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Historia
40 años de la Constitución Española: pudo ser peor
El 6 de diciembre de 1978 se aprobaba en referéndum el texto de la vigente Constitución Española. La presión social, en especial la del movimiento obrero, y el momento de llegada de los conflictos políticos que explotaron en el periodo 1968-1975 determinaron algunos de los avances en materia social del texto. La capacidad de la dinastía Borbón, los Ejércitos, la gran empresa y la Iglesia para contener los avances señaló también el camino para su interpretación restrictiva.
Un grupo de fanáticos de Glenda Garson —intérprete con más talento que el que demuestra su elección de proyectos— se propone salvar la imagen de la actriz recortando sus escenas, componiendo nuevas películas, reinterpretando su filmografía, adaptando la realidad a sus expectativas. El relato, “Queremos tanto a Glenda”, fue escrito por Julio Cortázar en 1980. Como Glenda Garson, la Constitución de 1978 ha sido reinterpretada incluso en contra suya —principalmente por el Tribunal Constitucional— recompuesta —el famoso artículo 135— y adaptada a las expectativas de los partidos llamados “constitucionalistas”. El retrato que se ha hecho de su nacimiento ha acentuado los rasgos más favorecedores —consenso elevado al cubo— y tapado algunas de sus circunstancias, como que se elaboró sin contar con ninguna mujer —por padres fundadores— bajo el runrún de los sables, y sin el voto afirmativo del Partido Nacionalista Vasco. Independientemente de esa lectura integrada, a la visión apocalíptica respecto al texto aprobado entonces solo se le puede contraponer un hecho: que pudo haber sido peor.
Un 6 de diciembre el referéndum sobre el texto constitucional salía aprobado por una mayoría del 87,8% de los votos emitidos. La abstención fue inferior al 33%, aunque significativamente la consulta sobre la Constitución se perdió en País Vasco y el interés fue escaso en Galicia. En el caso de Galicia, la abstención fue achacada al poco apego de Alianza Popular —preponderante en las cuatro provincias— por el texto finalmente aprobado.
El 31 de octubre, el partido de Manuel Fraga había optado por apoyar el proyecto que se enviaría a referéndum —pese a su voto en contra al Capítulo VIII —“De la Organización Territorial del Estado”—, pero hubo votos separados en contra del texto íntegro-. El hecho que parte de AP —con solo 16 diputados en aquella legislatura constituyente— se desmarcase de la propuesta de texto, indica hasta qué punto el proyecto, que durante meses había funcionado en las coordenadas de la llamada entonces “mayoría natural” de la derecha, formada por UCD y Alianza Popular, había sido aceptado por el PSOE y por el PCE. Ambos partidos ya habían aceptado sin muchos preámbulos bandera y monarquía para entrar en las primeras elecciones de 1977. La legalización del PCE fue el primer detonante de la futura defenestración de Suárez culminada en 1981.
Como se ha reclamado desde los dos principales partidos progresistas, la Constitución aprobada incluyó avances en educación, reconocimiento de derechos de las mujeres —lo que estaba en juego en primer lugar era el divorcio—, de descentralización y de libertades públicas —desde el fin de la pena de muerte, que a Francia no llegaría hasta 1981, hasta la eliminación de penas por actividad política, la libertad de expresión y de información—, avances que la mayoría conservadora del hemiciclo estaba lejos de querer asumir. Los otros partidos de la izquierda parlamentaria se dividieron entre la abstención de Esquerra de Catalunya (ERC no pudo recuperar sus siglas históricas hasta después de 1978) y el ‘no’ del diputado de Euskadiko Ezkerra.
La constitución híbrida
Ninguno de los argumentos de la campaña electoral de 1977 sugería o reflejaba mínimamente lo que aquella elección tenía como subtexto: la formación de una Asamblea Constituyente. Así lo recordaba Emmanuel Rodríguez en su libro Por qué fracasó la democracia en España: “Más allá de los aspirantes a político profesional, pocos podían pensar que se estaba votando a uno u otro proyecto de constitución. Los lemas electorales así lo confirman: ‘Socialismo en libertad’ (comunistas), ‘La libertad está en tu mano’ (socialistas), ‘Votar centro es votar Suárez’ (¡sic!), ‘España, lo único importante’ (Alianza Popular). Se votaba a la izquierda o a la derecha, se votaba al nuevo gobierno; las elecciones, todo lo más, se podían considerar como un primer recuento de fuerzas entre los partidarios de la ‘continuidad’ y de la ‘ruptura’”. La Constitución se llevaría a referéndum haciendo partícipe al pueblo solo en esa última instancia. Más en reservados de restaurantes que en debates abiertos, en cenas con invitados y animadores escogidos, que en las asociaciones de vecinos o las puertas de las fábricas.Sin embargo, la presión de estos espacios políticos alcanzó objetivos en términos de derechos sociales en un contexto internacional que, dominado por Estados Unidos, ya había marcado con una X la experiencia y las conquistas de la Constitución portuguesa de 1976, una bella experiencia que con el tiempo perdería parte de su lírica revolucionaria.
