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Historia
El infinito regreso al futuro de la Comuna de París
La Comuna de París puede ser la derrota más inspiradora de la historia. Sobre la que más se ha escrito y publicado. Supuso una expectativa de cambio que, al ser truncada por su trágico final, mantiene prendida sine die la llama de que es posible otro mundo a la manera en que lo vivieron los comuneros. La única corrección que sus autores realizaron al libro más relevante de los últimos dos siglos se debió a los acontecimientos sucedidos durante la primavera de 1871 en la capital de Francia: en el prólogo de la edición alemana de 1872 del Manifiesto Comunista, Karl Marx y Friedrich Engels asumieron que el programa expuesto en sus páginas había quedado anticuado debido al inmenso desarrollo de la gran industria desde su publicación en 1848 y, sobre todo, por el efecto de la Comuna de París, “donde el proletariado, por vez primera, tuvo el poder político en sus manos por espacio de dos meses”, según se lee en ese prefacio, en el que aseguran que la experiencia parisina “ha demostrado, principalmente, que la clase obrera no puede limitarse a tomar posesión de la máquina del Estado en bloque, poniéndola en marcha para sus propios fines”.
“La Comuna era, esencialmente, un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta que permitía realizar la emancipación económica del trabajo”, escribió Marx en ‘La guerra civil en Francia’
A esa conclusión había llegado Marx unos meses antes, cuando escribió La guerra civil en Francia, una crónica política redactada prácticamente en directo mientras en París se desarrollaban los apenas 70 días de insurrección obrera —del 18 de marzo al 28 de mayo— que transformaron la ciudad en un espacio autónomo, organizado libremente según los principios de asociación y cooperación. La furibunda reacción del gobierno de la Tercera República, huido en Versalles y liderado por Adolphe Thiers como jefe del Poder Ejecutivo, asedió con extrema violencia el proyecto comunero desde el 2 de abril, culminando con la masacre de más de 20.000 personas, según los recuentos oficiales, durante el asalto del ejército francés a la ciudad, los enfrentamientos cuerpo a cuerpo en las calles y los fusilamientos en la Semana Sangrienta que cerró el mes de mayo y la primavera de la Comuna de París. ¿Qué pasó durante ese paréntesis de gestión ciudadana directa? Marx lo vio claro: “La Comuna era, esencialmente, un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta que permitía realizar la emancipación económica del trabajo”.
Entre marzo y mayo de 1871, la ciudad se organizó para superar la extrema pobreza y las costosas indemnizaciones de la guerra con Prusia —librada en el verano de 1870 y que supuso el final del Segundo Imperio Francés de Napoleón III— que debía soportar en virtud del armisticio firmado por Thiers en enero, al que París siempre se había negado. Desde Versalles, el gobierno de la República no dudó en pactar con Prusia para hostigar la gestión comunal de la capital.
Marx entendió que la Comuna de París, a la que considera la antítesis directa del Imperio Napoleónico, había de servir de palanca para “extirpar los cimientos económicos sobre los que descansa la existencia de las clases y, por consiguiente, la dominación de clase”, conformando una república que no acabase solo con la forma monárquica de la dominación de clase, sino con la propia dominación de clase. En el texto de La guerra civil en Francia tiraba de ironía para explicarlo: “¡La Comuna, exclaman, pretende abolir la propiedad, base de toda civilización! Sí, caballeros, la Comuna pretendía abolir esa propiedad de clase que convierte el trabajo de muchos en la riqueza de unos pocos. La Comuna aspiraba a la expropiación de los expropiadores. Quería convertir la propiedad individual en una realidad, transformando los medios de producción —la tierra y el capital—, que hoy son fundamentalmente medios de esclavización y de explotación del trabajo, en simples instrumentos de trabajo libre y asociado. ¡Pero eso es el comunismo, el ‘irrealizable’ comunismo!”.
Para Marx, la gran hazaña de la Comuna fue su propia existencia. “Sus medidas concretas no podían menos que expresar la línea de conducta de un gobierno del pueblo por el pueblo”, escribe. Entre ellas destacan la abolición del trabajo nocturno para los panaderos o la prohibición de la práctica corriente entre los patronos de mermar los salarios imponiendo a sus obreros multas bajo los más diversos pretextos, proceso en el que el patrono se adjudicaba las funciones de legislador, juez y agente ejecutivo.
