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En 1964, los estudiantes de la Universidad de California en Berkeley organizaron una sentada en el Salón Sproul para protestar contra las restricciones en el campus al activismo político. Gritando a través de su megáfono, Mario Savio, el líder del Movimiento por la Libertad de Expresión, comparó a la sociedad moderna con una máquina engrasada, insensible y sorda que tenía que ser detenida.
“Hay un momento en el que la actividad de la máquina se hace tan detestable, poniéndote la muerte en el alma, que no puedes participar en ella. ¡Ni siquiera puedes formar parte de ella de una forma pasiva! ¡Y tienes que poner tu cuerpo sobre los engranajes y sobre las ruedas, sobre las palancas, sobre todos los aparatos, y tienes que hacer que se detenga! ¡Y tienes que indicar a la gente que lo controla, a la gente que lo posee, que, a menos que tú seas libre, no se dejará de ninguna manera que la máquina siga funcionando!”.
Cuatro años después, estudiantes de todo el mundo parecían haber cumplido las palabras de Savio. En Italia, la ocupación de la Universidad de Turín en 1967 inició una ocupación generalizada por parte de los estudiantes de los campus de Florencia, Pisa, Venecia, Milán, Nápoles, Padua y Bolonia. En marzo de 1968, los disturbios generalizados habían paralizado todo el sistema de educación superior en Italia. Decenas de miles de estudiantes fueron a la huelga; las universidades fueron sitiadas u ocupadas; y los profesores se encontraron con clases cerradas o vacías.
En 1968 en Francia las protestas estudiantiles comenzaron en Nanterre y pronto se trasladaron a ocupaciones en todo el sistema universitario francés. El mismo año, los estudiantes alemanes ocuparon la Universidad Libre de Berlín y montaron barricadas en las entradas de los campus en Frankfurt, Hamburgo, Göttingen y Aachen mientras que los estudiantes de secundaria y universitarios en México ocupaban los edificios de sus escuelas bajo el eslogan “¡No queremos los Juegos Olímpicos, queremos una revolución!”
En los Estados Unidos, la ocupación de la Universidad de Columbia en 1968 por los Estudiantes por una Sociedad Democrática (SDS en sus siglas en inglés) fue, en dos años, replicada en todo el país por una huelga de más de cuatro millones de estudiantes —350.000 facultades en más de 800 universidades—, ocupando edificios universitarios y quemando oficinas de reclutamiento del ejército. Entre el 1 de mayo y el 30 de junio de 1970, casi un tercio de todas las universidades norteamericanas presenciaron “incidentes que resultaron en la interrupción del normal funcionamiento de la universidad”.
Inicialmente centradas en los campus, los estudiantes pronto llevaron sus tácticas fuera de la universidad para interrumpir la normalidad de toda la sociedad. En los Estados Unidos, los estudiantes bloquearon las vías del ferrocarril y las calles, y organizaron sentadas en las autopistas para hacer que los conductores se detuvieran y participaran en debates sobre el estado de la nación —aunque cómo de bien funcionó esta táctica está todavía abierto al debate—. Los manifestantes contra la guerra ocuparon las escaleras del Pentágono al grito de “¡De ninguna manera, no iremos!”, bloquearon los centros de reclutamiento e impidieron el paso a los que se querían alistar, en un intento de detener el envío de estadounidenses para luchar en la guerra en Vietnam. En mayo de 1971, 35.000 manifestantes contra la guerra ocuparon el parque de West Potomac en Washington, anunciando que “ya que el gobierno no había parado la guerra de Vietnam, ellos pararían el gobierno”.
Incluso el solidario Sartre resaltaba que “un régimen no es derrocado por 100.000 estudiantes desarmados, no importa cuánto valor tengan”.
En 1966, grupos de estudiantes de Berlín occidental bloquearon el tráfico invitando a los que pasaban por allí a que se unieran. Dos años después la nueva izquierda alemana estaba montando barricadas en las calles y volcando los camiones que repartían la revista de la editorial Springer para parar físicamente la distribución de reportajes falsos sobre sus actividades.
En 1968 en Francia el gobierno toma medidas severas en las universidades por la construcción de barricadas en las calles de París y el aumento de las ocupaciones de fábricas que lo paralizaron durante la mayor parte de los meses de mayo y junio. En total, solo entre 1968 y 1970 diez millones de estudiantes y trabajadores a lo largo del atlántico, en masa y de forma espontánea ocuparon miles de universidades y fábricas, tomando el control efectivo de sus lugares de estudio y trabajo.
