Pensamiento
La cultura y el error transcendente

Quizás solo accediendo masivamente a la experiencia de encontrar y atravesar esta “rendija” ubicada en el núcleo de nuestra condición cultural sea posible alcanzar la sabiduría necesaria para superar el actual modelo antropocéntrico, patriarcal y ecocida de civilización, mediado e impulsado por el capitalismo durante los últimos siglos.

Profesor titular del Departamento de Sociología y Antropología Social de la Universitat de València. Autor de La condición global. Hacía una sociología de la globalización (2005), Sociología de la globalització. Anàlisi social d’un món en crisi (2013) o Ante el derrumbe. La crisis y nosotros (2015).

28 feb 2023 06:00

En un anterior artículo sosteníamos que para comprender por qué está colapsando sin remedio aparente nuestra moderna civilización termoindustrial, era necesario conocer los arraigados fundamentos míticos y psíquicos de la humanidad, que funcionan a la manera de una “memoria oscura”.

Por ello, para seguir indagando sin complejos en el mar de fondo que subyace al estado actual de la sociedad, entendemos que convendría tener muy en cuenta los históricos textos La función trascendente de Carl Gustav Jung (1916), y El malestar en la cultura de Sigmund Freud (1929).

Por un lado, un joven Jung, discípulo aventajado de Freud, formula la cuestión de la “función trascendente”, que no es otra cosa que la manera de hacer consciente aquello que está en el inconsciente (individual o colectivo), mediante un trabajo procesual de asimilación y de autoconocimiento, traducción psicológica de la vieja metáfora alquímica medieval. Jung insiste en que la función trascendente (que no es intelectual sino psíquica) se articula mediante la creación de símbolos culturales y la comprensión de sus significados (comprensión del sentido).

En esta situación, los arquetipos impresos en lo inconsciente —que según Jung son una especie de matrices energéticas para la acción vehiculadas por la cultura humana en sus diversas manifestaciones— proporcionan la clave interpretativa para el diálogo interno. La acción de esos arquetipos y los complejos arquetípicos derivados, expresados en mitologías y cosmovisiones culturales, ofrece la posibilidad de facilitar una nueva relación del yo con el inconsciente, que propicie, mediante un intenso trabajo personal, un progresivo redescubrimiento del una realidad más trascendente y compleja que desborda, e incluso conforma, la realidad material y sensorial inmediata. De este modo, es posible que las personas puedan acceder a un nivel superior de realización, de manera que la agregación de una considerable masa crítica de individuos realizados podría provocar transformaciones cruciales en el ámbito de lo colectivo.

Por otra parte, un Freud ya mayor, maestro ya muy distanciado de Jung, elabora en El malestar en la cultura una interpretación totalmente diferente de la anteriormente reseñada, pues se ubica en la negación del “sentimiento oceánico” que el escritor Romand Rollain evocara en su admirador Freud. Este mismo comienza su ensayo refiriéndose a dicho sentimiento y admitiendo que jamás lo ha experimentado, y tras excusarse en que “no es cómodo elaborar sentimientos en el crisol de la ciencia”, emprende un trabajo fundamentalmente mecanicista e intelectualizador, orientado a abortar cualquier veleidad de trascendencia. Este enfoque confiere a la obra de Freud un tono desencantado, desnudo y un tanto pesimista (realista para algunos), prefiriendo llevarlo todo al terreno fenoménico de la cultura humana. Para Freud, que constata un extendido y persistente malestar profundo en los individuos de la sociedad moderna, el supuesto “sentimiento oceánico” (que podríamos también catalogar como místico) no sería más que la manifestación (con un matiz casi patológico) de la separación traumática que acompaña al nacimiento del sujeto tras su fusión prenatal con la madre, de modo que, en última instancia, el deseo de “Unidad” expresaría, de la forma más o menos sublimada o sofisticada, un trauma infantil que la cultura intentará remediar sin conseguirlo satisfactoriamente.