Desde Londres, Marx observó con lupa los acontecimientos de la capital de Francia y supo discernir su importancia, como refleja en este párrafo que resume lo sucedido: “Cuando la Comuna de París tomó en sus propias manos la dirección de la revolución; cuando, por primera vez en la historia, simples obreros se atrevieron a violar el privilegio gubernamental de sus ‘superiores naturales’ y, en circunstancias de una dificultad sin precedentes, realizaron su labor de un modo modesto, concienzudo y eficaz, con sueldos el mas alto de los cuales apenas representaba una quinta parte de la suma que, según una alta autoridad científica, es el sueldo mínimo del secretario de un consejo de instrucción pública de Londres, el viejo mundo se retorció en convulsiones de rabia ante el espectáculo de la bandera roja, símbolo de la República del Trabajo, ondeando sobre el Hôtel de Ville”.
“Cuando los carniceros hayan terminado su labor sangrienta en París, es muy posible que declaren la guerra a los líderes de la Internacional de las provincias” (carta de Jenny Marx a su padre, Karl, cuatro días antes de la caída de la Comuna)
La Comuna de París, el último momento de unión de las diferentes corrientes del socialismo antes de su disgregación, también afectó personalmente a Marx y a su entorno más cercano. Lo prueba la correspondencia familiar recopilada en Las hijas de Karl Marx (Libros Corrientes, 2019). En una carta de Jenny, la mayor, enviada el 18 de abril desde Londres con destino a Burdeos, donde vivía su hermana Laura, dice que “incluso la canalla prensa londinense ha tenido que admitir que el pueblo de París lucha magníficamente y que son un enemigo más que digno para los expertos rebanapescuezos de Versalles (...). Si no fuera por los prusianos que se complacen en su vocación de hacer el trabajo de la policía para todos los gobiernos de Europa, todo iría bien”. Cuatro días antes de la caída de la Comuna, Jenny escribe a su padre desde Burdeos y le cuenta que “da miedo pensar que hubo una ocasión así de lograrlo y que se ha desperdiciado. Cuando los carniceros hayan terminado su labor sangrienta en París, es muy posible que declaren la guerra a los líderes de la Internacional de las provincias”.
Tras la derrota de la Comuna, muchos de sus participantes se exiliaron en Londres, donde Marx y Engels les ofrecieron apoyo. Uno de ellos fue el periodista Prosper-Olivier Lissagaray, quien en 1876 publicó la magna obra Historia de la Comuna de París de 1871 (Capitán Swing, 2021), un denodado empeño por desmontar las mentiras que se habían difundido desde el Gobierno. Lissagaray mantuvo una relación personal con Eleanor Marx, quien tradujo al inglés sus escritos. En la introducción al texto, ella califica la Comuna de París como el primer intento por parte del proletariado de gobernarse a sí mismo y dice que fue el mayor movimiento socialista del siglo. “El establecimiento de la Comuna no supuso la sustitución de una clase dirigente por otra, sino la abolición de toda clase dirigente”, valora la hija menor de Karl Marx.
En el mismo año 1871, el diputado republicano español Ramón de Cala viajó a París para narrar los hechos, en un trabajo periodístico a pie de calle que dio fruto en el volumen Los comuneros de París: historia de la Revolución Federal de Francia en 1871, publicado en 1872. De Cala pretende contar un relato veraz de la Comuna y para ello recorre “atropelladamente” la ciudad, hace acopio de rumores, se detiene ante los monumentos “mutilados” y reconoce la imposibilidad de cumplir su objetivo. Muy crítico con la versión oficial, que dispuso de espías, infiltrados y todo tipo de manipulaciones para desacreditar a la Comuna, el político jerezano explicita que su “impresión primera fue de una profunda simpatía hacia los sublevados de París, porque eran los verdaderos republicanos de Francia enfrente de los realistas de Versalles”. Sobre estos últimos afirma que “saben que ha existido un pigmeo con el nombre pregonado de Napoleón, pero ignoran que en todos los tiempos existe un gigante anónimo que se llama pueblo”.
