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Conflictos bélicos
El tiempo de la Guerra Mundial
“Para Prusia-Alemania, en la actualidad no es posible ya ninguna otra guerra que la guerra mundial. Y ésta será una guerra mundial de escala y ferocidad sin precedente. De ocho a diez millones de soldados se aniquilarán mutuamente y, al hacerlo, devastarán toda Europa, hasta tal punto como nunca lo han hecho las nubes de langosta. La devastación causada por la Guerra de los Treinta Años, comprimida en un plazo de tres o cuatro años y extendida a todo el continente”.
Friedrich Engels (1887), prólogo al folleto de Segismundo Borkheim: En memoria de los ultrapatriotas alemanes, 1806-1807.
Guerra y capitalismo
Las corrientes críticas de las ciencias sociales han demostrado de manera concluyente que el fenómeno de las guerras a gran escala ha sido intrínseco a la lógica del capitalismo desde sus inicios. La guerra, en este contexto, representa una manifestación clara de la violencia estructural que impulsa la ferviente expansión del capital. Este fenómeno no es meramente resultado de motivaciones geopolíticas o ideológicas, sino que también se erige como un mecanismo destacado de acumulación mediante la desposesión de recursos y la depredación sobre territorios y poblaciones. En el ámbito del capitalismo contemporáneo, es evidente que las guerras proporcionan considerables ventajas a las élites y a las grandes corporaciones de dos maneras principales: a través del fomento del sumamente rentable complejo militar-industrial y mediante los beneficios derivados de las reconstrucciones posteriores a los conflictos bélicos. Creación destructiva y destrucción creativa, la quintaesencia del capitalismo.
Decrecimiento
Crisis climática Psicogenealogía del miedo al decrecimiento
La guerra capitalista se puede entender como una cuádruple confrontación: en primer lugar, como una competencia entre empresas y estados en un mundo globalizado; en segundo lugar, como un enfrentamiento entre las élites corporativas y las poblaciones a las que explotan en un contexto de la lucha de clases, etnias y géneros; en tercer lugar, como un conflicto entre las grandes potencias imperiales y los territorios que han invadido, colonizado y saqueado; y finalmente, como una agresión sistemática de los grandes poderes económicos contra la vida misma, es decir, contra la biosfera y los seres que la habitan, pues el capitalismo es biofóbico por naturaleza.
La guerra y la violencia estructural sistémica perpetúan la desigualdad global, militarizan las sociedades, reprimen las disidencias democráticas y restringen los derechos humanos
La guerra y la violencia estructural sistémica perpetúan la desigualdad global, militarizan las sociedades, reprimen las disidencias democráticas y restringen los derechos humanos. En el sistema capitalista, los Estados, controlados por las élites económicas y tecnocráticas armadas con su propia idea de racionalidad, desempeñan un papel fundamental en la competencia global por recursos y mercados. El imperialismo es la consecuencia inevitable de todo ello, ya que los Estados capitalistas más poderosos tienden a ejercer su dominio colonial sobre los países más débiles, imponiendo su influencia económica y política mediante la coerción y la fuerza militar, empobreciendo cada vez más a sus pueblos. Esta dinámica no solo perpetúa la violencia estructural a nivel global, sino que también refuerza la desigualdad y la explotación en el sistema-mundo capitalista.
Por otro lado, la “guerra contra la vida” se convierte en una metáfora para describir cómo el capitalismo, impulsado por la competencia, el deseo de crecimiento, la búsqueda incesante de beneficios y el mito del progreso, socava implacablemente la capacidad de la biosfera para sostener la vida en la Tierra. Esto se manifiesta en fenómenos como la explotación y privatización de recursos naturales, la contaminación y degradación ambiental o el desplazamiento de comunidades indígenas y locales, entre otros desastres planificados. Capitaloceno armado a pleno rendimiento. Todas estas agresiones tienen un impacto devastador en la conservación de la biodiversidad y en el clima, equiparable a una sistemática destrucción bélica. En suma, el capital genera guerra y la guerra genera capital. Ambos factores son inseparables, pues la simbiosis perversa entre ellos es total y totalitaria, y tiende a manifestarse como guerra mundial.
Las guerras mundiales de la abundancia
Históricamente existieron conflictos de alcance incipientemente global anteriores a la consolidación del capitalismo. Estos enfrentamientos involucraron a múltiples países y entidades políticas en extensos territorios, trascendiendo su origen europeo. Ejemplos notables de esto son las Cruzadas, o las invasiones mongolas o turcas. No obstante, debido a su naturaleza bélica y a su dinámica globalizadora, el desarrollo de capitalismo trajo consigo una proliferación de conflictos de alcance mundial, que bien podríamos denominar como “guerras mundiales precursoras”. Algunos ejemplos notables fueron las guerras de conquista en América iniciadas en el siglo XVI, la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), la Guerra de Sucesión (1701-1713) o las Guerras Napoleónicas (1803-1815). Con el despliegue de la Revolución Industrial durante el siglo XIX no solo proliferaron múltiples conflictos coloniales impulsados por los nuevos imperios capitalistas, sino debe citarse el caso de la Guerra de Crimea (1853-1856). Esta, debido a su complejidad y alcance geográfico, sirvió como preludio de conflictos mucho más grandes y catastróficos que ocurrieron en el siglo XX, hasta el punto de que algunos estudiosos, como Ugo Bardi, han propuesto denominarla como “Guerra Mundial Cero”.