Ni Marx ni Coca-Cola
Casi inmediatamente, las acciones no violentas de la nueva izquierda produjeron numerosas críticas. El militante de izquierda Pierre Goldman afirmó que los estudiantes de la nueva izquierda estaban “cumpliendo su deseo de hacer historia usando formas egocentristas y lúdicas”. Los críticos izquierdistas vituperaban las protestas de los estudiantes: “durante unas semanas, (los rebeldes) eran los dominadores, no de la sociedad francesa, ni siquiera de sus sistemas universitarios, sino de sus muros”. Para muchos que pertenecían a la generación anterior, la imaginación había tomado el poder en 1968 —pero era sólo un poder imaginario—. “Ya que no querían que la sociedad fuese un espectáculo”, continuaron las críticas condenatorias, “confundieron un espectáculo con la sociedad”.Incluso el solidario Sartre resaltaba que “un régimen no es derrocado por 100.000 estudiantes desarmados, no importa cuánto valor tengan”. Esta comprensión de la nueva izquierda como una guerra entre el Estado omnipotente desde el punto vista militar y los estudiantes desarmados y a la deriva en un contexto de acción puramente de acción y simbólico ha sido una cantinela casi constante en el último medio siglo.
El fantasma de Lenin babea sobre este y muchísimos otros comentarios similares que juzgan 1968 por su potencial para apropiarse del poder económico y político. Como Lenin, ven la nueva izquierda a través de los ojos del Estado, como algo que suponía o no una amenaza para él. Desde esta atalaya, como escribe Kristin Ross en Mayo del 68 y sus vidas posteriores, “la gente en la calle es gente siempre dispuesta a fracasar en la conquista del poder estatal”. Tales comentarios no pueden sino ayudar a ver 1968 como la reconstrucción egocéntrica, simbólica y fallida que los trabajadores habían intentado tiempo antes, tal y como el periodista británico David Caute describió esos acontecimientos como “el patio de recreo” de los chicos de clase media “representando sus rebeliones de guardería”.
En los años 80, a los críticos de la vieja izquierda se unieron otros comentaristas. Estos recién llegados —incluyendo los mismos participantes de 1968, pero más viejos— describían la nueva izquierda como una revuelta “cultural” o “generacional”, como el nacimiento de una era de expresión personal que sería pronto recuperada para ponerla al servicio del capitalismo de consumo; y, más recientemente, como una forma de permitir la “revolución” de las comunicaciones representada por Internet. En su celebración de la juventud que empuja las barreras de la formalidad y de la creatividad personal sin restricciones, cada una de estas interpretaciones más nuevas simultáneamente ensalzaba a los individuos y al individualismo, mientras renegaban de la esencia política colectiva de 1968. Mientras la vieja izquierda afirmaba que “no había pasado nada” en 1968, estas nuevas interpretaciones reivindicaban su conexión teleológica con lo que nos hemos convertido hoy.
Las luchas de liberación en el Tercer Mundo, particularmente la resistencia del pueblo vietnamita a la dominación extranjera, sirvieron de catalizador del nacimiento de la nueva izquierda a lo largo del mundo atlántico
Ambas interpretaciones malinterpretan lo que muchos activistas intentaron hacer. Lo que se ha perdido en estas críticas es la política emancipatoria, anti—imperialista, global y colectiva de 1968. Los activistas del black power y por los derechos civiles, los estudiantes en París, Ciudad de Méjico, Berlín, Berkeley y Nueva York y las feministas que se identificaban como mujeres del Tercer Mundo articularon una política anti-imperialista que aumentó el conocimiento económico existente de la opresión para incluir la política exterior, las relaciones sociales domésticas y la conciencia individual. El anti-imperialismo de 1968 y la nueva izquierda enseñan lecciones importantes para la política de la liberación de hoy en día.
Una política del anti-imperialismo
El año 1956 fue clave para la emergencia de la nueva izquierda. En el período de unos pocos meses, que comenzó a finales de septiembre, los británicos y franceses invadieron Egipto para reafirmar el control occidental sobre el Canal de Suez, el gobierno socialdemócrata francés comenzó una persecución brutal contra los luchadores por la libertad de Argelia en la batalla de Argel, y los tanques del Ejército Rojo entraron en Hungría.Estas intervenciones fueron una llamada de atención para muchos en la izquierda, mostrando la violencia imperial tanto de la Unión Soviética como de Occidente. Una década antes, los teóricos de la Escuela de Frankfurt, Theodor Adorno y Max Horkheimer afirmaban en La dialéctica de la Ilustración que “todo el mundo ilustrado irradia el desastre de forma triunfal”. Afirmaban que la gestión administrativa y científica de la sociedad, más que garantizar la liberación humana, había conducido a las cámaras de gas de Auschwitz. Ahora, parecía que, allí donde miraba la izquierda, los mitos del progreso racional y tecnocrático, promovidos por sus propias sociedades, se habían hecho añicos al confrontarse con la dura realidad de los tanques soviéticos, del napalm y de la amenaza real del armagedón termonuclear.
Los años ‘60 vieron aumentar estos horrores de una forma más aguda. La guerra de Estados Unidos en Vietnam, la intervención fallida en Cuba, la normalización de la tortura por parte de los franceses en Argelia, la invasión soviética de Checoslovaquia y el apoyo político y militar de Occidente a los regímenes represivos en América Latina, África y Oriente Medio enfatizaron la opresión imperial a lo largo de un nuevo eje imaginario norte/sur.