Como explicó Gerardo Pisarello en Un largo Termidor “El reconocimiento de derechos y libertades [en la Constitución española] era amplio, si bien el grueso de los derechos sociales ocupaba un papel devaluado en relación con el resto de derechos”. Las leyes de Seguridad Ciudadana, entre otras, marcarían claramente las líneas generales de interpretación de esos derechos sociales.
Cultura de la Transición
Sophie Baby: “En los 70 se esperaba la guerra civil, la percepción era que habría un millón de muertos”
El discurso político generalista ha defendido el carácter incruento del paso del régimen franquista a la democracia del sistema del 78. Sin embargo, durante la Transición hubo centenares de muertos. La autora de El mito de la transición pacífica (Akal, 2018) ha realizado un estudio científico sobre la realidad y la utilidad de ese constructo.
La integración del contenido relativo al trabajo fue una consecuencia de las conquistas de los sindicatos independientes y las formas de autogestión en fábricas y centros de trabajo.Esto se explicitó en el reconocimiento de libertad sindical, derecho de huelga y negociación colectiva, aunque la presión de la patronal empresarial y bancaria limitó tanto las posibilidades de huelga —se prohibió la llamada “huelga política”— como la futura consecución de un modelo económico no capitalista o para la puesta en marcha de una economía basado o amable para los modelos cooperativos. La falta de referencias claras a la protección del medioambiente tampoco hay que achacarlas al conocimiento y las preocupaciones de hace 40 años, sino más bien a una apuesta por un modelo económico de crecimiento unívoco.
Los llamados Pactos de la Moncloa, firmados el 25 de octubre de 1977, ya habían cerrado el broche de la reforma realmente posible de la economía: moderación salarial a cambio de vagas promesas de reformas sociales. Puestos en marcha por el efímero ministro Enrique Fuentes Quintana y apoyados por el pleno de las fuerzas políticas —aunque AP dividió su voto— y los principales sindicatos —excepto CNT, y los sindicatos de la ORT y del PTE, que tenían cierto peso en Madrid, Navarra y Andalucía—, los pactos de la Moncloa ya habían sancionado un modelo influido decisivamente por las consecuencias de la crisis del petróleo y la caída de las tasas de beneficio del capital internacional.
Adoración Guamán, profesora titular de Derecho del Trabajo, explica en el artículo “La débil constitucionalización del trabajo: ¿puerta de entrada a la precariedad?”, dentro del libro Fraude o Esperanza: 40 años de Constitución, cómo la legislación laboral, y la acción del Tribunal Constitucional, declinó rápidamente la calculada dualidad del texto del 78 hacia una “involución postconstitucional en los niveles de protección de los trabajadores en el plano individual y un desarrollo desigual en el ámbito colectivo, realizado a golpe de reforma laboral”.
Pese a que el texto incluía el germen de la precariedad futura, siguiendo los renglones del pensamiento neoliberal trazados apenas unos años antes, la patronal, a través de la beligerante Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), quiso sabotear algunas de las disposiciones de tipo laboral aprobadas, en un impulso cuya cabeza bien peinada fue Carlos Ferrer Salat, y que aún se sostendría hasta el Golpe de Estado de 1981.