En las escuelas críticas de ciencias sociales prevalece un amplio consenso en torno a la idea de que la simbiosis entre el capital y la guerra desencadenó tensiones notorias entre imperios y empresas capitalistas, que buscaban un crecimiento incesante e ilimitado. Estas tensiones, a su vez, generaron recurrentes crisis de superproducción que desembocaron en las dos guerras mundiales de la primera mitad del siglo XX. Estos conflictos se libraron en un contexto caracterizado por un marcado avance tecnológico y una abundancia de recursos, al menos para las principales potencias industriales involucradas. En ese momento, había un inmenso botín por conquistar, lo que permitió a los Estados beligerantes movilizar extensos ejércitos y recursos económicos para la guerra sin el temor de agotar sus suministros materiales.
En las escuelas críticas de ciencias sociales prevalece un amplio consenso en torno a la idea de que la simbiosis entre el capital y la guerra desencadenó tensiones notorias entre imperios y empresas capitalistas
De hecho, los dos conflictos mundiales estuvieron precedidos por intensas carreras armamentistas. El resultado fue la materialización de guerras de una destructividad sin precedentes en la historia. A pesar de que los contendientes inicialmente creían que serían conflictos de corta duración, la realidad fue diferente, y estas guerras se desarrollaron en fases distintas: una fase de prólogo, marcada por la acumulación explosiva de tensiones militares; una fase central de gran intensidad militar, caracterizada por la explosión catastrófica de las tensiones acumuladas y la progresiva incorporación de países en lucha; y una fase de epílogo, con estallidos conclusivos de ciclo bélico. En el caso de ambas guerras mundiales, el período que abarcó desde el inicio del prólogo hasta la conclusión del epílogo fue de aproximadamente veinte años.
Así, la Primera Guerra Mundial (1914-1918) fue precedida por conflictos como la Guerra entre Rusia y Japón (1904-1905), la Crisis de Agadir (1911), la Guerra de los Balcanes (1912-1913), y tras su fase central y más destructiva (1914-1918), hubo un epílogo entre 1919 y 1923, con una serie de eventos significativos, caso de la Guerra Greco-Turca (1919-1922), la Guerra Civil Rusa (1917-1922), la guerra entre Polonia y la Unión Soviética (1919-1921), o la ocupación franco-belga del Ruhr (1923-1925). De modo parecido, en el caso de la Segunda Guerra Mundial su fase central (1939-1945) vino precedida de un prólogo en el que se produjeron la invasión japonesa de Manchuria (1931), la invasión de Etiopía por Italia (1935), la invasión de China por Japón (1937), la Guerra Civil Española (1936-1939) y la invasión alemana de Austria y los Sudetes (1938). Posteriormente tuvo lugar un epílogo, que duró hasta 1949, en el que se produjeron varios conflictos destacados, como la Guerra Civil Griega (1946-1949), la Guerra Civil China (1945-1949), la Guerra Árabe-Israelí (1948) o la Crisis de Berlín (1948-1949).
La guerra mundial crónica
La llamada Guerra Fría se desarrolló como una serie de conflictos armados periféricos entre el capitalismo de mercado liberal y el capitalismo de estado “comunista”, todos ellos contenidos en el marco de la disuasión nuclear. Tras la caía del Muro de Berlín parecía que la idea del “fin de la historia”, impulsada por la convergencia del neoliberalismo y la hegemónica noción de un progreso infinito, había prevalecido. Sin embargo, en los veinticinco años posteriores este ilusorio estado de cosas comenzó a desmoronarse a medida que surgieron diversas crisis sistémicas. Estas abarcaron ámbitos económicos (2000, 2008), sociales (2011) y geopolíticos (2001, 2003, 2011), al tiempo que se agravaba la crisis energética y ecológica ya vislumbrada desde los años setenta del pasado siglo.