Sin embargo, a diferencia de la complacencia de la izquierda norteamericana y europea, el Tercer Mundo estaba contraatacando. En Cuba, Argelia y Vietnam hombres y mujeres corrientes tomaron las armas para interrumpir y destruir los regímenes imperiales de sus países. Estas luchas de liberación en el Tercer Mundo, particularmente la resistencia del pueblo vietnamita a la dominación extranjera, sirvieron de catalizador del nacimiento de la nueva izquierda a lo largo del mundo atlántico. Desde su comienzo, la nueva izquierda fue profundamente internacionalista, tomando la inspiración, las tácticas y las formas de subjetividad de los escritos y las luchas de los revolucionarios del Tercer Mundo.
Tal y como decían los yippies: “No estamos protestando por conseguir ninguna mierda para que podamos volver a nuestras vidas ‘normales’: ¡nuestras vidas ‘normales’ están jodidas!”
El principio que guiaba a esta nueva izquierda era el anti—imperialismo. Veían al mundo gobernado por una autoridad imperial, una maquinaria sorda, insensible y global que movilizaba los cuerpos y creaba simultáneamente el deseo de comprar sus productos y de llevar a cabo sus políticas genocidas. El miembro de la SDS Tom Hayden afirmó, en relación con las ocupaciones de la universidad de Columbia en 1968, que “los estudiantes de Columbia estaban tomando una visión revolucionaria e internacionalista de sí mismos en oposición al imperialismo”. Querían “parar la maquinaria ya que ésta no había sido creada para servir a los fines humanos”.
Aunque expresado de maneras diferentes, la nueva izquierda compartía el sentimiento de que la organización existente de los seres humanos —cómo se relacionaban entre ellos, los modos en los que hablaban, lo que veían y deseaban— era un mecanismo de control social. Para los activistas de la nueva izquierda, estos mecanismos más sutiles iban de la mano con la opresión económica y estatal para colonizar las vidas y las mentes de los seres humanos en la era “post-industrial”. Tal y como afirmaba Eldridge Cleaver, del Partido de los Panteras Negras para la Autodefensa: “La gente está colonizada, oprimida y explotada en todos los niveles. Intelectualmente, políticamente, económicamente, emocionalmente, sexualmente y espiritualmente; todos estamos oprimidos, explotados, colonizados”.
La crítica general del imperialismo es crucial para entender la política de la nueva izquierda. Para ésta, el orden social no estaba simplemente en las manos equivocadas —algo que podría ser reformado o conquistado— sino que era en sí mismo sospechoso. El anti-imperialismo, en este sentido, no significaba ni la modificación ni la conquista del poder sino, más bien, y de modo más profundo, la destrucción o la autonomía con respecto a él. Tal y como afirmaba la activista estudiantil italiana, y posterior historiadora de la cultura, Luisa Passerini en Autobiografía de una generación: Italia 1968, “nos dimos cuenta de que, a pesar de su fascinación, la idea de un asalto al Palacio de invierno era arcaica”.
La nueva izquierda, tanto al atacar a un sistema patriarcal o racista, a la guerra de Vietnam o a la complicidad de la Universidad en ella, dirigió su acción política tanto a retirarse de o a interrumpir completamente el movimiento opresivo del mundo que les rodeaba. Tal y como decía un panfleto estudiantil en Berkeley, “no tenemos la intención de pedirles a nuestros líderes que actúen en nuestro nombre. Ya no estamos interesados en protestar por las políticas de otros. La reconstitución trata de hacer nuestra propia política”. El popular eslogan de la revuelta estudiantil francesa se hizo eco de este sentimiento: “No pediremos/ No demandaremos / Tomaremos y ocuparemos”.
Para los estudiantes más ingenuos de los grupos militantes a ambos lados del Atlántico, la política se convirtió menos en hacer proclamas a favor de la inclusión o por llevar a cabo reformas y cada vez más en un rechazo total del sistema socio-político. Tal y como afirmaban los Yippies de forma provocadora, “no estamos protestando por ningún tipo de 'problema'; estamos protestando por la civilización occidental. No estamos protestando por conseguir ninguna mierda para que podamos volver a nuestras vidas 'normales': ¡nuestras vidas 'normales están jodidas!” O, en palabras de Stokely Carmichael: “Cuando hablas del Black Power hablas de poner al país de rodillas... de destruir todo lo que ha creado la civilización occidental”.
El anti-plan de estudios, los cursos de educación alternativos y las universidades “críticas o libres” fueron muchas veces fundadas durante o poco después de las ocupaciones y huelgas estudiantiles
El anti-imperialismo se oponía a la invasión del control social en los dominios individual y comunitario, institucional y nacional de la existencia humana. En su lugar afirmaba la autonomía de estas esferas, esforzándose en detener la máquina de guerra, la intrusión policial en los barrios negros y en redefinir los roles, percepciones y lenguajes de la sociedad en la vida cotidiana. Aunque la nueva izquierda usó varios términos para los mecanismos imperiales de control social —"la máquina”, “el establishment”, “el régimen”, “el hombre”— el término más común fue la policía.