La amenaza de los espadones
“Nunca supe quién transmitía al Gobierno las opiniones del mando militar, ni por dónde le llegaban a Suárez; pero tenía la convicción de la presencia de ese factor invisible, demasiado opresiva a veces, mientras duraron los trabajos de la Constitución”. Las palabras de Santiago Carrillo, gran conocedor —y también gran farolero— del periodo, señalan uno de los puntos más oscurecidos de la glosa del proceso constituyente de 1977-1978. El papel de los entonces llamados poderes fácticos.El papel indiscutible del rey Juan Carlos I como agitador y propagandista de sus intereses y los de sus círculos estaba justificado en el propio interés dinástico en ser legitimado por el nuevo texto, y arrinconar así la legitimidad franquista en que se basó la restauración borbónica. Las fuerzas armadas, además de compartir propósito con Juan Carlos I, trazaron línea con su propia espada en la principal fractura del texto constitucional: la organización territorial. También lo hizo la Iglesia, aunque el rastro de su influencia directa apenas se deja vislumbrar por la presencia en la negociación de católicos provenientes en su mayor parte de los círculos del Opus Déi. La educación, los derechos de las mujeres y el reconocimiento, de su influencia socioeconómica, fueron objeto de trabajos para la diplomacia eclesiástica.
Pese a la latente amenaza militar, y la más tangible entonces violencia y coacción fascista, que también se extenderían hasta el golpe del 23F, en la negociación se arrancó la inclusión del término “nacionalidades” en el artículo 2 del texto consolidado. Un sutil reconocimiento del —hoy a debate— carácter plurinacional del Reino de España que, no obstante, quedaba profusamente encajonado por las numerosas cautelas incluidas en el mismo texto.
Las fórmulas escogidas, asimismo, buscaron vadear cualquier referencia a las únicas propuestas previas para limitar el pretendido —pero no conseguido— unitarismo del Estado, las de la primera y la segunda República, distintas y sin apenas desarrollo (en el caso de la primera república directamente no desarrollada).
Asimetrías y conflicto
El texto de 1978 introdujo, no obstante, una bifurcación entre dos tipos de autonomía, determinadas en los artículos 143 y 151, que han marcado los dos modelos de aproximación al tema: el administrativo (art. 143) y el político (art. 151).
Bartolomé Clavero, profesor de Historia del Derecho de la Universidad de Sevilla, explica en el artículo “Nacionalidades y regiones, entre el empoderamiento y la descentralización”, que la perplejidad ante las dos grandes tendencias que marca el texto, “no se trató únicamente de descuido político ni de incompetencia técnica, sino también y primordialmente de la interposición de obstáculos y condicionamientos, así como de su aprovechamiento por parte de las tendencias menos autonomistas (...) Las condiciones ya referidas impedían el debate abierto y la articulación acabada de todos los elementos que se estaban manejando, de la nacionalidad a la foralidad, del Estatuto de alcance constituyente del 151 al Estatuto de mera descentralización, también potencialmente política, del 143. Pero hay una constante en este batiburrillo, la de la opción por la distinción y contra la homogeneización de las autonomías”.
Conseguir un encaje de País Vasco —con la excepción navarra siempre presente— y Cataluña en el nuevo orden constitucional, evitando la retórica del “café para todos” pero sin provocar levantamientos de ese “todos” que no eran sino los territorios “sin nacionalidad” —concepto también discutido y discutible— fue parte del juego de floretes enarbolado por los partidos. Una práctica entre aquellos representativos del nacionalismo español (UCD, AP), los partidos con dos almas (con la española como la más poderosa, PSOE y PCE) y la entonces llamada minoría catalana. El acuerdo con el PNV, roto definitivamente en julio de 1978, no impidió que el modelo de estatutos generado por la Constitución fuese aplicado un año después en el Estatuto de Gernika, a instancias del propio partido jeltzale. El resultado, en términos más generales, fue una asimetría poco definida. Que lo resuelva el tiempo, el implacable.
La posibilidad de hablar de autodeterminación —un tema en boga en los años 70 tras las luchas de liberación de los pueblos del Sur— quedó desterrada en una votación el 22 de julio del año de la Constitución, cuando solo cinco diputados apoyaron la propuesta de Euskadiko Ezkerra de introducir ese derecho en el texto. Un día antes, ETA había acabado con la vida del teniente coronel Juan Antonio Pérez Rodríguez. En ese contexto, el portavoz de Euskadiko Ezkerra, Francisco Letamendia vio cómo se rechazaba —incluso por el PNV (motivos tácticos)— una propuesta que daba carta de posibilidad a los referéndum de autodeterminación.