A partir de 2014 estallaron nuevos conflictos bélicos o se intensificaron otros previos, síi bien se fueron internacionalizando en un espacio geográfico crítico, en términos energéticos y materiales, que va desde el Cáucaso a Oriente Medio, pasando por África subsahariana y el Mar de China. Tal fue el caso de la Guerra en Siria e Irak, las guerras del Sahel en África occidental, la Guerra en Yemen, la Guerra de Libia, el incremento de las tensiones entre China y Taiwán (Movimiento de los Girasoles en Taiwán) y la guerra que estalló en el este de Ucrania con la anexión de Crimea por parte de Rusia y los combates entre fuerzas ucranianas y separatistas prorrusos en las regiones de Donetsk y Lugansk. Estos conflictos podrían haber constituido el prólogo de lo que algunos analistas consideran como el inicio de la Tercera Guerra Mundial, desencadenada por la invasión rusa de Ucrania el 24 de febrero de 2022. No obstante, es crucial subrayar que gran parte del mundo aún no es plenamente consciente de esta situación, tal como ocurrió en las guerras mundiales anteriores.
La guerra que está en marcha se asemeja a una suerte de Tercera Guerra Mundial crónica, que podría describirse como un conflicto global continuo, a modo de guerra civil global permanente
Sin embargo, existe una distinción fundamental entre una guerra mundial en un entorno de abundancia tecnoindustrial y una amplia disponibilidad de recursos, y una guerra mundial en un contexto caracterizado por la creciente escasez de recursos, capitalismo catabólico, sobrepasamiento generalizado y colapso ecosocial. En este último contexto de modernidad reductiva, que Will McIntosh denomina soft apocalypse, la guerra mundial en curso es tanto una consecuencia como una causa de una feroz competencia por los recursos esenciales para el mantenimiento del sistema, cuya disponibilidad disminuye en un entorno en el que capitalismo catabólico y colapso ecosocial se alimentan mutuamente. Los impactos de esta situación pueden ser demoledores para las poblaciones civiles, con un aumento de las hambrunas, el abandono, la mortalidad y un sufrimiento generalizado. Además, se corre el riesgo de que se intensifiquen los conflictos étnicos y sectarios, y de que se acelere la degradación social de vastas regiones del planeta. Esto, sin mencionar los peligros asociados al uso de armas de destrucción masiva. Por supuesto, este contexto bélico en desarrollo también agrava el daño a la biosfera y acelera el cambio climático, contribuyendo a una catástrofe ecológica de dimensiones alarmantes.
La guerra que está en marcha se asemeja, en realidad, a una suerte de Tercera Guerra Mundial crónica, que podría describirse como un conflicto global continuo, a modo de guerra civil global permanente. Esta nueva dinámica diluye la mecánica de fases observada en las guerras mundiales anteriores, que en algún momento llegaban a su fin. Aunque nunca se debe descartar la posibilidad de una autoaniquilación a gran escala mediante el uso de armas nucleares, algo que las élites mundiales han evitado históricamente para mantener su estructura de poder, una “guerra mundial crónica” podría constituir un escenario histórico inédito y extremadamente devastador. Con todo, sería un escenario coherente con la inercia “caníbal” (Nancy Fraser) o “autófaga” (Anselm Jappe) del capitalismo, que conduce hacia el genocidio y el ecocidio a escala global, mientras el sistema extrae provecho de la catástrofe por él inducida.
En una guerra mundial crónica, la lucha se puede prolongar por un período de tiempo significativamente más largo e indefinido que las dos guerras mundiales anteriores. Puede extenderse durante décadas, con episodios de escalada y desescalada, aunque el conflicto general persista. Involucraría múltiples países, alianzas y frentes de batalla cambiantes en diferentes regiones del mundo. Se haría con tecnología avanzada y formas híbridas muy desarrolladas, utilizando desde una especie de “acupuntura nuclear” (armas tácticas) para lograr avances o ventajas estratégicas en un campo de batalla fluctuante, hasta la guerra cibernética o el terrorismo molecular. Por otra parte, en un ambiente de guerra mundial crónica el crimen organizado reticular puede tender a fusionarse, todavía más, con la lógica capitalista en general.
Es muy probable que una guerra mundial crónica provoque una crisis humanitaria permanente, con millones de personas desplazadas, falta de recursos básicos y sufrimiento generalizado. El conflicto tendría un impacto desastroso en la economía global, intensificaría el agotamiento de los recursos materiales y financieros de todos los agentes implicados, transformaría radicalmente la estructura geopolítica y diplomática, radicalizaría los daños a la biosfera, trastornaría todavía más el clima, y propiciaría todo tipo de radicalismos y extremismos, con miles de millones de personas traumatizadas por la violencia permanente y la inseguridad constante. Dicho de otro modo, una Tercera Guerra Mundial crónica, en la que probablemente ya hemos ingresado, no va a dejar nada por afectar, ya que la conflagración desatada por el capitalismo crepuscular impulsa el colapso, a la vez que se alimenta desesperadamente de él. Parece que Marte llega para quedarse sentado sobre las ruinas del paraíso de Prometeo. En dicho escenario, el sistema interestatal se descompone, los privilegiados se blindan en áreas seguras, las zonas de sacrificio y exclusión se extienden, las sociedades se fracturan, la complejidad sistémica se ve afectada y solo en los luminosos intersticios de la nueva normalidad bélica aparecen frágiles semillas de emancipación.