La policía describía su manifestación literal así como el sentido amplio de la prescripción y vigilancia de la sociedad moderna de los deseos y horizontes, del reparto de roles y del universo de experimentación de sus miembros. La policía y lo policial se convirtieron en conceptos centrales en el entendimiento de la nueva izquierda de la subyugación, un objetivo con múltiples capas para la política anti-imperialista que llevaron a cabo para liberar sus vidas.
Interrumpir la autoridad en la vida cotidiana
A lo largo de toda la costa Este, los activistas de la nueva izquierda cuestionaron la jerarquía y el autoritarismo de las sociedades capitalistas liberales e interrumpieron sus mecanismos de vigilancia. Ya que los estudiantes constituían el mayor número dentro de la nueva izquierda, la educación fue un objetivo desde el comienzo. Las ocupaciones de estudiantes conectaban el sistema educativo dentro de las universidades con el rol de la universidad dentro de la sociedad. Interrumpían los exámenes, los “centros de control” de la educación que condicionaban a los estudiantes a aceptar arbitrariamente la autoridad y la jerarquía dentro de las aulas y facilitaban su inmersión dentro de la sociedad en general.
Los estudiantes también cuestionaron lo que les estaban enseñando. Afirmaron que la educación superior había perdido su función crítica, convirtiéndose en un lugar donde a los futuros líderes se les inculcaban los principios y reglas del orden social. “La educación universitaria ha sido reducida a la adquisición de capacidades tecnocráticas... el entrenamiento vocacional para los investigadores de mercado, los administradores de personal y los planificadores de inversiones del futuro”, afirmaba Robin Blackburn en Una breve guía de la ideología burguesa.
Los estudiantes buscaban interrumpir esta función integradora de la educación, bloquear la reproducción de la sociedad en su forma existente. “Rechazamos el papel que se nos ha asignado: no seremos entrenados como vuestros perros policías”, escribió un estudiante en las paredes de Nanterre. Tal y como afirmó Alain Touraine, el sociólogo francés que fue testigo de primera mano en la insurrección de Nanterre, los levantamientos estudiantiles de 1968 trataban de “transformar la relación entre el joven y la sociedad. Se le enseñaba para entrar en la sociedad; él quería aprender cómo cambiarla”.
Las ocupaciones estudiantiles y las huelgas, que resultaron en clases bloqueadas o vacías, fueron acompañadas de iniciativas para modernizar el sistema de educación superior. El anti-plan de estudios, los cursos de educación alternativos y las universidades “críticas o libres” fueron muchas veces fundadas durante o poco después de las ocupaciones y huelgas estudiantiles. Propuesta por primera vez y puesta en práctica por el Movimiento por la Libertad de Expresión en la UC de Berkeley en 1969, la Universidad libre de Berkeley (FUB) ofrecía 119 cursos con títulos como “Dialéctica de la alienación” y “Acción y pensamiento revolucionario”. Para 1970 había 300-500 universidades libres o críticas en los Estados Unidos con, aproximadamente, 100.000 estudiantes asistiendo a uno o más de sus cursos.
La nueva izquierda blanca prefirió —y tuvo el lujo de— la insolencia por encima de la confrontación violenta como modo de despojarse de la autoridad establecida
Durante la ocupación de la Universidad de Trento en el norte de Italia, los estudiantes insurgentes publicaron un anti-plan de estudios que desafiaba tanto a la forma como al contenido de la educación administrada por la universidad. Un año después, los mismos grupos hicieron circular el “Manifiesto por una universidad negativa”, un plan de acción para reformar radicalmente la universidad desde un instrumento de dominación de clase a uno de liberación.
En 1968, se habían establecido universidades libres en Inglaterra, Alemania occidental, Francia, Canadá y Holanda. A través de estas contra-instituciones el vocabulario académico fue despojado de su “falsa neutralidad” y moralizado radicalmente. Tal y como escribió un estudiante francés en las paredes de la Sorbona: “Si te hacen un examen, responde con preguntas”.
La naturaleza autoritaria y jerárquica de la educación reflejaba la sociedad que la había creado. El mayor problema para la nueva izquierda era la colonización de la vida cotidiana.
Principalmente, existía la presencia literal de la policía, que la nueva izquierda blanca veía en la guardia nacional o de los antidisturbios y los negros, de forma cotidiana, como policías de barrio en sus comunidades. En este contexto, la descolonización significaba confrontarse a la autoridad que la policía ejercía sobre las vidas humanas. “¡Liberar la Sorbona de la ocupación policial!” se convirtió en una demanda principal de las revueltas estudiantiles de 1968, pronto replicada en otras universidades en Europa.