Para Freud, la abrupta separación infantil y el proceso de crecimiento son indisociables del sufrimiento humano, por lo que para aliviar dicho sufrimiento se desarrollaría la cultura

Para Freud, la abrupta separación infantil y el proceso de crecimiento son indisociables del sufrimiento humano, por lo que para aliviar dicho sufrimiento se desarrollaría la cultura. Pero dicho alivio no sería gratuito, sino que comportaría el pago de un alto precio: la civilización como doblemente represora tanto de las exigencias instintivas de la líbido (Eros) como de la agresividad (Tanatos), que se condensarían en un Super Yo, configurado como un hábil policía interno capaz de instrumentalizar la conciencia de culpa. En este sentido, la cultura actuaría como una especie de sucedáneo de la felicidad o remedo de la añorada Unidad, aunque en realidad supondría un callejón sin salida, pues aliviaría el sufrimiento pero a costa de crear más. Al final de su ensayo, Freud cifra sus motivos de esperanza en una especie de ética que confíe más en la potenciación de las fuerzas de Eros que las de un Tánatos agigantado por el desarrollo de las fuerzas de la modernidad, pero sin que el desenlace del conflicto esté en modo alguno asegurado.

Obsérvese, pues, cómo ante el laberinto existencial que es la vida humana consciente, en el joven Jung la cultura aparece como una herramienta indirecta de acceso a unas vías de realización y plenitud personal, de autoconocimiento y de trascendencia mística del propio ego. Por el contrario, en el viejo Freud la cultura es una suerte de mecanismo que, si bien promete alivio contra el sufrimiento existencial del individuo, también lo acaba generando por otros lados. Aun pudiendo pecar de posible reduccionismo, bien se puede afirmar que para Jung la cultura es un campo abierto de posibilidades y potencialidades, mientras que para Freud es un territorio inestable y contradictorio, que acaba atrapando al sujeto en una angustiosa maraña.

La cultura y la experiencia humana

Desde la antropología y la sociología existe hoy en día cierto consenso en definir esencialmente la cultura como la producción simbólica de significado. Ello implica que la cultura define una condición ontológica común a los seres humanos, pues todos ellos son capaces de producir cultura, es decir, de producir complejos simbólicos que contienen significados diversos y más o menos codificados que deberán ser decodificados en función del acceso a cada sistema cultural específico. Además, dichos sistemas simbólicos son existencialmente significativos, pues determinan las diversas áreas de nuestra existencia humana y conforman nuestra definición de lo real.

El filósofo Rüdiger Safranski sostiene que la cultura es una especie de “segunda naturaleza” humana. Para Safranski, el animal humano es un producto fabricado a medias, no completamente acabado, con una insuficiente dotación instintiva y graves defectos naturales por lo que se refiere a aptitudes físicas de supervivencia, en comparación con el resto del reino animal. Sin embargo, y aunque parecería que la naturaleza lo ha dejado en la estacada, son esas mismas carencias naturales del ser humano las que le habrían proporcionado la posibilidad de hacerse él mismo cargo de su evolución para sobrevivir, es decir, para desarrollar su extraordinaria cultura.

Como señala el ensayista, por naturaleza el humano está abocado a lo artificial, o sea, a la cultura y la civilización, de forma que el animal no fijado engendra la “segunda naturaleza” cultural, por cuanto configura su naturaleza mediante la cultura. Por ello Safranski defiende que la cultura como segunda naturaleza es una especie de pararrayos o protector contra el miedo, los riesgos y los peligros que nos proporciona la naturaleza primigenia. Sin embargo, como demuestran el antropocentrismo milenario, el patriarcado o la evolución ecocida de la sociedad capitalista global, esta segunda naturaleza cultural también puede generar sistemas que ponen no solo en peligro la cultura como segunda naturaleza sino la primera naturaleza que nos acoge y define como especie.

