario base ofrecido a las mujeres es más bajo que el de los hombres. Algunas logran recibir algún pequeño aumento debido a la antigüedad, pero la brecha salarial va en aumento con el tiempo. Los hombres se reparten la organización del trabajo, la logística y el mantenimiento de máquinas. Y, por eso, acaban siendo también los encargados de los tratamientos fitosanitarios, lo que los sitúa en primera línea a nivel de exposición a un sinfín de pesticidas. En Suiza los helicópteros sobrevuelan los cultivos y aplican pesticidas sobre plantas y trabajadoras por igual.

Se trabajan diez horas diarias. Seis días a la semana. Tanto si llueve un poco como si hace un sol abrasador. En verano se llega a 40 grados, en primavera llueve cada dos por tres. El clima es imprevisible y oscila rápidamente entre extremos. Nos despertamos poco antes de las cinco de la mañana y volvemos de trabajar al final de la tarde, por lo que llevar agua, comida y ropa adecuada para pasar toda la jornada no resulta fácil. El ritmo de trabajo es agotador, durante cerca de dos meses hice 250 horas de trabajo mensuales. En total gané 3.000 francos suizos brutos —2.900,05 euros según el cambio del 24 de enero de 2022—, de los cuales hay que descontar alojamiento, seguro e impuestos. Quienes vienen solo un par de meses se quedan con 2.000 euros limpios, a los que falta restar los gastos en comida, comunicaciones y transporte. Todo cuesta como mínimo el triple que en Barcelona. Quienes viven todo el año aún tienen que descontar más. El mercado del alquiler suizo no permite encontrar casi nada por debajo de los 600 francos suizos sin contar gastos.

Los salarios no llegan siquiera a la mitad de aquellos que se obtienen en otros sectores poco cualificados, como en supermercados, almacenes, construcción o restauración

En la práctica, quienes trabajan todo el año en la viña no tienen muchas más posibilidades que en sus países de origen. Sus salarios no llegan siquiera a la mitad de aquellos que se obtienen en otros sectores poco cualificados, como en supermercados, almacenes, construcción o restauración. Hablando con compañeros portugueses que también trabajan en este país, uno afirmaba que se gana mucho más en Suiza y el otro que, a fin de cuentas, tienes las mismas limitaciones que en Portugal. Los dos tienen razón, aunque la relación con el coste de vida sea distinta para quienes vienen del Este. Cada euro son 4,5 eslotis polacos. Una pareja polaca que ya lleva unos años en Suiza explicaba que el salario es el mismo, 2.500 por mes: 2.500 eslotis en Polonia y 2.500 francos suizos en Suiza. Pero el coste de vida es del todo distinto. La compra semanal son 100 en Suiza, 500 en Polonia. Un paquete de cigarros cuesta 8 en Suiza, en Polonia 17. Una botella de whisky en Suiza cuesta 20, en Polonia 55. Su coche, un Subaru, cuesta 3000 en Suiza, 18000 en Polonia. Por supuesto, son monedas con un valor distinto, pero qué más da, si el salario es el mismo. En la práctica, todo cuesta cuatro o cinco veces más.

Por todo ello, sigue saliendo a cuenta trabajar en Suiza, aunque en una situación de enorme dependencia por llegar a un país desconocido, del cual se desconoce el idioma, y en el cual no se cuenta con amistades. La distancia es, en sí misma, un factor agravante. Cuando más distantes se encuentran nuestras redes de apoyo, más dificultad tenemos para volver. Se llega primero como temporero, lo que suele implicar alojarse en casa del patrón. La trabajadora desplazada no tiene contrato ni derechos, solo firma una hoja de obligaciones. La dependencia en relación al empleador genera una gran vulnerabilidad vital. Uno puede, de un día para el otro, quedarse sin trabajo y sin sitio donde dormir. Dado que la duración de los contratos es de carácter estacional, hacia el final de la temporada hay que estar siempre listo a quedarse e irse a la vez: tener las maletas a medio hacer, ir a comprar sin saber para cuántas comidas, relacionarse con la jerarquía y las compañeras como si cada día fuera el último que nos vemos. También existe siempre la distancia cultural, que representa una infinidad de pequeñas barreras, en un primer momento invisibles pero no por ello menos presentes. Una vez más, quienes vienen de otros continentes suelen tener también rasgos que les hacen ser el objeto de actitudes discriminatorias, de agresiones xenófobas y del racismo institucional. Como si no bastara, las discriminaciones se reproducen entre migrantes como si de un fractal se tratara.