“La organización territorial del Estado, el Estado de las autonomías”, señalan Carme Molinero y Pere Ysás en La transición, historia y relatos, “no fue fruto de un diseño previo al proceso de transición, sino resultado de dicho proceso. Obviamente tampoco fue fruto de una malévola operación para desvirtuar las autonomías catalana y vasca. El acuerdo político entre la izquierda, los nacionalismos subestatales y una UCD “acomplejada”, según [Rodolfo] Martín Villa, y con grupos regionalistas en su seno, determinó el modelo de organización territorial consagrado en la Constitución. Un modelo rechazado por Alianza Popular, la formación política que con el hundimiento de la UCD en 1982 se convertiría en el partido mayoritario en el centro-derecha”.
El testimonio de Letamendia apenas fue recordado el 1 de octubre de 2017, fecha en la que se produjo la gran colisión de la historia de la Constitución de 1978. El punto ciego del edificio constitucional, adivinado ya en julio de 1978 por el decano del Colegio de Abogados de Madrid, fue una calculada ambigüedad que dejaba en manos del Tribunal Constitucional una enorme responsabilidad, convertida con el paso de los años —y con la pérdida del equilibrio inestable de la Transición— en enorme poder. El punto ciego, la grieta, empezó a hacer tambalearse el puente entre dos épocas —o la estación terminal de los conflictos del ciclo iniciados en 1968— que supuso la Constitución de 1978.
Atrapada en el tiempo
Convertida en objeto de culto y pretexto para celebraciones, la Constitución de 1978 es la consecuencia de un deseo de reconciliación nacional que, mucho antes había abanderado el PCE, entonces la organización más numerosa y estructurada presente en todo el territorio. Pero ni toda la izquierda estaba en el PCE, ni todos entre los comunistas pretendieron que la Constitución fuera algo más allá de la situación derivada de la correlación de fuerzas o de la visión del secretario general Carrillo.Las fuerzas de derechas y extrema derecha tardarían aún otros tres años más en aceptar —aunque fuera temporalmente— las transacciones que sus representantes electos entendieron como necesarias. El edificio lo sostuvieron una UCD en caída y el PSOE, encargado de las tareas de albacea en los años clave 1982-1992. El adjetivo “constitucionalistas” comenzó a ser utilizado más adelante como barrera contra un supuesto o no “anticonstitucionalismo” invocado al gusto del consumidor.
Muchos apocalípticos no tardarían en integrarse. Pronto se comprobó también que la Constitución seguía siendo susceptible de ser empeorada, bien a través de la interpretación que de ella hacía y ha hecho el Tribunal Constitucional, bien por los poderes legislativos, amparados en la ambivalencia calculada del texto, y en el consenso general de que solo ofrece “pautas inspiradoras de la acción legislativa”. El derecho a la vivienda, artículo 47, es prueba de la escasa inspiración que emana de sus páginas 40 años más tarde.
“Quienes más celebran hoy la vigencia y supuesta buena salud de la Constitución del 78 son justamente quienes menos desean que la cultura garantista del constitucionalismo democrático rija la actuación de los poderes públicos. Su Constitución imaginaria es simplemente un marco de reconocimiento de instituciones que quieren que valgan como preconstitucionales, situadas más allá de toda disposición colectiva, como la Monarquía, la integridad de la patria o la economía de mercado, un un marco de reglas procedimentales mínimas que en nada limiten la actividad de unas cúpulas políticas completamente satelizadas por poderes económicos”, concluyen Sebastián Martín y Rafael Escudero Alday, coordinadores de Fraude o Esperanza.
Como en el cuento de Cortázar, el objeto de culto se convierte finalmente en algo demasiado bello a los ojos de sus fieles como para hacerles perder el juicio. Las exhortaciones a su reforma son, en los casos más inocuos, pura retórica, y en los más amenazantes, señales de que los sectores reaccionarios quieren desandar caminos conquistados en la lucha contra el Franquismo. Hoy cuesta ver cómo articular un proceso que no desande esos caminos y que aspire a mejorar lo que pudo ser peor. Un momento de creación democrática que vuelva a plantear el problema de la organización territorial, incorpore cuestiones como la protección efectiva contra la violencia machista o el cambio climático y que acompañe nuevos derechos en el ámbito social volverá, está volviendo, a enfrentar poderes que hoy ya no se denominan fácticos porque los tiempos han cambiado. Imaginarlo siempre es mejor opción, y tiene más futuro, que tratar de mantener con respiración artificial aquello a lo que ya le ha llegado su momento.
Hemeroteca Diagonal
¿Cómo se puede cambiar la Constitución?
