We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Juventud
El tiempo y el amor son para los ricos
Hace unas semanas me rompieron el corazón. Digo semanas por no decir los días exactos y no parecer que me he vuelto completamente loca. Incluso en mi dolor me preocupo por mi apariencia, lo que piensen de mí, la forma en la que me veo. Fue una ruptura consensuada, llena de palabras de afecto y de recuerdos bonitos. Adulta, como la llamó él. La palabra ha estado muy presente en la relación y también en mi cabeza de 24 años desde que se acabó. Pienso en mis anteriores rupturas porque supongo que hay lugares en los que es imposible escapar de la comparación. Algunas han sido tan dramáticas que ahora me río de ellas, otras han dado igual, pero jamás había tenido una ruptura ‘adulta’.
A los 17 rompí con mi novio del instituto. Le escribí una carta en su cumpleaños donde decía que no podía seguir con el aburrimiento y la monotonía en la que se había transformado nuestra relación. También se lo dije a la cara, sentada en el ayuntamiento de mi pueblo al que ahora acudo a hacer entrevistas. Era febrero, llovía y hacía un frío terrible. No fue lo más adulto porque acordamos en darnos un tiempo que nunca terminó. De entonces recuerdo noches llorando tratando de que mis padres no me escucharan, días sin ducharme, las palabras cálidas de mis amigas tratando de reconfortarme cuando nos saltábamos alguna clase, llorar en los baños de la universidad… Entonces pude pasar por un duelo en todas sus fases y sacar todo el dolor que tenía. Recuerdo también acostarme con desconocidos en el proceso y el verano en el que empecé a sanar. No fue adulto pero tampoco se sintió como un amor de colegio.
A los veinte la enfermedad me trajo una nueva ruptura. Fue tranquila y poco visceral, como una muerte inevitable que ya está asumida. El tiempo hizo lo suyo ahí también aunque la herida costó que cicatrizara entre fiestas, amantes y besos. Entonces solo lloré un par de noches por el desamor y recé muchas otras por la otra persona. Fue hasta el momento lo más adulto que había conocido, hasta que hace días volvió a ocurrir. Una cosa curiosa de las rupturas es que pese a que cada dolor es diferente, todos se olvidan por igual. Cuando nos conocimos pensaba que para mí las rupturas de habían acabado no tanto por una idea romántica del amor, sino porque de verdad creía que había encontrado quien compartía la misma forma de amar. Creía que no volvería a ser como esos otros a los que parten el corazón, que mi ascensor amoroso había subido de nivel. Pero ya se sabe que solo con amor no es suficiente. Y llegó la conversación, las dudas, la distancia, las decisiones, el jarro de agua fría. Todo en la parte de atrás de un coche recién estrenado que nunca pensé que sería el escenario de un momento tan dramático. Lloramos mucho, tanto que creía que el cuerpo se nos daría la vuelta, igual que cuando vomitas sin tener nada más que echar. Y desde entonces no he podido volver a sacar una sola lágrima de mí. Al día siguiente regresé a hacer llamadas, a acudir a eventos, a escribir sin parar sobre lo que ocurre en mi zona como si todo siguiera igual. Desde entonces tengo el cuerpo dormido. Me cuesta estar ahí, parada en esa emoción el tiempo que haga falta porque precisamente es tiempo lo que no me sobra.
A ojos del mundo sigo siendo joven, pero no tanto como para llorar en medio de la calle o como para dejarlo todo porque me han roto el corazón. La adultez y todo lo que trae consigo también me han quitado las largas semanas de duelo post ruptura. Ya no soy una niña, ya no puedo llorar por lo que no es importante. Al menos, no en público. Por eso me repito una y otra vez que nada es tan importante, aunque eso implique dormirme las emociones para seguir siendo productiva.
El único momento en el que me permito que las emociones salgan es cuando mis amigas me preguntan ¿cómo estás?, ¿qué tal lo llevas? El primer pensamiento que se me pasa por la cabeza es que la procesión va por dentro, aunque con ellas saco mi Cristo sin vergüenza. Aún así, ninguna lágrima. Hay días que en mis mensajes se descifra un poco de rabia, en otros se escucha el cariño y pienso ‘qué fuerte que todas estás emociones salgan del mismo sitio’. No me gusta decir que tengo un agujero en el pecho, aunque la sensación sea parecida, porque eso implica que me han quitado el amor y yo aún tengo mucho para dar. Cuando hablo con amigos esa sensación se llena y las manos parecen no apretar tanto el pecho.
Silvia me hablaba el otro día de que un chico en OT olía la colonia de la chica que le gustaba cuando la echaba de menos. A mí mi último amor también me ha dejado varias cosas para que me acuerde de él y pienso en lo curioso que es el miedo a olvidar aún cuando sabemos que nuestras manos se separarán. La única vez que me han puesto un anillo en el dedo ha sido para recordar que el tiempo gira diferente cuando hay 400 kilómetros de por medio. Yo pensaba que la vez que alguien me lo regalase sería para sincronizar nuestro relojes. Con tiempo a veces tampoco es suficiente, ni para llorar ni para rabiar ni para querer. Al menos no para quienes la jornada laboral dura horas interminables, para quienes cuidan de alguien o para quienes no se pueden permitir parar. El descanso que supone amar y el alivio que acarrea llorar solo son patrimonio para quienes no se manchan las manos. Tierra de quién no la trabaja.
He escuchado tantas veces que el mundo es injusto que me he acostumbrado a que las injusticias pasen. ‘Algún día me reiré’, les digo a mis amigos que no saben cómo consolarme a pesar de las mil palabras que salen de sus bocas. Lo que yo sí sé es que pese a la escasez de tiempo y el correr de los días siempre ocupan alguna de mis horas porque el amor y el tiempo no bastan pero cuando aparecen, como migajas sobre el mantel, somos los primeros en darnos el que tenemos y eso, al menos para mí, ya es un consuelo.