En los Estados Unidos, la descolonización fue el motivo explícito para la formación del Partido Pantera Negra en 1966, cuyas patrullas armadas se convirtieron en la sombra de las fuerzas de la ley, interrumpiendo sus intentos de controlar racialmente a la “colonia negra”. De modo significativo, sus proyectos de descolonización de los barrios adoptaron todo el espectro de la política anti-imperialista, desde la confrontación al dominio depredador de los dueños de los barrios —una iniciativa también llevado a cabo por los Young Lords latinos de Chicago y Nueva York— hasta la quema de las cartas de reclutamiento, rechazando “luchar y matar a otras personas de color que... están siendo víctimas del gobierno racista blanco de Estados Unidos”.
Raoul Vaneigem: “La gente que habla de revolución y lucha de clase sin referirse explícitamente a la vida cotidiana, sin entender qué tiene de subversivo el rechazo a las constricciones, esa gente tiene un cadáver en la boca”
Para otros miembros de la nueva izquierda, principalmente blancos y con estudios, la policía se convirtió en una sinécdoque del orden social en su totalidad, un epíteto generalizado para las tendencias autoritarias dentro de la sociedad y el individuo. A través de esta ecuación, la nueva izquierda señaló a la autoridad misma como fundamentalmente anti-social. Para la mayoría, la nueva izquierda blanca prefirió —y tuvo el lujo de— la insolencia por encima de la confrontación violenta como modo de despojarse de la autoridad establecida.
El primer principio del Manifiesto Antiautoritario de la Vanguardia Artística, publicado por el colectivo alemán Gruppe Spur en 1961, afirmaba que: “quien no vea a la política, el gobierno, la iglesia, la industria, el ejército, los partidos políticos y las organizaciones sociales como una broma no tiene nada que ver con nosotros”. El yippie Jerry Rubin, en sus tres comparecencias ante el Comité de actividades antiamericanas, se vistió como un soldado de la guerra civil americana, como un guerrillero armado descamisado y como Santa Claus. Incluso Eldridge Cleaver, que optó por un enfoque más militante, vio el mérito de la insolencia. “Un cerdo del que te ríes es un cerdo muerto, asado al estilo Yippie”.
Estas provocaciones hacia la autoridad existente eran parte de un proyecto más grande de interrupción de los comportamientos y normas habituales de la sociedad moderna, la auto-vigilancia que permitía la operación sutil del capital. A la cabeza de estas iniciativas estaba el pequeño grupo de artistas/activistas que formaban la Internacional Situacionista (IS). Para los situacionistas, los conceptos económicos marxianos de alienación, cosificación y fetichismo de la mercancía habían ido más allá de la economía para colonizar todos los aspectos de la existencia humana, imposibilitando verdaderos encuentros entre los seres humanos.
Para contrarrestar lo que ellos denominaron “la sociedad del espectáculo”, la IS organizó interrupciones públicas para sacar a los seres humanos de su sumisión acrítica al capitalismo de consumo. Denominadas “situaciones”, estos breves momentos revelaban la colonización de la vida cotidiana, interrumpiendo sus mecanismos y flujos. Para el teórico belga de la IS Raoul Vaneigem, la interrupción era un paso esencial hacia la liberación: “La gente que habla de revolución y lucha de clase sin referirse explícitamente a la vida cotidiana, sin entender qué tiene de subversivo el rechazo a las constricciones, esa gente tiene un cadáver en la boca”.
Las frecuentes, teatrales y lúdicas interrupciones de la vida cotidiana fueron adoptadas por muchos grupos de la nueva izquierda. En Ámsterdam, los provos holandeses causaron estragos en las horas de mayor tráfico liberando a miles de pollos en las calles; mientras, los estudiantes de la Universidad de California, Santa Bárbara, llegaron a cortar la calle principal que llevaba al campus llenándola de grasa. En 1970, más de mil estudiantes en la Universidad de Connecticut entraron en un edificio de entrenamiento de oficiales de reserva (ROTC en sus siglas en inglés) armados con brochas y pintaron las paredes con flores, dibujos animados y símbolos de la paz. Los Yippies llevaron el pánico al edificio de la Bolsa de Nueva York tirando dinero al suelo y organizando una “yip—in” que colapsó la estación de Grand—Central antes de que fuera disuelta brutalmente por la policía.
En ambos casos, los Yippies apuntaron a los lugares de circulación más famosos de la ciudad, interrumpiendo momentáneamente el flujo del capital financiero y de seres humanos dentro de la economía del movimiento. El objetivo de tales interrupciones, tal y como afirmó el grupo situacionista de Alemania occidental Subversive Aktion, era “interrumpir las influencias en el individuo producida por la sociedad, permitiéndoles ponerlas en suspenso y reflexionar, de tal modo que pudieran definirse independientemente de la autoridad”.
Descolonizar el yo
Para Marcuse, esta servidumbre “voluntaria", internalizada de tal modo que se ha convertido en una segunda naturaleza, va en contra de cualquier cambio que la pueda interrumpir. Dentro del capitalismo industrial avanzado, los roles sociales, las experiencias, las ambiciones y los deseos del individuo habían sido colonizados de tal manera por el capitalismo de consumo que los humanos ni siquiera eran conscientes de su subyugación. Las cosas que queríamos, veíamos, lo que decíamos y sentíamos nos encarcelaban dentro de una sociedad que no habíamos creado. En resumen, nos habíamos convertido en nuestra propia policía.