En sus indagaciones, De Cala desmonta una de las insidias que cayeron sobre las mujeres comuneras, a las que se acusaba de quemar edificios públicos y casas religiosas y se las descalificaba con el apelativo de “petroleras”: “Habrán oído hablar de unas mujeres cargadas de frascos de petróleo, con antorchas en las manos, desmelenadas y frenéticas como furias infernales, que derramaban el incendio y la muerte por las calles de París. Pues bien, en todas partes he preguntado por las petroleras y, ¡cosa rara!, no he encontrado persona alguna que haya visto en ejercicio una siquiera de estas furias destructoras. Alguno, sin embargo, ha visto mujeres pobres sin petróleo ni teas incendiarias, que eran arrastradas por la soldadesca a los mataderos humanos”.
En 1936, pocos meses antes de ser nombrada ministra de Sanidad por la Segunda República española, la anarquista Federica Montseny se refería a la Comuna de París como la “primera revolución consciente” y destacaba que supuso “la incorporación de las masas populares a la historia”. Montseny comparaba la experiencia parisina con “lo que ha sido siempre en España el movimiento federalista y libertario. Era el municipio con derechos de poder constituido, organizando la vida sobre el pacto o federación y el mutuo acuerdo”.
¡Viva la Comuna!
El ejército francés entró en varios barrios de París durante la noche del 17 al 18 de marzo para requisar los cañones de la Guardia Nacional, milicias ciudadanas encargadas de la defensa de la capital durante la guerra contra Prusia y gobierno de la ciudad en la práctica. Fue el chispazo que prendió el fuego. La negativa a entregar esas armas, que habían sido costeadas por el pueblo, y la multitud de mujeres que salieron a las calles para hacer frente a los soldados lograron que la Comuna se apuntase su primera victoria, antes incluso de ser constituida. El Comité Central de la Guardia Nacional promulgó elecciones para la Comuna el 26 de marzo y el 28 cedió el testigo a la misma, quedando proclamada. La maestra y escritora anarquista Louise Michel estuvo en las calles y en la proclamación. “Fue espléndida, no era la fiesta del poder sino la bomba del sacrificio; se notaba a los elegidos listos para la muerte”, se lee en su libro La Comuna de París (LaMalatesta, 2014), donde recuerda que en ese acto no hubo “nada de discursos, solo un inmenso grito. Uno solo: ¡Viva la Comuna!”. Esa misma noche del 28 de marzo, la Comuna celebró su primera sesión en la que se aprobó que los manifiestos no llevarían más firma que la de la Comuna.
Durante los primeros días, la Comuna de París tomó medidas encaminadas a restituir los servicios públicos, facilitar el trabajo y mejorar la vida de las mujeres. Abolió el pago de los intereses de las deudas, entregó a las sociedades laborales los talleres y fábricas abandonadas por los patronos, otorgó una pensión vitalicia a las esposas que se separaban de sus maridos y fijó un sueldo máximo anual para impedir la acumulación de capital.
“La gestión municipal de la Comuna funcionó bastante bien en cuanto al suministro de agua, luz y servicio postal. Las calles eran limpiadas con regularidad y la basura eliminada adecuadamente. Se cobraban los impuestos”, explica el historiador John Merriman
La Comuna quiso asegurar que la comida estaba disponible y era asequible. El 29 de marzo creó la Comisión de Subsistencia. “El precio de los alimentos aumentó, pero no hubo nada como las extremas carencias que habían agravado los efectos desastrosos de la ola de frío durante el asedio prusiano”, explica el historiador John Merriman en Masacre (Siglo XXI, 2017), donde también señala que “la gestión municipal de la Comuna funcionó bastante bien en cuanto al suministro de agua, luz y servicio postal. Las calles eran limpiadas con regularidad y la basura eliminada adecuadamente. Se cobraban los impuestos”.
Louise Michel, para quien la Comuna fue “una orilla que tenemos que alcanzar”, afirma que en las primeras semanas “estaba dividida entre una mayoría ardientemente revolucionaria y una minoría socialista que razonaba a veces demasiado, teniendo en cuenta el tiempo del que se disponía”.