Tres constitucionalistas introducen tres cuestiones básicas sobre este tema.
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Nadie recuerda que fuerzas democráticas o anti-fascistas derrocaran al enano de franco. Nadie lo recuerda porque eso nunca llegó a ocurrir. La oligarquía española, verdadera fuerza motor del régimen franquista, ante la necesidad de abrirse al capitalismo expansivo y de fortalecer a la burguesía para generar ciclos de acumulación mas eficientes para el estado burgués español decidió ella misma reformarse. Tras las cunetas y largas décadas represivas ya no tenía apenas oposición, salvo pequeños grupos anarquistas y comunistas, además de una organización vasca que se acababa de refundar y tenía como objetivo el estado socialista vasco independiente. Por otro lado sí tenía fuertes aliados internacionales como por ejemplo EEUU, que había visto durante muchos años con buenos ojos el “bastión anti-comunista” que representaba el régimen franquista en Europa y que supervisó todo el proceso de integración en el bloque occidental del capital y no es sorpresa que como resultado final llegara la OTAN y el acuerdo con el capitalismo europeo.
De esta manera el franquismo, dirigiendo la alianza con todas las fuerzas burguesas y socialdemócratas españolas y reprimiendo con furia a las aun rupturistas, se sacó de la manga la “reconciliación nacional”. El colaboracionismo reformista del PCE y del PSOE echando paladas sobre las cunetas pero sobre todo sobre las ideas que defendieron los que las habitan, hicieron el resto, y de un día a otro el franquismo se hizo “democrático” y la desmemoria habitual. La oligarquía española seguía dominando y ahora re-legitimizada mediante la constitución española que abriría las puertas hacia el desarrollo de la burguesía española, es decir, hacia unos niveles de explotación y ganancia superior.
El siguiente amarre lo fue con las burguesías de “la periferia” estatal geográfica mediante los procesos autonomistas cediendo parte de la gestión para que estas puedan controlar y explotar a sus pueblos trabajadores mientras la dependencia e integración se iba asentando.
En Euskal Herria el concierto (y el convenio) representaban la materialización efectiva de las ambiciones de la burguesía regionalista, abriendo al mismo tiempo espacio a esa burguesía vasca emergente para acelerar el nuevo ciclo de explotación que necesitaba el nuevo régimen hijo del franquismo. Por lo que el estatuto de autonomía a fin de cuentas negaba a Euskal Herria su derecho a independizarse y al mismo tiempo ponía en manos de la burguesía vasca la gestión económica dejando a la clase trabajadora vasca sin ninguna capacidad de decisión y presa del capitalismo español e internacional. A lo que hay que unir la cesión más tarde a la burguesía vasca de una parte del monopolio de la violencia de estado: la ertzaintza.
No se puede desatar un nudo si no se sabe cómo está hecho. Para derrocar la constitución española en Euskal Herria hace falta desatar el nudo que propicia que siga ejerciendo su poder por encima de la voluntad de la clase trabajadora vasca. La constitución española más allá del rey español, la cabra de la legión y manolo el del bombo, en Euskal Herria significa autonomía, estatuto, concierto económico o convenio, subvención, “oasis”, ”empresariado jatorra” y folclorismo. Esos son sus pilares, y una clase, la burguesa, que por encima de identitarismos superficiales y diversos en lo esencial defiende lo mismo y no por casualidad.
El régimen español y su constitución en Euskal Herria solo puede caer cuando entre en crisis todo el conglomerado autonómico y la burguesía que lo sostiene y esa crisis provenga del ejercicio revolucionario de una clase trabajadora vasca que vele solo por sus intereses, elevando las contradicciones sociales en una lucha contra el capital en todos sus frentes que destruya lo viejo y construya lo nuevo, y esté unida en cuanto al ejercicio de la autodeterminación para independizarse de españa y también de la burguesía para que esta tampoco tenga el poder de decidir por encima del pueblo trabajador vasco como hace ahora . Por eso estamos hoy relativamente lejos de la independencia, por lo que con urgencia cabe restaurar los puentes y retejer hilos de los abajos y perder los miedos para impulsar las nuevas rebeldías auto-organizadas que dejen atrás la fase meramente reivindicativa de cara a la galería y el politiqueo de salón institucional para dar inicio a una nueva ofensiva político-social que no tendrá otra opción y destino que acabar en una revuelta o levantamiento que abra una ventana de oportunidad