De la trampa de la cultura a la salida del laberinto

Llegados a este punto, debemos mencionar un aspecto que tiene un interesante huella en El malestar en la cultura de Freud. Nos referimos a la idea de “trampa” inscrita en la cultura, que resuena en Safranski cuando nos dice que el hombre es un “animal no fijado” o acabado a medias, que debe completarse con la cultura. La “trampa” se aprecia en Freud cuando nos dibuja la cultura como la solución y el problema al mismo tiempo, como una especie de salvador poco fiable o bombero pirómano que se ocupa del problema del sufrimiento humano. Lo expresa con claridad meridiana cuando declara que “gran parte de la culpa por nuestra miseria la tiene lo que se llama nuestra cultura; seríamos mucho más felices si la resignáramos y volviéramos a encontrarnos en condiciones primitivas. Digo que es asombrosa porque, como quiera que se defina el concepto de cultura, es indudable que todo aquello con lo cual intentamos protegernos de la amenaza que acecha desde las fuentes del sufrimiento pertenece, justamente, a esa misma cultura”. Seguidamente, Freud pasa a atestiguar las represiones, los sentimientos de culpa y la infelicidad que produce la misma cultura.

Por el contrario, para las corrientes místicas, de las que bebe y participa Jung y su psicología analítica, el pecado original, la “trampa” cultural innata a la especie humana, es más bien un reto o un juego que plantea un enorme campo de potencialidades, entre ellas también las liberadoras y trascendentes. En Freud, pues, la trampa cultural nos introduce en un laberinto existencial sin aparente salida, mientras la función trascendente enunciada por Jung se perfila como el dispositivo básico para emprender el apasionante juego de intentar salir del laberinto (que actuaría como una suerte de Matrix o realidad aparente), para acceder a una realidad más profunda y absoluta, esencialmente emancipadora.

Debemos admitir como premisa que la cultura es la segunda naturaleza que confiere especificidad y distintividad a la especie humana

La cuestión es que debemos admitir como premisa que la cultura es la segunda naturaleza que confiere especificidad y distintividad a la especie humana. Es a través de la cultura —de las culturas— que los seres humanos podemos cultivar —eso es lo que significa literalmente la cultura— nuestras potencialidades como seres autoconscientes (homo sapiens sapiens, o seres que saben que saben). La cultura, por tanto, es una potencia canalizadora o traductora de la consciencia humana, capaz de hacer que construyamos y percibamos la realidad como seres individuales y sociales (realidad autocreada o autorecreada). La trampa cultural implica que, debido a la enorme potencia de la cultura para definir nuestra realidad, podemos llegar a creer que la realidad culturalmente definida es la auténtica y última realidad. En última instancia, este hecho apuntaría a la verdadera fuente del sufrimiento humano, pues es el apego del ego a esta realidad cultural (creída y creada) lo que acaba provocando fuentes de malestar e insatisfacción, como bien se ha encargado de señalar el budismo.

El problema es que aunque la realidad relativa es ilusoria y contingente, esto es, cultural, sus efectos son bien reales para nosotros. Ya lo señaló el sociólogo William Isaac Thomas en su famoso principio, “si los individuos definen las situaciones como reales, son reales en sus consecuencias”. A partir de ahí, y recurrentemente atrapado por la vertiente más destructiva de los arquetipos del inconsciente colectivo, el ser humano ha podido dedicarse a la depredación, a la competición ecocida, al intelectualismo cientifista, a la visión dualista del mundo, a las religiones doctrinarias o a la creación de un mundo desigual, injusto, violento y estúpido, como el que progresa a marchas forzadas hacia el colapso ecosocial. El resultado ha sido el incremento del sufrimiento y una sensación muy semejante a la que produce la lectura de El malestar en la cultura: esto es, que la cultura es tanto la solución como el problema. Mediante este comportamiento cultural de la conciencia solo Matrix es el mundo real, hasta el punto de que no hay ninguna conciencia de que “eso” sea Matrix, puesto que nadie cuestiona que ese es el “único” mundo existente. Por esa razón, tanto desde el cientifismo y sus respectivas ortodoxias académicas como desde la religión doctrinaria y sus respectivas teologías, los cuestionamientos emanados desde lecturas alternativas de la realidad, igualmente hijos de nuestra potencia cultural, capaces de poner en evidencia la existencia de Matrix y conduir a horizontes emancipadores, han sido sistemática e históricamente laminados, ocultados o reprimidos, dado que sus represores defienden las visiones dominantes de la realidad relativa.

