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Derechos Humanos
Santa Marta no está sola
Aterrizar en El Salvador después de la pandemia es regresar a una especie de distopía tropical. Tras un año de régimen de excepción, doce veces prorrogado por el presidente Bukele, en las calles de la capital se vive un cierto aire de alegría y despreocupación. La gente camina tranquilamente, incluso cuando el sol se oculta, y disputa un espacio público que hace escasos meses era patrimonio de las maras.
La maquinaria de comunicación gubernamental ha creado una imagen que ahora se realimenta sola, en un círculo virtuoso, que nadie duda en alimentar pateando las avenidas. La sensación de seguridad llama a más gente y la gente rellena esa fotografía, ese apapacho colectivo que no hace otra cosa que infundir una tranquilidad por años desconocida en el pulgarcito del continente.
«Es cierto. Hay lugares en los que antes ni la policía se atrevía a llegar y ahora se puede entrar sin peligro», me confiesa un compañero que lleva décadas viviendo en el país. Bukele ha cambiado la realidad por un relato que todo el mundo quiere creer y que, al creerlo, crea una nueva realidad. Casi nada. ¿A quién le importan los datos y la información pública, si ocupamos las calles, si tenemos la libertad de movimiento que ya casi habíamos olvidado? Aprovechando la pandemia y la excepcionalidad, la falta de transparencia pública se ha vuelto la norma en el país. Así que tampoco sabemos hasta qué punto es cierta la disminución de la delincuencia, cosa que tampoco parece importar demasiado. Y pronto tampoco quedarán medios de comunicación para intentar contar algo parecido a la realidad.
A un año de la aplicación del régimen de excepcionalidad, 66 mil personas han sido encarceladas. Muchas de ellas de manera arbitraria, sufriendo un régimen penitenciario espantoso o directamente torturas físicas, sin que sus familias hayan recibido noticias suyas durante meses. Ni siquiera la Cruz Roja ha podido entrar en esos penales, en cuyas celdas se duerme sobre el suelo desnudo y no entra la luz del día. Las madres y esposas tienen que pagar a los funcionarios de las prisiones para hacer llegar comida o medicamentos a sus esposos e hijos, sin ninguna garantía de que los reciban o de que simplemente estén dando una mordida por nada.
¿Quién va a abrazar a esos infelices? Algo habrán hecho. Nadie va a permitir que se rompa la ilusión que recorre calles y plazas. Mejor no decir nada, aguantar hasta que salgan, no ser señalados. Sean felices, se lo merecen, aunque sea insoportable el precio pagado. O quizás no. ¿Acaso resolvió la democracia nuestros problemas? En un momento en que al 51% de la población de América Latina «no le importaría que un gobierno no democrático llegara al poder si resuelve los problemas», según el Latinobarómetro 2021, haber acabado sin remilgos con el problema número uno de la agenda política salvadoreña hace de Bukele casi un profeta de su tiempo. La paz, los ideales, las historias de la montaña, todo eso es de otro siglo, bróder.
Vuelve la minería al El Salvador
Pero quizás no sea todo tan nuevo ni tan original. En ese contexto de bula papal, se renueva el acoso a la sociedad civil y a todo aquello que supongo una mínima amenaza a las perspectivas de acumulación de poder económico y político, de una nueva elite que se abre paso tras la estela del gran hacedor y sobre las cenizas de la vieja burguesía guanaca. Los líderes de Santa Marta fueron encarcelados a principios de año gracias a un caso fabricado para la ocasión por la fiscalía, vinculado con la guerra civil que asoló el país década atrás. No hay pruebas, ni testigos directos, ni cuerpo del delito, ni falta que hace. La comunidad encabezó las protestas contra la minería metálica en el país, consiguiendo una moratoria y la paralización de grandes proyectos e inversiones que, en el contexto de crisis económica del país, van a ser necesarias para seguir alimentando la ilusión de dicha y progreso. La estrategia no por conocida deja de ser brillante: encerremos a los líderes del movimiento y tomémonos el tiempo que haga falta para encontrar las pruebas necesarias, o en su defecto fabricarlas. En el peor de los casos, el estigma de haber pasado por uno de esos cuartuchos infestos de la prisión preventiva (revisable ad eternum cada 6 meses) habrá sido suficiente para acabar con su credibilidad y capital político para oponerse a la nueva ofensiva minera que se viene. Se conocen los contactos que el gobierno de Bukele está haciendo con otros países en los últimos meses para que las empresas mineras con base en ellos consideren invertir en El Salvador.
Mientras Chico Montes y sus compañeros siguen contando sus días encerrados, la polícia se mueve en la comunidad, con matrículas falsas y oscuros propósitos. Se teme que estén urdiendo testimonios contra los activistas mediante coacciones y amenazas, entre una población atemorizada por tanta euforia programada a golpe de twitter y desprotegida por un estado de derecho en pleno retroceso.
Ese es el caso más conocido, quizás porque nadie contó con la fuerza de una comunidad acostumbrada a organizarse y pelear desde siempre. También por la comunidad internacional que ha venido acompañándola durante años: desde la Coordinadora estatal de ONGD solicitamos visitar a los líderes encerrados en Las Bartolinas, sin ningún éxito. Pero existen decenas de casos de sindicalistas y activistas criminalizados que merecen el mismo acuerpamiento por parte de todas las personas y organizaciones que trabajamos para que las libertades fundamentales no retrocedan, ni en El Salvador ni en ningún lugar del mundo. No es extraño que Bukele siga amenazando a organizaciones nacionales y extranjeras con la ilegalización o la expulsión, algo a lo que la UE, que ha programado una visita de observación en los próximos días, y los estados con influencia en El Salvador debería responder contundentemente. O sentarse a ver cómo crece la semilla de futuros conflictos en el país.
Santa Marta no está sola, Santa Marta no es un caso único, su lucha nos interpela. Abrazarla es responsabilidad de todos y todas.