Hacia una república universal
Uno de los gestos más recordados de la Comuna de París se produce el 16 de mayo, cuando se derriba la columna de la plaza Vendôme, acto cargado de simbolismo porque ese monumento “era una afirmación del despotismo imperial y atentaba contra la fraternidad de los pueblos”, según Michel, quien sería deportada a Nueva Caledonia tras la derrota de la Comuna. “La aclamación del pueblo surge de miles de pechos, como una gran liberación, y la gente se abalanza sobre las ruinas y saluda con clamores entusiastas la bandera roja que se planta sobre el pedestal”, escribe Lissagaray.
La caída de la columna Vendôme es uno de los tres actos que, según Kristin Ross, especialista en literatura y cultura francesa de los siglos XIX y XX, marca la ruptura de la Comuna de París con el legado de la Revolución Francesa y la sitúa en dirección a un “auténtico internacionalismo obrero”. Los otros dos son la quema de la guillotina en la plaza Voltaire el 10 de abril y la creación de la Unión de Mujeres un día después, en su opinión “la mayor y más eficaz de las organizaciones de la Comuna”, que no mostró ningún interés por demandas parlamentarias o formuladas en términos de derechos. “La participación en la vida pública no estaba para ellas vinculada a la participación electoral, les preocupaba más encontrar inmediatamente trabajo remunerado para las mujeres”, afirma Ross en Lujo comunal (Akal, 2016), un ensayo en el que subraya la noción de república universal como motor de la Comuna: “Presagiada y en cierta manera vivida durante la Comuna, no solo era muy diferente de la República que iba a nacer sino que fue concebida en oposición a la República Francesa tímidamente apuntada en 1870 y aún más a la que se consolidó sobre los cadáveres de los comuneros”.
La Comuna de París fue “un conjunto de actos de desmantelamiento de la burocracia estatal realizados por hombres y mujeres comunes y corrientes”, según Kristin Ross en ‘Lujo comunal’
Para Ross, la Comuna, que define como experiencia vivida de igualdad en la acción, fue “un conjunto de actos de desmantelamiento de la burocracia estatal realizados por hombres y mujeres comunes y corrientes”. Por eso apunta que muchos de los movimientos comunales señalaban al andamiaje institucional construido desde las escuelas. Se quiso eliminar el dominio absoluto de la Iglesia católica sobre la escolarización en una ciudad donde un tercio de los niños iba a escuelas religiosas y otro tercio no iba a ningún tipo de escuela. Se instituyó la obligatoriedad de la educación gratuita, laica y pública, así como la apertura de guarderías en todos los barrios obreros, cerca de las fábricas, y la reorganización de las bibliotecas públicas.
Ross también establece una inevitable comparación: “No merece la pena explicar en detalle hasta qué punto la vida de la gente bajo la forma actual del capitalismo, con el colapso del mercado laboral, el auge de la economía informal y el debilitamiento de los sistemas de solidaridad social en todo el mundo superdesarrollado, recuerda a las condiciones de trabajo de los obreros y artesanos del siglo XIX que protagonizaron la Comuna”.
El último soldado comunero
El mismo día del derribo de la columna Vendôme, la Comuna se niega a reconocer la República como gobierno legítimo de Francia. Cinco de los veinte distritos parisinos sufren la lluvia de obuses del ejército versallesco, que empieza a entrar en la ciudad. A las ocho de la tarde del sábado 20 de mayo, el presidente Jules Vallès levanta la última sesión del consejo de la Comuna. “Nadie alza la voz para decir, en ese momento de crítica incertidumbre, cuando es necesario improvisar un plan de defensa sobre la marcha, una gran resolución en caso de desastre, que el puesto de los guardianes de París está en el centro, en la casa común, y no en los distritos”, lamenta Lissagaray en el capítulo de su libro dedicado al inicio de la Semana Sangrienta. El martes 23, Thiers anuncia en Versalles que la masacre en París ha comenzado, con gran regocijo de todos los partidos republicanos. Los distritos de Batignolles y Montmartre verán los primeros fusilamientos masivos a cargo del ejército francés. París prefiere arder antes que rendirse. La Comuna publica su último bando el día 26, cuando solo resiste el distrito de Belleville. El domingo 28 se oye el último cañonazo de los comuneros desde la rue de Paris, tomada por los versallescos. Una postrera barricada aguanta en la rue Ramponeau, defendida durante un cuarto de hora por un solo hombre. Como premio a su coraje, cuenta Lissagaray, el último soldado de la Comuna consiguió escapar.