Dado que la duración de los contratos es de carácter estacional, hacia el final de la temporada hay que estar siempre listo a quedarse e irse a la vez

Fronteras internas entre migrantes

Desafortunadamente, todo está montado para dificultar las posibles alianzas entre colectivos migrantes. Es una clara muestra de ello la explotación de trabajo inmigrante por el sector de la agricultura industrial. La eficiencia del modelo depende de que parte de la mano de obra sea residente de forma permanente. Son entre un 20% y un 30% del total de personas empleadas en las épocas con más trabajo, pero estas están disponibles todo el año. En el caso de la viticultura, tienen vacaciones no remuneradas obligatorias tres o cuatro meses por año, determinadas según los intereses del patrón. Los contratos estipulan explícitamente que queda prohibido trabajar para otra empresa y que la carga horaria depende del clima y de la época del año. Vale la pena destacar que las personas que toman esos puestos comparten orígenes humildes y rurales. Una compañera polaca me sugería que solo quienes han hecho trabajos agrícolas desde la infancia pueden aguantar el ritmo. Este colectivo permanente compite con los trabajadores desplazados, que pueden ser reemplazados en cualquier momento.

Al volverse residentes, quienes conforman el equipo permanente, pasan a pagar su propio seguro privado y a alquilar una vivienda a precio de mercado. Los impuestos se multiplican para residentes, ya sea para la gestión de residuos, sobre automóviles, animales, televisión, y un largo etcétera. En cambio, quienes llegan solo para la temporada alta devuelven parte de su sueldo al patrón, que se encarga de los trámites del seguro y de conseguirles una habitación. Quienes están solo unos meses tampoco tienen gastos relacionados con salud, ropa, aparcamiento, bancos, vida social, muebles y electrodomésticos, etc. El reconocimiento de la calificación como operario agrícola de los residentes se ve cuestionado por los flujos de temporeros, que cuestan menos al patrón y logran ahorrar más, que no luchan contra el cansancio acumulado y que saben que podrán descansar pronto.

Suiza
Vistas del valle del Ródano desde el pantano de la Grande Dixance. Galvão Debelle dos Santos

Esta tensión entre temporeros desplazados y permanentes se ve atenuada por el sistema de reclutamiento. Quienes ya llevan tiempo en la empresa se encargan de conseguir personas que vengan puntualmente, cuando hay picos de trabajo. Esto comporta ventajas para ellos, en la medida en que quienes llegan tendrán en principio una cierta lealtad a quienes les invita a venir. Al conseguir que vengan familiares o amistades, se refuerza la posición de quienes están trabajando todo el año en Suiza. En definitiva, quienes trabajan en Suiza siguen manteniendo vínculos con sus países de origen y ganan prestigio en su pueblo. Esto también comporta ventajas para el patrón, pues resulta más fácil ejercer presión sobre quienes ya están bien establecidos en la empresa que no sobre quienes aún no están del todo atrapados en esta trama de dependencias relacionales. Al permitir que vengan personas cercanas, el empresario descentraliza los mecanismos de control jerárquico sobre quienes vienen solo por unos meses. Y así se fortalece un sistema mafioso en el que importa más saber a quién se responde que no quiénes hacen un buen trabajo.

Al permitir que vengan personas cercanas, el empresario descentraliza los mecanismos de control jerárquico sobre quienes vienen solo por unos meses

Este sistema de control descentralizado se ve reforzado por las distintas procedencias de las personas del equipo permanente. En la empresa concreta en cuestión, los jefes que gestionan los equipos son eslovacos, las personas que componen los equipos mayoritariamente polacas, los responsables del garaje portugueses y los conductores de máquinas macedonios. Pero como en el día a día se mezclan los equipos y nacionalidades, cada familia o clan controla a las demás y compiten por el reconocimiento del patrón. Las divisiones se multiplican hasta el infinito: Europa Occidental y Europa del Este; norte y sur de Europa del Este, polacos y eslovenos, polacos del sudeste y sudoeste, etc. Por supuesto, por encima de todos ellos están los suizos. El sistema racista logra presumir de ser neutro por su invisibilidad, que se suspende cuando algo falla. Es entonces cuando las órdenes y expectativas del patrón se manifiestan, aunque bajo la forma de críticas a la productividad, la organización, la logística, etc. Todo está organizado para que el enfrentamiento no sea una opción.