Es la existencia de tales cuestionamientos disidentes, bien de las ideas hegemónicas ligadas al cientifismo moderno, bien de las doctrinas religiosas tradicionales, lo que nos pone en la pista de un crucial “defecto de diseño” a considerar en el centro mismo de la cultura, un “defecto” que podemos denominar como “error transcendente”. Dicho error consiste en que a partir de nuestra potencia cultural (que nunca olvidemos que es natural) podemos llegar a señalar y a cuestionar la trampa estructural que constituye la propia cultura, esto es, su enorme tendencia a hacer creer que la realidad que ella crea es la única realidad, forjando así un círculo infernal (la creencia genera la creación, que a su vez ratifica la creencia, reafirmando el ego creyente y creador).

Si nos fijamos bien, a partir de la puesta en paréntesis del ego (y ello también es un descubrimiento cultural), podemos encontrar atisbos, vislumbres o pistas (momentos de “sentimiento oceánico”y “mística salvaje”) de una realidad absoluta transcendente (la Realidad, que dirían algunos místicos) que está conteniendo lo que nosotros creemos que es la realidad inmanente, es decir, Matrix. Dicho de manera gráfica, es como si en medio del enorme bloque de la realidad definida por nosotros —llevados por nuestra potencia cultural— como realidad auténtica, apareciera una pequeña grieta o rendija a través de la cual podemos escapar del mundo que creemos real para acceder a otro mundo desconocido, que los más diversos movimientos espirituales, teologías apofáticas o filosofías perennes definen como lo “inefable” e “indecible” (el reino del Tao), y que Jung describe en parte como el inconsciente colectivo, poblado de esos arquetipos que son tanto culturales como naturales, a modo de “órganos psíquicos”. En último extremo, es desde nuestro potencial libre albedrío y el consiguiente acceso a una diversidad de opciones, como podemos evitar quedar atrapados en Matrix.

Es decir, en el corazón mismo de la gran trampa inherente a la cultura humana aparece ese error trancendente, que los orientales, especialmente la tradición zen, identifican con un pequeño gran tesoro o “perla”, capaz de provocar el “despertar” (que en realidad sería un recordar) para acercarse al mundo de la Unidad. O lo que es lo mismo, el autoconocimiento que supone la función trascendente actuaría como la brújula correcta para encontrar esa pequeña rendija capaz de introducirnos más allá de nuestra realidad relativa, es decir, más allá de Matrix. De esta forma, la energía-consciencia de la realidad última se autoreconocería (necesariamente) a través de las imperfecciones propias de la cultura humana. Sin dichas imperfecciones, sin tal trampa estructural, que tiene mucho de olvido existencial, sería imposible el “despertar”, porque en última instancia sólo desde la cultura misma sería posible trascender la cultura.

En consecuencia, la cultura humana sería un juego desafiante que contendría su propia solución: el camino hacia la realización, navegando por un proceloso mar donde resuenan continuamente los cánticos de sirena de los complejos psicológicos arquetípicos que tienden a influenciar y modelar a los seres humanos. O, como parece desprenderse de los escritos de Slavoj Zizek, solo el descenso crudo al “desierto de lo real” puede permitir ponerse a su altura para trascenderlo, o como mínimo, para convivir con él sin sufrir inútilmente. Como el mismo autor señala: “Y si el descenso de Dios al hombre, lejos de ser un acto de gracia a favor de la humanidad, fuera la única manera que tiene Dios de alcanzar la plena realidad y liberarse de la sofocantes limitaciones de la eternidad? ¿Por qué no suponer que Dios se realiza solo a través del reconocimiento humano?”.

Curiosa paradoja, que sin embargo podría acercarnos a la clave del laberinto existencial del ser humano y ayudar a desvelar el misterio de su característica condición cultural. Por ello, quizás solo accediendo masivamente a la experiencia de encontrar y atravesar esta “rendija” ubicada en el núcleo de nuestra condición cultural, sea posible alcanzar la sabiduría necesaria para superar el actual modelo antropocéntrico, patriarcal y ecocida de civilización, mediado e impulsado por el capitalismo durante los últimos siglos. Quizá, solo así sea posible rehacer la relación con Gaia y el Cosmos desde una perspectiva realmente simbioética.


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