Una solución era abrir una brecha entre el individuo y la sociedad administrada, interrumpir el mecanismo por el cual los seres humanos internalizaban su visión del mundo como si fuera propia. “Para cuestionar la sociedad en la que ‘vives”, decía un eslogan de Mayo de 1968, “debes, en primer lugar, ser capaz de cuestionarte a ti mismo”. Los Yippies se hicieron eco de este sentimiento en los Estados Unidos: “[Nosotros] creemos que no puede haber revolución social sin una revolución de la mente, y no puede haber revolución de la mente sin revolución social”. Los activistas atacaron lo que ellos creían que eran los dos principales mecanismos de la colonización individual: el lenguaje y la percepción.
“Vivimos dentro de un lenguaje igual que vivimos dentro del aire contaminado”, escribió Guy Debord. “El problema del lenguaje está en el corazón de todas las luchas entre las fuerzas que luchan por abolir la alienación actual y aquellos que luchan para mantenerla”. Una crítica esencial hecha por la nueva izquierda fue la de cómo el discurso se había convertido en un modo de colonización y vigilancia de la población. Los activistas veían dos formas de colonización lingüística: una reproducción acrítica e individual de las palabras —y, por tanto, de los conceptos— necesaria para la guerra y las máquinas de consumo y la esterilización del discurso que una vez fue subversivo y que ahora estaba reincorporado a la sociedad establecida —una “recuperación” que tuvo lugar de forma cada vez más creciente a través de la publicidad: “¡Una revolución en el aceite de motor!”, etc.
Los juegos de palabras y la inversión del significado interrumpieron la internalización acrítica individual del lenguaje del orden social. Estas tácticas eran evidentes en la nueva izquierda, desde el “flower power” de los hippies poniendo flores en los cañones de las armas de los soldados y de la policía al eslogan del Black Power “Black is Beautiful”, que interrumpía siglos de asociación del concepto occidental con el color blanco. El lenguaje disruptivo fue empleado para deslegitimar la autoridad, como cuando los Panteras Negras llamaron cerdos a los oficiales elegidos y tradujeron sus discursos como “oink oink”. También fue usado para desacreditar las frases oficiales de la sumisión como “sé realista", a la cual la revuelta de Mayo del 68 le añadió la famosa frase “exige lo imposible”.
En 1968, los comités d'action surgieron en fábricas, barrios, en institutos y en campus universitarios. A finales de mayo, había más de 420 de estos comités solamente en la región de París
Tal y como lo expresó una vez Stokely Carmichael, “tenemos que luchar por el derecho a crear nuestras propias palabras a través de las cuales definirnos a nosotros mismos y nuestra relación con la sociedad, y hacer que estas palabras sean reconocidas”. Este sentimiento fue compartido por el antropólogo izquierdista Michel de Certeau, que reflexiona sobre 1968 en París en La captura del discurso, “empezamos a hablar, como si fuera la primera vez. Los discursos previos, tan seguros de sí mismos, se evaporaron y las 'autoridades' fueron reducidas al silencio”.
Tal vez, más fundamental que el lenguaje en la vigilancia del yo fue la percepción. Muchos análisis de la nueva izquierda pensaban que la sociedad, particularmente la economía de consumo, había colonizado las sensaciones primarias, controlando lo que podía o no podía ser visto, sentido y escuchado para mover sus mercancías. “En el decorado del espectáculo”, añadía un situacionista francés, “el ojo sólo se encuentra con cosas y sus precios”.
La nueva izquierda buscaba descolonizar el yo interrumpiendo estas experiencias fijas, vinculando la liberación con la disolución de la percepción organizada y ordinaria. Para algunos, esto estaba relacionado con la cultura de las drogas psicodélicas que se originó en la Costa Oeste en los Estados Unidos. En 1967 en San Francisco los hippies organizaron una concentración en el parque Golden Gate, publicitada como un nuevo modo de relación humana donde aquellos que se iban a reunir disolverían sus categorías preconcebidas y simplemente estarían. Timothy Leary, hablando ante una audiencia de 30.000 personas, dijo que “despertaran, se conectaran y se expulsaran”, instándoles al uso de drogas psicodélicas como un modo de separarse de ellos mismos, de las convenciones existentes y de las jerarquías de la sociedad. Hasta el extremo de que el “viaje” les permitiría la disolución del ego, convirtiéndose en un mecanismo que podría abrir una brecha entre el individuo y su colonización por la sociedad.
Algunos miembros de la nueva izquierda un poco más sobrios encontraron mecanismos similares en el simple acto de reunirse. En las decenas de miles de comités espontáneos establecidos, grupos de acción, encuentros, secciones, asambleas y todos los tipos de “reuniones” que estaban proliferando y que formaban la columna vertebral de la nueva izquierda, pusieron en práctica (o al menos hicieron todo lo posible para ponerlo en práctica) la misma sociedad no autoritaria que estaban predicando. A lo largo de toda la costa Este, los miembros de la nueva izquierda rechazaron las estructuras institucionales serias —los partidos políticos, los sindicatos establecidos, los gobiernos de las universidades— creando en su lugar nuevas formas que interrumpían la organización de la sociedad en esferas separadas de existencia.