Submisión y resistencias y en la viña suiza

En definitiva, quien crea y alimenta las divisiones entre inmigrantes son los terratenientes suizos, que se enriquecen a su cuesta. El patrón suizo tiene la sartén por el mango y aplica diversas sanciones según sus intereses y para disciplinar la mano de obra. Él siempre sale ganando, e impone su ganancia sin salirse de los márgenes de la ley que le respalda: acortando o eliminando pausas, alargando o reduciendo la duración de los contratos sin preaviso, dejando sin trabajo durante varios meses a ciertos miembros del equipo permanente, cambiando las personas encargadas de según que puestos de responsabilidad, decretando aumentos del precio del alquiler o acusando de daños para no devolver la fianza, etc. Pero no solo existen condiciones contractuales muy desfavorables, sino que las reglas que las rigen solo se aplican cuando conviene. La supuesta neutralidad suiza y su veneración de la ley no pasan de un discurso legitimador de sus abusos. En la práctica, la relación de fuerzas permite que las normas se suspendan siempre que sea necesario. Las vidas de las temporeras en Suiza están sujetas a un estado de excepción permanente, en el que los pocos derechos formales que tienen pueden en todo instante ser aplazados, substituidos, revocados.

La relación de fuerzas permite que las normas se suspendan siempre que sea necesario. Las vidas de las temporeras en Suiza están sujetas a un estado de excepción permanente

Un ejemplo de este tipo de mecanismo disciplinador se dio un día que un helicóptero pulverizó pesticidas directamente encima de nosotros. La ley suiza obliga a los empleadores a avisar a los equipos que viene el helicóptero, y ese día el jefe de nuestro equipo convino trasladarnos a una parcela cercana. Pero el helicóptero no llegaba y, una vez finalizado el trabajo en la parcela a la que habíamos siso trasladados, volvimos a aquella que se iba a pulverizar. Fue entonces cuando el helicóptero sobrevoló nuestra parcela. Se le hizo la higa al piloto y pocos instantes más tarde el empleado regresó, furioso, reclamando que el piloto tiene que estar muy concentrado y que, de todas formas, el cobre (del sulfato) es un elemento natural por lo que no hace daño. En otra ocasión pasó con mi contrato: me entregaron un nuevo contrato, diciéndome que era igual que el anterior, pero al traducir su contenido verifiqué que me acortaban la duración. Le dije al jefe que sabía que, de todas maneras, me podían echar cuando quisieran, así que no entendía por qué no me lo decía a la cara. A lo que me respondió que, si no cambia nada, no tenía motivos para estar enfadado. Lo mismo sucedía con el “trabajo voluntario” de los días festivos: nadie está obligado a ir, pero quiénes prefieran descansar volverán pronto a su país.

En tanto que observador circunstancial del cotidiano de los inmigrantes en Suiza, no pude evitar sentir admiración por la actitud combativa de las compañeras que dependen fuertemente de este trabajo agrícola. Esta actitud, sin la cual es inconcebible crear vínculos de apoyo mutuo, fue por lo general alegre y positiva, a pesar del contexto sumamente hostil. Por supuesto, también se dieron breves instantes de enfrentamiento abierto, que exponían conflictos profundos y de largo aliento. Sin embargo, me sigue sorprendiendo la determinación con la que parte de las compañeras encontraban la energía para sobrellevar la dificultad. Tanto si era un día que les estaba yendo bien como en días en los que el trabajo estaba mal organizado, como hacia el final, cuando a todas nos costaba soportar el dolor, mantenían el sentido del humor para compartir su desagrado con las condiciones de trabajo. Me viene a la mente un colega macedonio con el que no podía comunicarme, siempre sonriente, incluso cuando tuvo que pillar la baja por la ciática. La única ocasión en la que le vi cabreado fue durante la vendimia, cuando intenté llevar dos cajas vacías y dejarle una. Nadie estaba presente para verlo, pero me alzó la voz hasta que la solté, y regresamos los dos para traer la última caja.

Al mismo tiempo, y para no idealizar la cultura obrera y campesina, faltaría matizar que esta adopta a menudos tintes racistas, homófobos y sexistas. Recordando a Khosravi, el sistema de migraciones incita a cada cual a volverse guardián de fronteras, a defenderlas contra quienes no pertenecen a la patria, a la nación, al territorio. Nuestros comportamientos alzan barreras a la unidad que permitiría cambiar la relación de fuerzas que mantiene a las poblaciones inmigrantes en situación de inferioridad. Y es que, en verdad, somos muchas y ejecutamos los trabajos que se reconocieron como esenciales durante un breve lapso de tiempo. Pero mientras no se superen estas divisiones, seguirán siendo escasas las oportunidades para darle la vuelta a la tortilla.

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