“La cultura burguesa separa y aísla a los artistas de otros trabajadores", abría una declaración del colectivo artístico Atelier Populaire que ocupó la Escuela de Bellas Artes en mayo del 68. “Encierra a los artistas en una prisión invisible. Hemos decidido transformar lo que somos en la sociedad”. Dentro de estos grupos, personas de diferentes edades, diferentes ocupaciones y diferentes experiencias entraron en contacto, muchas de ellas por primera vez.
En 1968, los comités d'action surgieron en fábricas, barrios, en institutos y en campus universitarios. A finales de mayo, había más de 420 de estos comités solamente en la región de París. Los comités de base unitarios de democracia directa (CUB) en las fábricas italianas crearon un nuevo activismo de base que llevó al otoño caliente de 1969 y a la experimentación radical en la autogestión obrera. En los Estados Unidos, la lucha por los derechos civiles y la oposición a la guerra de Vietnam produjo cientos de grupos de acción que crearon alianzas no vistas hasta ese momento entre diferentes sectores sociales.
Dentro de todos estos grupos sin líder, los miembros salían de sus roles asignados anteriormente, cuestionaban lo que significaba ser un estudiante, un artista, un trabajador y una mujer y por qué esos roles tenían lugar en sitios específicos y segregados —la escuela, la fábrica, el estudio, el hogar. La misma existencia de los grupos interrumpía la demarcación y regulación de quién debía hacer qué, por qué y dónde.
Un recuerdo que se repite entre los miembros de la nueva izquierda es la auténtica novedad y excitación de participar en estos colectivos sociales. Una y otra vez, hablan de las nuevas experiencias que tuvieron al estar con personas diferentes, de superar un sentido previo de alienación y pasividad, de sus sentidos siendo asaltados por nuevos sonidos, imágenes y olores que no pertenecían a nada prescrito con anterioridad. “Podíamos vernos, tocarnos y darnos cuenta de que no estábamos solos", escribió Jerry Rubin. “En lugar de hablar de comunismo, la gente estaba empezando a vivir el comunismo”. Tal y como recuerda un estudiante francés:
“Al hacerme militante... entré en contacto con un montón de gente diferente, diferente de mí socialmente. [Sentíamos] el calor humano que existía entre nosotros. Cuando eres militante, hay algo que hace que todo valga la pena, y es encontrarte a ti mismo, una mañana a las 04:00, cuando ahí fuera todo es hermoso, en un proyecto común que incluye a otras personas, con la felicidad de estar en un lugar donde no deberías estar, con un tipo de complicidad”.
En este sentido, la política anti-imperialista de la nueva izquierda fue dirigida tanto hacia sí mismos como a la sociedad que los rodeaba. Permitió, tal y como afirmaba Marcuse, “romper con lo familiar, con los modos rutinarios de ver, escuchar, sentir y entender las cosas, de tal modo que el organismo se hizo receptivo a las posibilidades de un mundo sin explotación, sin agresión”.
50 años más tarde...
Hoy el imperialismo está vivo y tiene buena salud. Desde cualquier punto de vista, está más afianzado y está más generalizado de lo que estaba en 1968. Su presencia se vive de forma diferente en la universidad neoliberal, en los procesos de extracción de los “recursos naturales”, en la violencia quirúrgica de los ataques con drones y en las listas de objetivos que eliminar, paralelamente a los centros clandestinos de la CIA en Tailanda y Chicago, la fortaleza en la que se ha convertido Europa y el gran muro de Trump y la encarcelación en masa en los Estados Unidos. La interconexión de sus mecanismos de vigilancia, una revelación clave de la nueva izquierda, es indiscutible.Hoy en día sabemos, por tomar un par de ejemplos notorios, que los gases lacrimógenos lanzados por los antidisturbios en Ferguson (Missouri), en Cisjordania, Grecia, Chile y Egipto fueron fabricados por la compañía Combined Systems Inc.; que la compañía de vigilancia Tiger Swan, contratada por Energy Transfer Partners en 2016 para vigilar a los activistas de Standing Rock, comenzó siendo un contratista de defensa en la segunda guerra de Irak; y que los oficiales de los cuerpos de seguridad estadounidenses viajan regularmente a Israel a recibir entrenamiento en “contraterrorismo”.
A esta interconexión se suma la colonización creciente del mundo de la vida social, tanto en la forma de evidentes regulaciones como de su internalización. Tal y como la nueva izquierda afirmó por primera vez, nuestra sumisión voluntaria a tales vigilancias micropolíticas es el complemento necesario para el funcionamiento del imperio a un nivel macropolítico. En los últimos 50 años, esta microadministración de la vida cotidiana, la vigilancia que domina cada minuto de lo que la gente puede hacer y dónde, se ha infiltrado en toda la fábrica social. Una vez más, sus efectos están diferenciados. La misma falta de un permiso que prohíbe los puestos de limonada en la calle en los Estados Unidos lleva, en un contexto bastante diferente, a la confiscación de una carreta sin licencia de un vendedor de frutas tunecino, su posterior inmolación y el comienzo de la Primavera Árabe.
Más alarmante que esta extralimitación burocrática es la sumisión pactada por las poblaciones de los Estados Unidos y Europa. La gente llama a las autoridades para que se encarguen de los niños que están solos en el parque; la conformidad de muchas comunidades estadounidenses para transformar sus escuelas en prisiones de máxima seguridad; la complicidad de los gentrificadores blancos en la criminalización de la negritud. Estos son algunos de los ejemplos evidentes de cómo los seres humanos se sienten más seguros invitando a la autoridad imperial a sus comunidades más que auto—organizándose. Desde el punto de vista más personal, esta invitación toma la forma de una superación personal física y psíquica, la continua auto—inversión y la producción de un yo que aumente nuestra propia decreciente comerciabilidad.
A la política del anti-imperialismo no le ha ido tan bien. Durante los últimos 50 años, el activismo de izquierdas y progresista se ha fracturado cada vez más entre divisiones inventadas de intereses e identidades y ha abandonado ampliamente su carácter internacionalista. Esta fractura, que ha fracturado tanto a los sujetos de resistencia como a su enemigo, se adapta al imperialismo perfectamente.
Este amplio consenso anti-imperialista que animó a los activistas de la nueva izquierda en 1968 permitió a los activistas identificar su lucha común contra un enemigo común —uno cuyo apariencia variaba, pero cuyas acciones eran las mismas. Les permitía conectar la opresión de diferentes comunidades sub-nacionales y nacionales para, entonces, avanzar y luchar contra la interconexión de la vigilancia doméstica y la guerra a nivel internacional. Les permitió escapar de su aislamiento individual hablando y actuando de forma colectiva. De forma igual de importante, les permitió trazar conexiones a lo largo de las gramáticas identitarias y nacionales del descontento.
Había sido prometedor, aunque fueran pasos titubeantes para reestablecer este consenso, empezar con la ocupación global de las plazas en 2011. Aquí la forma compartida de los levantamientos —la ocupación— así como la política anti—imperialista que reestructura lo que se puede hacer en ellas, ha traído hasta ahora revueltas desesperadas contra la dictadura, la austeridad y la tiranía del sector financiero bajo una única bandera de resistencia compartida.
Desde entonces, el compañerismo a pequeña escala ha proliferado, incluyendo la solidaridad turco—brasileña en 2013; el activismo de #Palestine2Ferguson en 2014; y los cientos de veteranos de guerra estadounidenses que se sumaron a los levantamientos en Standing Rock en 2016, por nombrar solo unos pocos. Yendo más allá de las fronteras del interés, la identidad y la nación, estos seres humanos se dan cuenta de que están involucrados en una lucha global contra un aparato imperial que ha ocultado todas las conexiones entre la vigilancia y la “defensa” externa, entre la colonia y la metrópolis.
Respondiendo a las preguntas sobre su identidad, el subcomandante Marcos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional destacó una vez:
“Soy gay en San Francisco, negro en Sudáfrica, asiático en Europa, palestino en Israel, indígena en las calles de San Cristóbal, ombudsman en la Sedena, una feminista en cualquier partido político, un comunista en la guerra fría, un pacifista en Bosnia... un ama de casa en casa un sábado por la noche... una mujer sola en el metro a las diez de la noche, un campesino sin tierra, un empleado sin trabajo... un disidente en el neoliberalismo, un escritor sin libros ni lectores, un estudiante infeliz — y sí, un zapatista en el sudeste de México. Este es Marcos”.
En su reconocimiento de la interconectividad de la lucha global, el líder del EZLN se hacía eco de las palabras de la revuelta francesa de Mayo del 68 cuyos trabajadores en huelga coreaban “Vietnam está en nuestras fábricas", cuyos estudiantes gritaban “Todos somos judíos alemanes”. Ahora más que nunca necesitamos volver a este ethos anti-imperialista, uno que hable del enemigo en singular y que construya una resistencia global contra él.
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Los nistálgicos de aquella unanimidad, unidad, univocidad del movimiento del 68, olvidan que el mundo se ha replegado en el uso solipsista del móvil. Y que se ha disgregado en un archipielago de luchas e identidades que necesitan que llegue un colapso total ( siguiente paso al colapso que ya vivimos) que coloque la satisfacción de las necesidades más primarias (incluido un clima habitable) en el centro de sus vidas. Entonces, cuando Africa y Sudamerica huyan del desastre hacia el Norte que lo ha provocado, quizá se despierte una conciencia colectiva contra el 1% plutocrata que se lucra del desastre de miles de millones de humildes humanos en el humo y en el humus.